martes, 6 de noviembre de 2007

La noria

L A N O R I A.





Autor: L u í s d e M i r a n d a.
























Dedicatoria:





A todas aquellas personas que, por una ú otra razón, me han amado alguna vez. Y por sobre todas ellas, a la mujer que supo acompañarme hasta el ocaso de mi existencia física, regalándome los dones mas preciados: paz y respeto.
A mis hijos, frutos benditos de mi primer matrimonio, por el infinito amor que han sabido otorgarme, sin pedirme nada a cambio.
A mi otro hijo, que siendo mío, sin haberlo procreado, trajo a mí las maravillosas vivencias de una etapa que jamás debió borrarla el tiempo: la adolescencia.


EL AUTOR.





















Comentario:


Antes, cuando acaecieron los hechos que a continuación leerán ustedes, las islas Cíes ya habían sufrido un pequeño deterioro, en comparación a los veinte años anteriores.
Ahora, equis años después, el deterioro se ha multiplicado por mil. Y creo saber algunas de las razones que motivaron tal cambio.
Primero y principal, porque el señor Francisco, copropietario responsable y romántico, se sentía dueño y señor de unas parcelas naturales, dónde él era su residente y su vigía. Porque el señor Francisco, durante los años que le tocó vivir, se autoerigió en el supremo defensor de una naturaleza cuasi extinguida, que el destino o el Sumo Hacedor le encomendó. Y créanme que los que hemos tenido el honor de conocerle y de tratarle no podemos escapar a la tentación de agradecerle sus desvelos: su amor y su protección a las Islas de los dioses.
¡Gracias, señor Francisco por cuanto nos ha legado a quienes amamos y respetamos la naturaleza!.
Segundo y no menos importante, pienso (ojalá estuviese equivocado) que desde el nacimiento de este jinete del Apocalipsis, llamado comúnmente democracia, el comportamiento de nuestros hijos y el de nuestros nietos es decepcionante: el desprecio por el ayer es la bandera a enarbolar. Si ayer saludábamos a los ancianos o les cedíamos el asiento en el tranvía o en el trolebús; hoy, esas carrozas, esos fósiles deben desaparecer de la circulación, y cuanto antes, mejor. Si ayer obedecíamos las órdenes de nuestros maestros o autoridades, en cuanto a normas de conducta; hoy, por el contrario, esos sucesores nuestros pintan y ensucian todo cuanto esté a su alcance y violan los dictados emanados de los distintos estamentos. Si ayer las normas de urbanidad nos prohibían determinados modales o determinadas expresiones; hoy, sin embargo, jóvenes y niños de ambos sexos se manifiestan con blasfemias, hechos y gestos, impropios de una formación que jamás debió ser aniquilada.
¿Y todo esto, por qué?... ¿Acaso es necesaria tanta rebeldía para demostrar lo indemostrable?... me sigo preguntando.



















I.




-- Desearía cenar.
-- Aquí no se dan cenas hasta que no haya mas gente.
-- Pero...
-- De momento, comidas, sí. Cenas, ¡ni hablar!.
-- Aunque sólo fuesen un par de huevos fritos con lo que usted quiera.
-- En fin, por esta vez y sin que sirva de precedente, le prepararé algo.
-- Se lo agradezco.
-- No hay de qué.
¡Que distinto es el ahora, del antes!.
Antes, cuando el señor Francisco estaba al frente de estas islas, todo era incomprensión e incomodidad. El señor Francisco era un hombre terco, mal encarado y dictatorial. Pareciera, sólo pareciera, que disfrutaba no complaciendo a nadie. Sin embargo, y por aquel su mal carácter, las islas se mantenían limpias, impecables. Mientras que en la actualidad, gracias a la democracia, son verdaderos vertederos de basura.
Antes, cuando eran los menos los que iban a visitar las islas, la taquilla del puerto era sencilla, escuálida, asquerosa y maloliente.
Antes, cuando los pasajeros accedían a cubierta, el marinero y el patrón les ayudaban a cargar y descargar los bártulos de aquel viejo tranvía... botado a la mar por obra y gracia de no se sabe quien.
Antes, sin saber el porqué, los clientes permanecían sobre las filas de asientos de cubierta para contemplar la inigualable belleza de la ciudad del Olivo, y la no menos majestuosa de las islas que aparentemente se agigantaban sobre las quietas y azuladas aguas de la bahía.
Antes, siendo antes, los olores de las empanadas, pollos asados, tortillas y filetes empanados invitaban a soñar mil y una fantasías, mil y una aventuras y mil y una noches de insomnio por las malas digestiones, por el excesivo calor o quizás por la ansiedad de poseer tanta belleza junta: luna plateada, y silencio y frescor en los rompientes.
Pero ahora, cuando el señor Francisco ya no está al frente de las islas, hallamos comprensión y amabilidad; pues los tiempos cambiantes y las avalanchas de turistas nacionales y extranjeros así lo exigen.
Ahora, cuando la afluencia es mucho mayor, la Compañía naviera no les pega con el billete de ida y vuelta en las narices. Muy al contrario: la corrección y los buenos modales son admirables.
Ahora, al subir a cubierta, los marineros y el patrón o capitán (aquel viejo “tranvía” ha sido sustituido por un casi trasatlántico) no se preocupan por los niños ni por los ancianos ni por los equipajes. Por nada.
Ahora, no sabiendo el porqué, la gente entra en el interior de la nave para no ver, para no admirar la grandiosidad de la naturaleza, para no pensar, para no soñar. ¡Para nada!.
Ahora, en el presente, los olores son insoportables e indefinidos. El tabaco negro, rubio y la marihuana se entremezclan con el sudor fétido, por falta de aseo personal. Los del whisky, la ginebra, el coñac, la cerveza, el vino y el aguardiente dan paso a perdidos principios éticos y morales. El amor campa por sus respetos, sin importar el sexo. Las blasfemias, los chistes groseros, los gestos sodomitas llegan a los niños y a los ancianos, sin que éstos los comprendan. Las barras de los bares se atiborran de clientes desenfrenados en busca de todo y de nada: parecen moscas posadas sobre un terrón de azúcar.
Algo está cambiando o algo ha cambiado.
-- Por favor, un café doble.
-- ¿Con leche o solo?.
-- Solo, sí.- Confirmó Luís.
Mientras Luís bebía el café intentaba recordar si entre los libros, las cuartillas de papel y las latas de conservas traía una barra de pan... aún no siendo éste de su preferencia. La única preferencia en aquellos instantes estaba en una joven que le había impactado, desde la salida de Vigo, la que seguía leyendo un libro, en francés.
“No tiene pinta de francesa”.- Se dijo, sin dejar de observarla.
Luís estaba acusando el esfuerzo de haber subido sus pertrechos por el atajo, que tanto conocía; de haber instalado su tienda de campaña y de organizar sus pertenencias. Su estado de ánimo era bajo y la depresión que sentía era fuerte. Por esas razones decidiera venir a las islas para relajarse y para poner en orden las ideas, cara al futuro.
Había salido de la tienda para fumar ese primer cigarrillo de una larga serie de ellos que fumaría al pie de los acantilados, a media noche y bajo una luna llena que iluminaba los senderos de los mil sueños, de los mil colores, de los mil cantos de las mil olas.
Mientras inhalaba el humo, giraba sobre sus talones e iba comprobando la sorprendente grandeza de aquel paraíso terrenal, en el que él era el invitado de honor y en el que él se erigiera rey de todos los reinos.
Nada ni nadie estaba mas alto, mas dueño de sí, mas entrañablemente unido a las milenarias rocas, que él. Nadie, sin nada, podía oír los cantos gregorianos que brotaban a sus pies; los que, sin cesar, elevaban al océano Atlántico por encima de la razón humana. Nadie, sin nadie, podía oler el frescor de las flores silvestres y sentir sobre la piel la excitante espuma de las olas; que la mar, en su constante generosidad, nos regala... día y noche, día y noche, día y noche... hasta el infinito. Nadie, con o sin la luna, podría ver el faro, el recinto del camping, los temibles acantilados de la muerte, el monolito, el embarcadero y su tienda. ¡Sólo él!. Sólo él era capaz de verlo todo, de adivinarlo todo, de comprenderlo todo. Luís era, y es... ¿cómo decirlo?... diferente, incorruptible e intransigente, al resto de los mortales.
Su radio portátil, amigo fiel e incansable, le acompañaba siempre: como la muerte, a la vida.
Comprobada la perfección de lo imperfecto (en el supuesto de que nuestros cuerpos, femeninos o masculinos, lo fueren), recordó que al bajar del barco aquella joven portaba un libro que había estado leyendo durante la travesía. Y si su memoria no le fallaba, en la portada leyera Guitry. Recordó, a medida que iba avanzando hacia la salida y hacia ella, que portaba un vestido camisero, de falda muy corta, pero de alta costura.
“¿No es demasiado vestido para venir a la playa?”.- Se preguntara.
Nadie tenía la respuesta. Quizás, para ella, era natural portar un modelo de boutique. De lo que Luís estaba seguro era de que su aparente personalidad lo requería.
Con la disculpa de encender un cigarrillo, Luís se detuvo y observó su maquillaje: muy discreto, por cierto. La casi ausencia de él, sus facciones latinas daban mas vida a sus ojos y a su boca. Su melena, acariciada por la pequeña brisa que entraba por el ventanal, semejaba los inconfundibles trigales de Castilla, antes de la siega. Y no los semejaban por su color, no... pero hizo una asociación de ideas, sin saber la razón.
Al intentar meter el encendedor en el bolsillo, éste se le cayó.
“¡Oh, Dios!”.- Exclamó, para sí.
Aquellos muslos anunciaban a los cuatro vientos su juventud y su belleza física. Pero lo que verdaderamente era su sello y su carné de identidad, eran sus manos, impecablemente cuidadas: largos y estilizados dedos sujetaban la obra de Sacha.
Salió del local, no sin antes recrearse en aquellos muslos semidesnudos, y caminó por la isla, durante una hora, antes de entrar en la tienda de campaña. Se desnudó totalmente (dormía siempre así, desde que tenía uso de razón) y apagó el aparato de radio.
Antes de que el sueño se apoderase de su voluntad, y después de rezar sus oraciones, Luís se preguntaba si la decisión que había tomado era la correcta; o por el contrario, se sentiría mucho mas solo. Necesitaba cuanto antes ordenar su pasado y admitir su presente. Y eso no era nada fácil. Por esa razón, y no por otra, había instalado la tienda de campaña fuera de los límites del camping: deseaba aislarse de todo, y de todos. Quería, necesitaba estar solo. Y esto lo lograría, ya que sobre aquel pequeño montículo no había espacio para nadie más. Era como sentirse en una isla, dentro del corazón de aquella isla.
Encendió la lámpara y pudo ver la hora: dos de la madrugada del día siguiente.
¡Cómo pasaba el tiempo!.




















II.




Alrededor de las once de la mañana se dirigió de nuevo al bar del camping para tomar el segundo café. En él estaba un grupo de jóvenes desmelenados, sin el más mínimo atisbo de aseo personal, bebiendo unas cervezas. Entre trago y trago, hablaban a gritos, como si deseasen que todos los allí presentes supieran de sus orgías nocturnas, ya que confesaron las cantidades de vino, cerveza y ginebra que habían ingerido, antes de haberse acostado. Y por si fuera poco, para que nada quedase en el anonimato, el número de polvos que echaron, y con quienes.
“¡Que banda de gilipollas!”.- Pensó, Luís.
Aquellos jóvenes eran aparentemente, sólo aparentemente, unos libertinos que habían elegido aquellas islas para concursar en el juego del alcohol y el amor libre, en el juego de la inestabilidad emocional, en el juego de las victorias absurdas, y en el juego de los juegos peligrosos y desconcertantes. Habían venido a jugar a la ruleta rusa, dónde nadie gana, y todos pierden.
Luís siguió recorriendo, con su mirada, al resto de la clientela. Y al cabo de unos segundos, ¡oh, sorpresa!, al lado de la puerta de entrada y ante uno de los ventanales, descubrió a su compañera de trayecto, que seguía leyendo el mismo libro: “Les femmes et l’amour”, de Sacha Guitry.
Durante otros segundos permaneció estático, esperando poder verse reflejado en aquellos ojos color esmeralda. No lo consiguió: ella seguía absorta en la lectura.
¿Qué buscaba realmente, Luís?. ¿Aquellos muslos?. ¿Aquella juventud?. ¿Aquella cintura?. ¿Aquellos hombros?. ¿Aquellas manos?. ¿Aquellos cabellos?. ¿Aquellos labios?... No lo sabía. ¿Buscaba, acaso, una mujer, una compañera o una simple interlocutora?... Tampoco lo sabía.
“C’est dans la joie de l’amour que l’homme trouve la perfection de son être”.- Acababa de recordar el inicio de aquella novela, que leyera unos años atrás. Y al hacerlo, se sorprendió.
¿Por qué pensó, al hacer la traducción, en la felicidad del amor?. ¿Acaso no conoció sus consecuencias?. ¿Acaso no sabía por experiencia propia lo peligroso que sería otra nueva cicatriz?. ¿Acaso no veía su espectro en el espejo, cada día?. ¿Había olvidado ya las náuseas que le produjera tanto almíbar?. ¿Estaría borracho?... ¡Imposible!. Luís no tenía la costumbre de beber, sin comer: el alcohol no se encontraba en la lista de sus preferencias. ¿Entonces, qué le sucedía?. ¿Por qué miraba tanto y con tanta insistencia a la joven desconocida?. ¿Qué tenía ella de especial?.
Luís acababa de dejar aquellos ojos para adentrarse por los trigales de Castilla. Aquellos cabellos (mitad, en orden; mitad, en desorden) abrían paso a millares de recovecos, a senderos sin final, dónde sus ansias de suicidio no podrían hallar mejor morada, mejor ataúd, mejor descanso, mejor morir... para su cuerpo.
Luís buscó inútilmente sus manos. Unas manos que eran portadoras de otra fantasía mas de Guitry. Una fantasía repleta de miles y miles de sueños, de renuncias, de realidades pasadas, y transplantadas a un fajo de papeles, en orden... para entretener, a unos; para molestar, a otros; y hacer pensar, a los menos.
Al no lograr ver sus manos, y satisfacer su curiosidad, Luís descendió por rutas conocidas para embriagarse ¡de verdad! con las formas marcadas por un diminuto pantalón blanco que portaba: era un pantalón ceñido, sumamente ceñido, el que provocó en él la ansiedad de la posesión. Y por si no tuviera bastante carga emocional su instinto, la blusa blanca de la joven dejaba constancia de una libertad poco común y comodidad para sus senos. Para Luís una mujer sin sostén es algo así como un bosque fuera del cuadro: hermoso, natural y excitante.
Sintiéndose un tanto incómodo, por la naciente excitación, pagó su café. Deseaba estar solo. Quería marcharse de aquel lugar, pero una fuerza interior lo retenía. No podía soportar la idea de que aquella jovencita lo arrastrase al mundo de los recuerdos, que no deseaba recordar. Tampoco quería verse obligado a establecer comparaciones, siempre injustas y siempre odiosas. Luís no deseaba seguir bebiendo mas y más belleza física, a través de sus incontroladas miradas. Quería regresar a la tienda de campaña y a su isla, como él la llamaba. Quería dejar de oír los gritos de aquel grupo de jóvenes libertinos, y los de sus pensamientos. Quería reencontrarse con sus libros, con sus cuartillas, consigo mismo, pero...
Sin poder evitarlo, y cuando se encontró a la altura de ella, se detuvo. Y al hacerlo, creyó que las piernas le fallaban. ¡Que sensación más extraña!. Jamás la había sentido, antes.
-- ¡Buenos días, señorita!.
Con corrección y curiosidad, aquellos ojos abandonaron la página, momentáneamente.
-- ¡Hola!.- Le respondió.
-- Me llamo Luís.- Y extendió la mano.
-- Encantada.- Le respondió, aceptándosela.
-- Hasta luego... y perdóname.
-- No te preocupes.
Luís pasó buena parte del día sacando fotos y buscando nuevos y nuevos rincones. Paseó lo indecible: de norte a sur y de este a oeste. Cansado de tanta caminata, se sentó a fumar un cigarrillo. Y mientras lo fumaba, recordó que en el restaurante se habían vuelto a encontrar, saludándose manos en alto. También había hecho su siesta, no sin antes escuchar música variada, gracias a la radio. A las cinco de la tarde había bajado a la playa, dónde pudo terminar de leer un libro: “La familia de Pascual Duarte”, de Camilo José Cela.
“La solté y salí huyendo. Choqué con mi mujer a la salida; se le apagó el candil. Cogí el campo y corrí, corrí sin descanso, durante horas enteras. El campo estaba fresco y una sensación como de alivio me corrió las venas.
Podía respirar...”.
Cerró el libro y corrió hasta la mar: soportar aquel sol, sobre la toalla, se le hizo insoportable. También recordó que en aquellas islas el sol caía de plano. Y como la brisa era constante, los novatos pagaban muy caras las largas estancias en las playas: ciertos turistas habían llegado a sufrir quemaduras de segundo grado, en alguna ocasión.
“A estas islas hay que venir acompañado por algún experto; pues el sol, por un lado, y los acantilados, por el otro, hacen de ellas una bomba... en las manos de un niño”.- Pensara, en alta voz, como si tuviera la sensación de que alguien le escuchaba.
Después de cuatro o cinco chapuzones, llegó a la tienda y se puso a escribir: el escribir, para él, primaba sobre la comida. Consultó el reloj y comprendió que no era el momento de molestar a nadie. Así que, una vez releídos unos poemas, apagó la lámpara de gas. Minutos mas tarde estaba profundamente dormido.
Allí, bajo la lona, dormían su fatiga, su decepción de la vida, sus ansias de no despertar jamás, su odio, su amor por las personas amadas, su desesperación, su cobardía y su conciencia. Allí, en aquellas islas, dormían las gaviotas, las arañas gigantes, las grandes lagartijas, las liebres, los conejos del señor Francisco, el fiel perro del restaurante y el futuro. Allí dormían ¡porque sí! los muertos de ayer, las fallidas promesas, las renuncias pactadas, la miseria eterna y la fe de los creyentes. Allí dormían los sueños del dormir, las leyes del Derecho, la intransigencia de los poderosos, la infidelidad de los débiles, los intereses creados, la miopía de los fanáticos, la impotencia de los subordinados, la corrupción de las masas, la sexualidad (en sus dos vertientes) y la traición. Allí se desnudaba la verdad y se vestía la mentira. Allí se besaban el cielo, el agua y la tierra. Allí eyaculaba la mar, sobre la arena, su espuma blanca. Allí la noche se preñaba de estrellas plateadas. Porque allí estaba, precisamente, el origen de la vida y de la muerte, de lo real y lo divino, de la fantasía y el poema, del oasis y el desierto.





































III.




Al romper el día, Luís se levantó y se dirigió a la fuente. Una vez afeitado y aseado se dirigió hasta el bar del camping para beber un gran vaso de leche fría y el correspondiente café doble.
Estaba cerrado: los horarios no regían en las islas.
Deambuló y descendió hasta su pequeña playa con la siempre grata compañía de la radio. El sol comenzaba a elevarse en el horizonte para desearles a todos una feliz jornada en el reino dónde él se había erigido rey, dónde sólo los irracionales recibían tal saludo, ya que los racionales todavía seguían entregados en los brazos de Morfeo... para desgracia de ellos.
“¡Que desperdicio!”.- Pensó.
Al ser muy temprano todavía, Luís sacó el bañador (aquel lugar era desconocido para muchos) y se expuso a los primeros rayos solares, a la vez que iniciaba la lectura de un libro de André Malraux. Y aunque Malraux no era uno de sus autores favoritos, le gustaba comprobar, aunque lo hiciese con bastante recelo, la serie de evoluciones absurdas a las que un hombre es capaz de llegar, para bienvivir de él: anticomunista, antirrepublicano, pro-chino, antifascista... ¡nada!. ¡Nada de nada!. Aquel autor (ya lo hiciera a través de otras obras que había leído de él) lo obligaba a dejar la lectura. Interrumpida ésta, admiró y disfrutó de la belleza del paisaje, durante una hora.
Ignorando la razón, añoró a su esposa, sintiéndose feliz en su soledad. Recordó los baños que se dieran en aquella playa: precisamente, en aquella playa que está situada en la parte opuesta al cementerio. Recordó los besos, las risas, las caricias, las luchas con y en el agua, la práctica del naturismo... y los goces, entre baño y baño. Allí, precisamente allí, desearon vivir, vivir y vivir eternamente. Allí dieron rienda suelta a su hijo, a sus primeros balbuceos, a sus primeras travesuras. Allí, precisamente allí, el mutuo amor y las mutuas ilusiones tomaron cuerpo, al contacto de los suyos: mojados y desnudos. Y precisamente allí dejó caer el libro de Malraux sobre la arena: a la que el sol le estaba robando la frescura de la noche. Allí prefirió frenar el tren de los recuerdos, relajándose. Cerró los ojos y...
Es posible que su sueño tuviera la edad de una hora. O así le pareció. Al despertar, su cuerpo estaba cubierto de sudor; por lo cual, y sin pensarlo dos veces, decidió sumergirse en las azules aguas.
Saliendo del agua se detuvo.
“¡Oh, Dios!”.- Exclamó, para sí.
Al borde de los límites de la seca arena, cara a la diminuta isla sin vida, estaba ella. Ella era, en aquellos instantes, su única compañera. La misma compañera de travesía. La misma compañera que saludara en el bar del camping, en dos ocasiones. La misma compañera, en la soledad de la playa y en la soledad de la vida. Allí estaba (¡increíble, pero cierto!) la verdad suprema de un presente, durmiendo, soñando o simplemente borrando el original color de su piel: el que otro bikini no permitió.
“¿Qué hacer?”.- Se preguntó inseguro, por la sorpresa.
Aparentemente, ya que no tenía otra referencia, ella ignoraba su presencia, puesto que su bikini se hallaba a dos o tres metros, mas atrás. Luís, como en la adolescencia, no supo que hacer, no sabía que hacer. Oía (mas que, escuchaba) la melodía que le regalaba el transistor y deseaba con todas sus fuerzas que la nueva tecnología sufriera una avería: ¡que se estropease!. Pero no fue así. La melodía “té para dos” se mezclaba con el batir de las olas.
Todavía estático y mostrando su total desnudez, calculaba la distancia que lo separaba del bañador, ya que lo había dejado sobre una pequeña roca.
“¡Me cago en la leche, se acabó mi privacidad!”.- Refunfuñó.
De lo que no tenía duda era que cuando ella llegó a la playa, su aparato de radio le informó de que no estaría sola. Y una vez advertida, no tuvo inconveniente en desnudar su cuerpo. ¿Por qué, entonces, tenía que sentirse incómodo?.
“¡Si seré gilipollas!”.- Se dijo.
Registrada tal expresión en su cerebro, Luís clavó los ojos en el desnudo de su compañera de playa, y sintió que su pasión se desbordaba, segundo a segundo, y que su anatomía mostraba su excitación.
De repente, sus pensamientos giraron alrededor de su hogar perdido: en sus hijos, en aquel infierno dantesco, en las múltiples incomprensiones (por ambas partes), en su otro hijo muerto, en las noches de llanto silencioso, y en las entregas de amor realizadas, en su mayor parte, bajo los efectos de la monotonía. También recordó las traiciones de aquellos que consideraba sus amigos; en la envidia de los que más tienen, sin tener; en la felicidad del amor compartido y luego rechazado, porque sí; en la fidelidad del perro y en su cálida compañía; en la pobreza de los acaudalados; en la tristeza de los avaros, ante la soledad. Pensó en todos ellos.
Miraba, una y otra vez, aquel cuerpo relajado sobre la negra toalla y su apéndice se desbocaba. No era capaz de evitar que sus ojos tragasen tanta y tanta hermosura, porque en él estaba surgiendo la incontrolable borrachera de la posesión, del deleite, de lo más bello y de lo más fácil: ¡penetrarla!.
Aquella criatura era la propia Venus, encarnada. Aquellas formas eran demasiado perfectas, para que fueran ciertas.
“¡Esto es demasiado!”.- Pensó.
Tan desequilibrado se sintió, que por un instante le vino al pensamiento la idea de saltar sobre ella, poseerla y darle muerte: sería muy difícil dar con el cadáver. Sí, muy difícil, ya que las corrientes de agua eran cambiantes, en aquel recodo. Afortunadamente, aquel mal pensamiento duró lo que tarda la fantasía en recorrer la distancia que lo separaba del sol. Sin embargo, y empujado por su vanidad masculina, Luís comenzó a recortar la distancia que los separaba, en dirección a la pequeña roca. Al llegar a su altura, pudo comprobar que ella dormía plácidamente. Y al estar seguro de ello, volvieron a aflorar los instintos: su erección era total y en sus testículos sintió el peso del deseo.
Replanteada aquella absurda situación, regresó a la mar para sentir los efectos del mejor de los sedantes: su propia conciencia. Mientras nadaba hacia las diminutas islas Viños, situadas a escasos metros de distancia, pensó en el cómo y de que manera entablaría una primera conversación con aquella criatura que tanto, tanto, le atraía. Y también si debería presentarse tal cual estaba; o, por el contrario, ponerse el bañador.
A su esposa no le hubiese gustado conocerle desnudo, puesto que lo hallaría antiestético y fuera de tono. A su esposa, imaginándola en tal situación y en el supuesto de que despertase, tal escena le hubiese causado una especie de repulsión momentánea; y, en el mejor de los casos, fingiría no haberle visto, siempre y cuando él cubriese su desnudez y desapareciese de la escena.
Luís, sin saber el porqué, había llegado a una conclusión, mientras salía por segunda vez del agua: las diferencias que puede haber entre una mujer y mil son las del color de la tez, de los ojos, de sus cabellos o en el mayor o menor volumen de los senos. En cuanto a las debilidades, siempre según su perspectiva, suelen ser idénticas: coquetería, altivez, sentido del adulterio, instinto, honor, fingimiento y mentira. De ahí que, y después de analizar el presente, prefirió seguir las reglas que le hubiesen gustado a su esposa: recato y respeto.
La dura experiencia, la penosa experiencia y su casi repulsión hacia lo ya conocido saltaron por los aires cuando, y como si el Destino quisiera jugarle una mala pasada, aquellos ojos color esmeralda se abrieron de par en par: instintivamente, su mano derecha buscó sin demora la forma de cubrir su apéndice.
-- Perdóname, creí que...
Al oírlo y verlo tan próximo, se sentó y cubrió los senos, mientras que los ojos verde esmeralda se dilataron como las bombas de chicle, en la boca de un niño.
Autodominándose, Luís optó por no detenerse. Llegó hasta la pequeña roca, se puso el bañador y dio la media vuelta.
Ella había desaparecido, pero el pantalón y la blusa continuaban allí.
Buscó en la mar, y pudo verla nadando con gran soltura y velocidad.
Encendió un cigarrillo y esperó... por la sinrazón de esperar.





























IV.




-- Para mí, un vermú con wozka, por favor... ¿Y tú?.
-- Son las once de la mañana y todavía no he desayunado.
-- Entonces, rectifico... Tráiganos dos cafés con leche dobles, galletas y mermelada.
-- No tenemos mermelada.- Confesó la señora del bar.
-- Está bien. Sin mermelada, entonces.
-- Es increíble.
-- ¿Qué?.
-- Que no nos... Quiero decir, que no haya mermelada.
Una hora mas tarde, llegamos a un acuerdo: pasear por la isla, hasta la hora de comer.
-- Me parece una idea estupenda, Luís.
La mayor parte del trayecto hasta el faro lo hicimos en silencio, pero sin dejar de intercambiarnos decenas y de cenas de miradas.
¡Estábamos estudiándonos!.
Al llegar a la cima, a la atalaya de la isla, y ante aquella indescriptible belleza, nuestras mentes, por separado, empezaron a galopar sobre las alas de la fantasía: estábamos a las puertas del Paraíso. Estábamos sobre una de las tres altas cumbres de las islas de los dioses. Estábamos mas cerca del Cielo que nunca. Estábamos mas cerca de la perfección y más cerca de la muerte. Y allí, precisamente allí, estábamos rasgando el velo de la razón de la sinrazón. Estábamos, sin saberlo, subidos a la noria del vértigo continuo. Estábamos, ante tanta y tanta amalgama de colores, transformándonos de tal manera, que ni nosotros mismos (siempre, por separado) éramos capaces de frenar nuestros sentimientos más antiguos, más nobles, y más enriquecedores.
-- Cuanto más conozco estas islas, mas me gustan, mas me enloquecen, mas me fascinan. No te puedes imaginar lo que daría por conocer esa otra.
-- La única posibilidad de conocerla es que algún velero o una simple fuera borda, que atracase en ésta, te acercase hasta ella.
-- ¿Cuál será la sensación que se sentirá al atravesar esa espesa capa de salitre, que las separa?.
-- La que dicte tu propia fantasía o tu propia imaginación, señorita.
-- Dudo que en otro lugar de la Tierra haya algo que supere esto.
-- A mí, personalmente, y hacía unos seis años que no venía hasta aquí, me da la impresión que jamás había estado. Siempre hay algo nuevo, algo que se nos fue, algo que se escapó a nuestra propia sensibilidad.
Se hizo el silencio durante unos segundos.
-- ¿Has venido solo?.
-- Si... No creo conocer nada más salvaje, más embriagador, más excitante que esto. Por consiguiente, este hermosísimo rincón del mundo es lo ideal para un perfecto descanso del cuerpo y del alma.
-- ¿Cuantos días pasarás?.
-- Si el tiempo sigue así, quizá unos diez o quince días... ¿Y tu?.
-- No lo sé, todavía... Calculo unos cuatro o cinco días, ya que dependo de las personas que alquilaron mi habitación, desde hace un par de meses.
-- No entiendo.
-- Y menos mal que he podido convencer al dueño, pues tiene miedo de que aparezcan los inquilinos, de un momento a otro. Así que, como te estaba diciendo, estoy a merced de quienes han hecho la reservación anticipada.
-- ¿Qué te parece si ahora vamos por ese otro sendero?.
-- No es mala idea. Menos mal que se me ha ocurrido traer estos pantalones, porque...
-- Tengamos mucho cuidado. Por esta zona existe bastante peligro.
-- Pues, no lo parece.
-- Los salientes de las rocas están carcomidos por las constantes erosiones, y pueden romperse, a nuestro paso.
-- ¿Tu crees?.
-- Eso sucedió hace un par de meses.
-- ¿Qué fue lo que sucedió?.
-- Pues, verás... Una pareja, como ahora nosotros, pisó uno de estos salientes y se despeñaron, al no soportar el peso de ambos.
-- Entonces, olvídate del paseo.
-- Tampoco es para tanto. Siempre y cuando se conozca el lugar, no pasa nada. Y yo presumo de conocerlo bien.
-- Tengo miedo.
-- No tienes por qué.
Veinte o treinta metros mas adelante empezamos a descender hacia las calas más peligrosas, situadas en la parte oeste. Debido al respetable desnivel y ante el miedo que manifestara ella, cogí su mano izquierda... en cuyo anular portaba un aro de plata negra, sobre el que estaba soldada una gran “C”, en oro.
-- ¿La inicial de tu nombre?.
-- Sí.
-- ¿Carmen?.
-- No.
-- ¿Claudia?.
-- No.
-- ¿Consuelo?.
-- ¿No tendrás la intención de preguntarme todo el Santoral, cuyos nombres comiencen por esta letra?.
-- ¿Por qué no?. De momento, no tengo otra cosa que hacer.
-- Llámame como te plazca. El nombre es lo de menos, creo yo.
-- Bien... Entonces... te llamaré... ¡Soledad!.
El nombre de Soledad lo dije en alta voz, casi chillando.
-- ¿Por qué Soledad?.
-- Porque nos gusta la soledad.
-- Tu qué sabes.
-- Te recuerdo que hemos venido solos. Y en la soledad nos hemos conocido. Aunque debo reconocer que no fue de manera muy elegante, que digamos.
Ambos reímos, ya que la escena de la playa afloró en nuestras mentes.
-- ¿Casada?.
-- También empieza por la letra “C”, sí señor.
-- ¿Novio?.
-- Pues... sí.
-- ¿Enfadados?.
-- No, exactamente.
-- ¿Mucho tiempo de noviazgo?.
-- En septiembre, cuatro años.
-- ¿Decepcionada?.
-- ¿Por qué iba a estarlo?... No lo sé.
-- O sea que has venido, como todos o casi todos, a ordenar los sentimientos y las ideas. ¿O debería decir, las ideas y los sentimientos?.
-- Quizá... Mas o menos... No lo sé.
-- ¡Claro que sí!.
-- ¿A qué viene esa exclamación?.
-- Pues... Estaba pensando que la vida es curiosa... ya que en la oscuridad de la soledad nos encontramos siempre los mismos... Los mismos mendigos, los mismos titubeantes, los mismos payasos, los mismos espectadores, los mismos herejes... y la misma mierda.
-- Vaya, vaya, contigo.
-- Perdóname la grosería, por favor.
-- No la califiqué como tal... Descuida, no ha pasado nada.
-- Gracias.
-- Sin embargo hablas con una gran carga de resentimiento... ¿Estoy equivocada?.
Nos detuvimos a los pies de uno de los contrafuegos, para ver los vestigios de unas viejas casuchas inhabitables, desde tiempo atrás.
-- Creo que no podremos avanzar mas, Luís. Además, estoy empezando a sentir miedo, de nuevo.
-- El miedo también es excitante.
-- No lo encuentro nada excitante, sino todo lo contrario. Y mucho más, al sentirlo tan de cerca, como ahora.
-- Si no estás muy cansada, subamos al centro de la isla por este otro contrafuegos. El problema de subir por ellos es que les han hecho unos escalones altísimos.
-- Tengo la ligera impresión de que conoces estas islas mejor que yo.
-- Creo haberte dicho antes, que solía venir con bastante frecuencia a dialogar con los dioses de estos reinos.
-- Vaya, no me digas.
Dicho y hecho. Invertimos casi una hora en culminar la otra cima, ya que hicimos bastantes paradas para contemplar lo jamás soñado, en silencio. Y una vez arriba, volvimos a sentarnos para...
-- Fíjate dónde está el camping... y el faro... y nuestra playa. Bueno, quiero decir... la playa dónde nos hemos bañado.
-- Sí, yo también la llamo mi playa. O mejor dicho, la playa de Nuestra Señora, que ese es su verdadero nombre.
¡La playa de Nuestra Señora!. ¡Tiempos aquellos!... Cuantas veces había gozado con mi esposa en aquella playa. Cuantas veces nos habíamos confesado lo mucho que nos queríamos. ¡Que felices habíamos sido entre aquellos árboles, al lado de la fuente, en aquel refugio y detrás de las peñas!. Aquella era nuestra isla y nuestra pasión: la isla del amor, como la llamábamos. Era la isla de los más bellos sueños... que dejaron de existir. Había sido el nido de nuestros besos apasionados, de nuestras caricias enloquecedoras, de nuestros pequeños pecados, de nuestros íntimos diálogos, de nuestros orgasmos, de nuestra espera... hasta la noche de bodas. Y después de casados, fue el dormitorio de nuestras ansias, el confesionario de nuestras apetencias y el prostíbulo de nuestras inexperiencias. Había sido nuestro reino animal y divino. Y al mismo tiempo, el templo de las oraciones silenciosas (por parte de ella) y el cementerio dónde yo enterraba mi virilidad incontrolada.
En resumen. Aquella playa poseía el embrujo del amor, de la belleza, del todo y de la nada. Aquella playa tuvo que haber sido, miles de años antes, la mas preferida diosa de los dioses, la mas pretendida ninfa, la más puritana de las vírgenes. Y hoy, muchos siglos después, aquella beldad no era otra cosa que una simple ninfómana en busca del calor de los besos, del desnudo de las caricias y la humedad de los orgasmos. Aquella insaciable ninfómana necesitaba, cada vez mas, que la amásemos, que la estrujásemos con nuestros cuerpos y que la humedeciésemos con nuestro sudor. Necesitaba oír nuestras frases inconfesables, nuestros suspiros y nuestros ayes. Necesitaba oler el flujo y el esperma, el aliento de nuestras bocas y el...
-- Te decía, Luís, que es mi playa favorita.
-- Te creo... No es sólo la tuya, sino la de todos aquellos que amamos la naturaleza, la sinceridad... De ahí, que desnudemos ante ella los sueños, la música, la poesía, la escultura, el silencio y... ¡el amor!.
-- ¡Que extraño!.
-- ¿Qué es lo que encuentras extraño, Soledad?.
-- Pues... no sé. Quisiera explicártelo, pero... no sé.
-- ¿Qué es lo que no sabes?.
-- Acabo de confesarlo, no lo sé. No sabría explicarme.
-- ¿Por qué no lo intentas?.
-- Vamos a ver... Por ejemplo... el que un hombre de tu edad diga lo que tu dices.
-- ¿Cómo hablan, entonces, los hombres de mi edad?.
-- No lo sé, no lo sé... Ahora mismo me resulta imposible responderte. Pero, puedo asegurarte... que... que así no lo hacen.
Por mi cuerpo sentí una especie de latigazo o una especie de descarga eléctrica. Tampoco lo sé. Lo que sí recuerdo es que encendí un cigarrillo.
-- Vamos a ver, Soledad... Mis cuarenta años me enseñaron a dialogar... según con quien... y según las circunstancias.
-- No te comprendo.
-- Te lo pondré más sencillo... ¿Cómo crees tu que debe comportarse un hombre de mi edad ante una señorita que lee a Sacha Guitry?.
-- ¿Cómo lo sabes?... ¡Ah!... Fue ayer, en el bar.
-- Se acaba usted de ganar un solo punto, señorita; ya que también la he visto durante la travesía... Y ahora, en serio... Me complace mucho que seas observadora, porque ello significa que...
-- ¿Nos vamos?.
-- Como tu quieras.
Me cercioré de haber apagado bien el cigarrillo, primero; y enterrarlo, después. Me cercioré de haber escogido el camino correcto, para acortar distancias. Me cercioré de...
-- Da un pequeño salto hasta esa roca... ¡Vamos!... Así, muy bien... A partir de aquí, ya podremos charlar, sin interrupciones.
-- ¿En qué dirección vamos, ahora?.
-- Esta es la mejor, créeme. Saldremos al embarcadero.
-- ¿Pasaremos, entonces, por la playa?.
-- Por la parte de arriba, para no enterrarnos en la arena.
-- Creo que voy a resbalar.
-- Dame tu mano, por favor... Así te resultará más llevadero el descenso.
-- Gracias, Luís.
No lo dudó. Su mano llegó hasta la mía sin prejuicios y con la mayor naturalidad. Y así caminamos, en silencio, durante un buen tramo.
Al sentir el contacto de aquella piel, de aquella mano con sus correspondientes cinco dedos, recordé las de mi esposa... y me estremecí: las de mi esposa son mas largas y estilizadas. Y era lógico que así sean, pues su carrera de piano les daban una mayor ligereza, un tacto diferente, al contacto con la mía. Tampoco he podido evitar el recuerdo de cuando llegaba a mi hogar, a nuestro hogar, y sentándome muy cerca de ella con una copa de vino en la mano, interpretaba para mí las composiciones de su preferencia. Asimismo recordé que fue una verdadera pena que no siguiese practicando, después de nuestro matrimonio, pues tenía una buena técnica interpretativa, un gran sentido de los tiempos y de la melodía, y una enorme capacidad de compenetración con el autor. ¡Que lástima!. Pero no pudo ser de otra manera, ya que a los once meses de matrimonio llegó nuestro primer hijo; y con él, el tiempo se empequeñeció, se minimizó... y las horas de estudio tuvo que posponerlas.
¡Que felices habíamos sido en aquella etapa de la vida!.
A veces, infinidad de veces, nos parece imposible que amores tan puros, tan juveniles, puedan morir, con el transcurso de los años. Quizá el error estuvo ahí: exceso de amor y escasa capacidad de asimilación o exceso de amor y escasa experiencia de la vida. Sin embargo, en este instante de mi vida no puedo por menos que recordar cuan feliz y dichoso he sido durante el noviazgo y en los primeros años de matrimonio. Y esa parte de mi vida, que ahora describo, nadie podrá jamás borrármela ni robármela. Como tampoco nadie podrá eliminar de mi cerebro las etapas sublimes y tristes, ya que la vida terrenal es esto y mucho más... o esto y mucho menos. ¿Quién lo sabe?.
Mi dedo pulgar resbalaba, como el aliento por los labios, por las falanges de aquella mano desconocida y entregada a mí, porque sí. Y por mi fantasía (oh, Dios, siempre con mi fantasía) resbalaban mi cansancio y mi ceguera entre las dunas del tiempo, entre el pasado y el futuro, entre la rutinaria vivencia y la naciente amistad, entre aquel enternecedor hogar y una aventura de verano, entre la esposa perdida y la encontrada mujer necesitada... ¡quizá!... de nuevas aventuras.
Mirándola de reojo, me dije que esperaba encontrar algún día una criatura que me acepte, me ame y respete por lo que realmente soy, aunque para ello tenga que seguir jugando y arriesgando mi incierto futuro en esta maldita ruleta de la vida. Y debo hacerlo, porque empiezo a sentirme cansado de dormir en camas que no son la mía, cansado de besar bocas y sexos que nunca llegué a saber si alguna vez fueron míos, cansado de acariciar cuerpos... que otros han acariciado para satisfacerse o satisfacerlas... o para matar el aburrimiento... o para vengar frustraciones anteriores...o simplemente para ocupar el puesto del chulo que toda puta necesita. ¡No lo sé!. Y sin saber la razón, todavía sigo entregándome, en cuerpo y alma, a toda mujer que me impacta, que me hace sentir, aun sabiendo de antemano que me usarán, que me utilizarán y que me tirarán a la calle, cual colilla de borracho: asquerosa y babosa.
Mi dedo pulgar seguía buscando el sendero de una nueva vida, a través de aquella mano sumamente cuidada.
-- ¿Qué harás después de comer, Soledad?.
-- Acostarme.
-- ¿De verdad?.
-- Llevamos mucho tiempo caminando y aun tenemos que llegar hasta el camping.
-- ¡Que pena!.
-- ¿Por qué?.
-- Pues... sinceramente, no lo sé.
-- ¿Y tú qué piensas hacer?.
-- Buscar una buena sombra... leer... y dormir, después.
-- Esa idea no es del todo mala, pero me siento incómoda con estos pantalones. ¡Que horror!. No he podido evitar el sentirme empapada, por el maldito sudor. Y esto es siempre muy desagradable.
-- Estoy de acuerdo. Yo me siento igual. Sin embargo, conozco una fuente, muy cerca de dónde estoy instalado, y allí podremos refrescarnos, si quieres.
-- Prefiero hacerlo en mi habitación.
-- Claro, perdóname. No había pensado en ello.
Volvió a hacerse dueño de nosotros el silencio: esa especie de monólogo con el todo y con la nada; ese vacío de ruido que produce, en nuestro interior, la mas sonora de las sinfonías; esa quietud del presente que vapulea nuestra fantasía y nos sitúa, en fracciones de segundo, en el pasado... o, en igual tiempo, nos traslada a ese futuro siempre incierto y desconcertante.
Personalmente, adoro el silencio... aunque me produce mucho miedo, cuando lo siento de cerca. Es... ¿cómo decirlo?... Es la reencarnación del dios Baco, en el fondo de una copa. Es una de mis múltiples lágrimas resbalando lentamente, muy lentamente, entre los senos de la mujer amada. Es el semen de mi amor lubricando las paredes de la vagina anhelada. Es el hermoso despertar al lado de la mujer que me ha permitido amarla. Es la espera de la espera que se espera, y que raramente llega. Es la muerte palpitante y el parto no habido. Es el alba del nuevo día y el crepúsculo del ayer. En definitiva, el silencio es... el silencio del silencio no concebido.
Al fin, llegamos al camping.

















V.




Yo mismo me extrañé de mi buen apetito: una latita de foie-grasse, una lata mediana de paella, dos peras de agua y un plátano, fueron mi menú.
De regreso de la fuente, después de haber lavado el plato y los cubiertos, me puse el traje de baño más pequeño y comencé a escribir.
Bella la tarde que anuncia
la mañana de mañana,
con miradas de ternura,
con besos de boca sana,
mientras nadie comprende una
tierna...
-- ¿Qué escribes?.
Fue tan grande mi sorpresa, que creo que llegué a sonrojarme.
No sabíamos quienes éramos, ni que hacíamos en aquellas islas, ni que deseábamos, ni que podríamos compartir... y ella acababa de descubrir mi mayor inclinación, mi propio credo y mi más fiel esperanza: ¡escribir!.
Escribir, es todo para mí. Es mi religión, mi intimidad y mi descanso. Y hasta ese instante, jamás le había permitido a nadie entrar en mi mundo. Pero ya nada podía hacer, ante aquella inesperada y sorpresiva presencia. Una presencia que, por el contrario, aumentó mi ego; pues, en el fondo de mi alma, lo estaba deseando desde que la vi en el barco, por primera vez.
Yo escribí siempre (ahora no sé si lo hago) sobre mis sueños: mi esperanza perdida, mi dolor y mis protestas por el vacío, por la monotonía y por la incomprensión propia y ajena.
Aquel descubrimiento suyo podía ser un punto negativo en mi contra, ya que ella no me conocía, en absoluto. Y aunque mis escritos estaban cargados de romanticismo y decepción, al no conocerme, serían mal interpretados; porque cuanto escribí y escribo lo hago sin frases hechas, con toda la crudeza del mundo: desnudando a mis personajes, y a mí mismo.
-- Por favor, sigue. Ardo en deseos de saber cómo va a terminar ese poema.
-- No lo sé... ¡De verdad!.
-- No te creo, Luís.
-- Piensa que cuando se inicia un trabajo literario, cuidamos mucho que nuestros personajes no sean simples marionetas, pues los dañaríamos, los mancharíamos. Y esto nadie lo quiere; porque ellos, los personajes, sabrán reaccionar cuando tengan la seguridad de que los conocemos íntimamente. ¡Jamás, antes!.
-- No entiendo.
-- Mientras esos personajes no hablen por si mismos, jamás habrán vivido. Y mientras no alcancen su propia vida, nuestra obra no habrá servido para nada, no tendrá el menor sentido.
-- Perdóname, otra vez, pero no entiendo nada, Luís.
-- Piensa un poco y comprenderás cuanto acabo de decirte.
-- ¡Ufff!... Me lo pones muy difícil... Me dices que esos personajes, vuestros personajes, hablan... ¿Quieres decirme, por favor, cuando hablan?.
-- Vamos a ver cómo te lo explico... Escucha.
-- Soy toda oídos.
-- Cualquiera de nosotros, los que tenemos la osadía de intentar emular a los escritores, podemos elegir físicamente a nuestros personajes; podemos, asimismo, establecer sus estados civiles; podemos vestirlos elegantemente, en las mejores tiendas del mundo; podemos otorgarles títulos honoríficos, cargos ejecutivos o... convertirlos en simples vagabundos; podemos asignarles un puesto político o religioso; podemos regalarles fechas de nacimiento, a nuestro antojo; podemos colocarlos en escena desnudos o embarrados con el fango de la prostitución, de la droga o de la homosexualidad, etc., etc., etc. Pero de lo que no somos capaces es que ellos, en determinadas situaciones, se nos revelen, nos hagan frente y se levanten en cólera contra nosotros. Porque ellos, querámoslo o no, poco a poco van adquiriendo sus propias personalidades. Y al adquirirlas, no nos permiten que los enfrentemos a determinadas situaciones, contrarias a sus propias formaciones... ¿Me sigues, Soledad?.
-- Lo estoy intentando.
-- Pues es ahí, en ese momento, cuando ellos adquieren vida, cuando ellos piensan por si mismos, cuando sienten, cuando sufren, cuando protestan... desde ese aparente silencio de las páginas... ¡Claro que hablan!.
-- ¡Dios mío, que susto me has dado!.
-- Y te puedo asegurar, por experiencia propia, que lo hacen con mucho pundonor, con mucha fuerza y con mucha seguridad... Es en ese preciso instante cuando nosotros empezamos a conocerlos, porque ya tienen vida, ya son reales. ¡Sí, ya están entre nosotros!.
Al buscar sus ojos, Soledad los tenían tan descubiertos, que llegué a pensar que se le saldrían de las órbitas.
-- Ya termino... Y para que ningún lector se asuste, y por exigencias legales, al finalizar la obra nos vemos obligados a aquello de “todos los personajes y hechos son imaginarios. Cualquier semejanza... etc., etc.”.
-- Si no he entendido mal, todo cuanto se ha escrito fue realidad.
-- No, exactamente. Pero, casi.
-- Me estás volviendo loca, y perdóname.
-- Vamos a ver... Si me lo permites, te hablaré de mí; no, de los otros.
-- Te escucho.
-- Lo que hasta ahora he escrito puedo asegurarte que sí ha sucedido... Pero no conmigo, ni contigo, ni con el de mas allá. ¡Ha sucedido, y punto!... ¿Dónde?... ¡Que puede importar el decorado!. Lo importante es la obra. Y la obra es importante, no por cuanto en ella se dice, sino cómo se dice... El argumento es lo de menos... De esta forma, ni mis personajes, ni tú, ni yo, nos sentiremos incómodos. ¿Y sabes, porqué?. Porque aunque esas verdades, por muy íntimas que ellas fueren, las haya relatado al desnudo, añadiendo en que fechas tuvieron lugar, lo que nunca he descubierto es dónde han tenido lugar, y con quien... No sé si me estás entendiendo.
-- Me parece que sí.
-- Bien... La verdad, esa que tanto asusta a los débiles, es tan bella, tan cruel, tan aplastante, tan sublime, tan destructiva, tan atractiva... que ésta sólo puede ser manejada por nosotros, los inflexibles y decepcionados, para que ella, ¡la verdad!, no sufra una sucia deformación.
Sus ojos se clavaron en los míos, con tal fuerza, que me hicieron perder momentáneamente mi autodominio: me sentí pesado, hundido, distinto.
Abandoné las cuartillas y giré sobre mí mismo para poder ver y estudiar aquel azul del infinito, por dónde el sol se paseaba durante toda la jornada... y comencé a sentirme un tanto incómodo.
-- ¿De verdad te llamas Luís?.
-- Sí.
-- ¿Te gusta escribir?.
-- Hago lo que puedo, y sé.
-- ¿Modesto?.
-- ¡En absoluto!. Creo que rallo la prepotencia, como buen español. Sin embargo, jamás presumo de lo que ignoro.
-- ¿Carácter fuerte?.
-- Sólo cuando me pisan o lo intentan.
-- ¿Signo zodiacal?.
-- Géminis.
-- ¡Peligro, niñas, peligro!.
-- ¿Por qué?.
-- Ya me dirás. Por vuestra doble personalidad.
-- ¿Y quien no la tiene?.
-- Pues... no sé. Quizá, tengas razón... ¿Estás casado?.
-- Oficialmente, sí. Realmente, no.
-- ¿Hijos?.
-- Dos, que son mi orgullo. El otro, ya que fueron tres, desgraciadamente lo perdí.
-- ¿Hace mucho que falleció?.
-- Quince años... pero como si fuera ayer. ¡Fue horrible!. ¡Es horrible!.
Mi compañera de estancia en las islas percibió que estaba estudiándola, sin dejar de mirar al infinito. ¡Era cierto, y no voy a negarlo!. Estuve estudiando sus preguntas y sus reacciones, al tiempo que mis respuestas. Estuve estudiando su personalidad, ya que ha sido siempre mi constante: estudiar la personalidad de los personajes que se cruzaron y cruzan en mi camino. De ahí, y sin tiempo al análisis, que se sintiera obligada a contestar a la pregunta que quedara en el aire, durante nuestro paseo matinal.
-- Quisiera contestarte a lo de esta mañana.
-- No recuerdo la pregunta.
-- La que se refería a que sí estaba decepcionada.
-- ¿Y?.
-- Pues debo decirte que sí, que yo también estoy decepcionada, pero no tanto, como tu.
-- Pero, lo estás. Y esa es otra cruda verdad.
-- Sí, pero... pero, quizá... quizá sea porque... no sé como decírtelo... Como tampoco sé porqué me cuesta tanto trabajo dialogar contigo.
-- Yo no me como a nadie.
-- ¿Te das cuenta?... Eso es precisamente lo que me hace dudar: ¡tu seguridad!.
Mecánicamente saqué un cigarrillo de la cajetilla, y lo encendí... para darle tiempo al tiempo.
-- En este corto espacio, desde que te conozco, debo confesarte que me atrae tu físico; y, también, tu personalidad. Quizá me atraiga, de momento, tu forma de ser... mas que todas esas cosas materiales que suelen gustarnos a los hombres: ojos, boca, cuello, senos, piernas...
-- No sigas, por favor.
-- De acuerdo... ¿Pero, qué diablos tienen que ver tus titubeos, con tu decepción?.
Sus ojos se clavaron en los míos, y de nuevo se hizo un corto silencio.
-- Mi decepción, amigo Luís, la motiva... ¡tal vez!... la monotonía. Y digo tal vez, porque no estoy muy segura de ello.
-- ¿Pudiera ser un defecto de estructuración?.
-- No lo sé, exactamente. Quizá, sí, sea eso.
-- Recuerda... O mejor dicho, te recuerdo que nuestra generación, y cuando digo nuestra, me refiero a la mía, hemos sido y somos el bocadillo de las anteriores y de la vuestra, también. Para nosotros, por culpa de no sé quien, ha habido una falta de estructuración, en todo... hasta en la propia universidad.
-- Ahora es igual, créeme.
-- No lo sé.
-- Te lo puedo asegurar, que así es.
-- Puede ser... Probablemente sea cierto, sí... Pero quiero añadir algo más. Mas tarde, y cuando todavía no nos habíamos repuesto, sufrimos la falta de estructuración laboral. O sea, ¡un desastre!. Eso, por un lado. Y por el otro, nuestra formación religiosa, impuesta a sangre y fuego, padeció el mismo cáncer. Y por si fuera poco, estaban los fantasmas de nuestros padres... ¿Quienes eran nuestros padres?. Unos auténticos espectros vencidos y envueltos en cortinones ancestrales que cubrían sus mentes. Unas mentes carcomidas por la inmoralidad o por la guerra civil y sus posteriores consecuencias; ya que este punto lo soportaba todo: la bendita o maldita guerra civil. ¿Y sabes por qué?. Porque todo lo bueno, lo moral y lo justo lo teníamos, antes de la guerra. Mientras que la inmoralidad, la corrupción, el hambre y sus circunstancias, llegaron después de la guerra... Eso nos dicen los llamados republicanos. Pero si escuchamos a los falangistas, nos dicen lo contrario. Conclusión... Lo malo de todo esto es que pasados ya treinta y seis años, tendrán que inventar otra cosa para que podamos creer en algo.
-- Te puedo asegurar que, para mi edad, me considero una persona mas o menos formada. Y cuanto has expuesto, también he llegado a pensarlo.
-- No quisiera dudarlo, aunque lo esté dudando.
-- ¡Lo ves!. He ahí adónde quería llegar. No concretas tus posturas o tus posiciones.
-- Querida señorita, no olvides jamás que aunque soy español, pero que muy español, también soy gallego. Y los gallegos tenemos que estar siempre a la expectativa, porque estamos cansados de que nos hayan jodido, por los cuatro costados.
-- No estoy de acuerdo.
-- ¿Cómo que no?... De nosotros, los gallegos, han hecho los chistes más desagradables, se mofaron de nosotros cuanto han querido y de manera vulgar; y aun hoy, aunque algunos intenten disimularlo, los gallegos somos los cerdos de España, por nuestra falta de higiene; y los ignorantes, por falta de modos y de medios... En resumen, que para el resto de los españoles somos una especie de hijos de puta baratos, a la hora de comprarnos; pero muy caros, una vez comprados.
-- Un momento, no estoy de acuerdo contigo. Y verás, por qué... Familiares míos que residen fuera de España me dijeron que esa es una apreciación muy particular del gallego emigrante, en los países dónde llegó. Lo cual tiene su explicación porque esa ha sido la inmensa mayoría que llena las Hermandades Gallegas. Pero, de ninguna manera es una visión dentro de España.
-- Es que me duelen los cojones, y perdóname esta vulgaridad, de que la gran mayoría nos siga tildando de porteros, taxistas o serenos. Y a vosotras, de melosas fregonas o de vacas de ordeño.
-- A mí, y te doy mi palabra de honor, nadie me trató de vaca de ordeño ni de fregona.
-- Y a mí, tampoco me llamaron sereno, créeme. Cómo tampoco le permití a nadie aquello de “cuando un gallego te encuentras en las escaleras, nunca sabrás si está subiendo o está bajando”. Eso solamente lo dicen los hijos de puta, que no nos conocen... ¡Ah!. ¿Sabes que se os reconoce, a vosotras?.
-- Tu dirás.
-- Que sois unas estupendas administradoras, pues hacéis llegar el mísero sueldo hasta fin de mes, como nadie. Pareciera, que también sois capaces de multiplicar los panes y los peces.
-- Hombre, ya es algo. ¿No crees?.
-- Sin embargo, y es mi opinión personal, yo difiero en varias cosas. Primero, las gallegas tenéis fama de melosas, y no sé por qué. Porque las que llevo conocido, y no son pocas, tienen una mala hostia, que no veas.
-- ¿Y vosotros, qué?.
-- Si queremos ser justos, debo confesar que todos nosotros, vosotras y nosotros, tenemos muy mal carácter, y somos desconfiados... hasta límites insospechados. Desconfiamos de nuestros hijos y de nuestros padres. Y cuales sicilianos, somos muy vengativos. Podrán pasar años, décadas, si tu quieres, pero la venganza, nuestra venganza debe y tiene que cumplirse. Por el contrario, dejaríamos de ser lo que realmente somos: gallegos.
-- ¿Y de bueno no tenemos nada?.
-- ¡Claro que sí, y mucho!... Sabemos amar y respetar, cuando somos amados y respetados. Sabemos trabajar de sol a sol, siempre que nuestro esfuerzo se vea recompensado. Sabemos guardar al amigo fiel, en lo más hondo de nuestros corazones. Sabemos ser obedientes, a nuestros maestros. Sabemos ser valientes, en el campo y en la mar. Somos grandes pensadores y grandes analistas, por pura intuición. Somos salvajemente poetas, músicos, escultores y pintores... de lo que creemos nuestro. Somos, por derecho propio, orgullo de nuestra raza.
-- ¿Y que me dices de nuestra cultura?.
-- ¿Te parece poco ser descendiente directa de los Celtas?.
-- ¡Otra vez!... Pregunto y... me respondes con otra interrogante.
Ambos estallamos en una sola carcajada, sin dejar de mirarnos. Pareciera que aquella visita, por sorpresa, estaba colocando la primera piedra... de algo trascendental.
Soledad, como yo la llamaba, tomó la palabra.
-- Cómo he observado que te pone de muy mal humor el tema de nuestros orígenes, quisiera comentarte algo. Por ejemplo... Hasta hace poco se consideraba persona analfabeta aquella que no sabía leer y escribir. Pues, bien. Antes de que podamos abrir o cerrar los ojos, persona analfabeta será aquella que carezca de los mínimos conocimientos de la informática. Porque los conceptos son cambiantes, están cambiando... Otro ejemplo... ¿Qué era para vosotros, me refiero a tu generación, la belleza?. La belleza era, fíjate que digo era, lo que entendíais por perfección de líneas, de formas y hasta de la composición de los colores. Y ahora, supongo que lo habrás observado, es casi lo contrario. La mujer perfecta era, como acabas de decir, mitad, fregona; mitad, imbécil. Y en las familias mas acomodadas, la mujer perfecta era aquella que sabía desenvolverse en francés, que se había licenciado en Filosofía y Letras, que tenía la carrera de piano, y la que cada nueve meses traía a este mundo un bebé... para que las sirvientas tuvieran algo que hacer, mientras la señora se iba al club, por las tardes. Y después estaban las llamadas de la hight-life: mitad, estúpidas; mitad, exhibicionistas. Hoy, creo yo, las mujeres somos más normales. Y lo somos, porque sabemos un poco de lavadoras automáticas, de secadoras, de perritos calientes; pero, también, de cómo gerenciar una empresa; de cómo se organiza un gran evento; de cómo sacar mejores notas que vosotros, a nivel universitario; de cómo venir sola a una isla, sin necesidad de ninguna celestina; de cómo romper los esquemas de las modas, sin desecharlas; de cómo se forma un hogar y se programan los hijos; de cómo compartir con los demás o de cómo preparar el futuro... ¿Ves las diferencias?.
-- Prefiero oír.
-- La mujer de antes, puritana y reprimida, católica y decorativa, terminaba sus días entre cuatro paredes, olvidada y abandonada, cuidando a sus queridos nietos. La mujer del futuro, la del mañana cercano, será una destacada universitaria, primero, y una brillante ejecutiva, después... La mujer de antes, como nuestras madres lo fueron, era una incomprendida mártir. Pero, la mujer de mañana será una gran señora. Y será libre. Y habrá que contar con ella, para todo: será el nuevo eje sobre el que girarán las futuras sociedades. ¡Será el epicentro del mundo!.
-- Ni el propio Julio Verne se atrevería a escribirlo.
-- ¡Ya lo veremos!... Y para no cansarte, y con esto termino, te diré lo siguiente: nosotras dejaremos de ser receptoras y pasaremos a ser actoras. De hecho, llevamos unos ocho años o más, impulsando el llamado movimiento feminista... al que vosotros, los grandes y perversos detractores, dais en llamar nidos o fábricas de lesbianas. Pero a mí personalmente eso no me importa. Olvidaremos los conceptos de mujer moral y de mujer honrada... por creerlos coercitivos. Lucharemos por esa igualdad de oportunidades, que vosotros, los hombres, nos seguís negando... para dejar de ser dependientes. Y si por esas casualidades de la vida, nos volviésemos a encontrar dentro de diez o quince años, no te sorprenderías de cuanto acabo de decirte. ¡La transformación va a ser brutal, Luís!.
Acababa de escucharla y pensaba en la cantidad de conceptos mezclados y sin orden que venía de dispararme. En ellos, así me lo pareció, hay un mucho de feminismo, a ultranza. Y en otros, por el contrario, no la encontré desorientada; pues, habiendo comentado con unos buenos amigos estas posibilidades (no hace mucho tiempo, por cierto) estábamos de acuerdo en que algo se avecina: será un cambio brutal, como ella ha dicho. Y es que esta mujer, y me refiero a las que en este momento están rondando los veinte años, va a pegar una fuerte estampida, que nos dejará a todos boquiabiertos... y sordos.
Pienso que, por fin se han dado cuenta de que han sido usadas, de que son usadas. Y no sólo eso, sino que todavía siguen siendo el decorativo objeto que debemos mostrar a los restantes para que sientan envidia de la hembra que hemos conquistado o del apellido que llevarán, en un futuro mas o menos cercano, nuestros hijos o del poder económico de su familia. Y cuando estas circunstancias estén dadas y les hayamos destrozado el himen, en nuestro viaje de bodas, sentiremos la necesidad de buscar nuevas aventuras, con nuevas conquistas, para ir imponiendo o sosteniendo nuestro machismo. Un machismo, eso sí, que seguiremos disfrutando gracias a que ellas nos lo permiten... por ahora. Pero, tengo el presentimiento de que éstas y las siguientes generaciones dinamitarán las bases de tantas y tantas vejaciones. Y lo harán con inteligencia, con sigilo y sin pausa. Mientras tanto, ellas irán tomando al toro por los cuernos. Irán trenzando la telaraña, dónde caeremos irremisiblemente; y será entonces, a partir de ese entonces, cuando seremos lo que ellas querrán que seamos: unos pobres faroleros de tascas y cafeterías, y unos perfectos calzonazos, en el hogar. Y no deberemos sentirnos enojados, por ello; ya que será el justo precio de una compra que hemos hecho y que, sin saberlo, será la nuestra. ¡Seremos comprados, sí!. Habremos pasado de conquistadores a conquistados, de donjuanes a lacayos, de sementales a cornudos... y en un porcentaje que nos asustará saberlo. Porque la mujer, por su gran intuición y por su desesperante paciencia, hallará el preciso momento para tomar las riendas de la carreta de la vida. Y será normal que lo hagan, porque, desde la Iglesia hasta el poder Judicial, las hemos condenado a perpetuidad, cuando su único delito ha sido y es el de haber nacido mujer. Por eso, pienso, que lo harán con mayor fuerza, a partir de ahora; ya que están mas preparadas para subsistir por ellas mismas: gracias a las enormes corrientes de turismo que nos llegan y a la migración.
Reconozco que quizá piense así porque tengo una hija. Una hija a la que dentro de pocos años la sociedad intentará valorarla por su himen; y no, por su capacidad intelectual. Y este sólo hecho de pensarlo produce en mí tal repugnancia, que me veo en la necesidad de vomitar, para no explotar. Y si para ese entonces fuese rechazada por algún tarado mental o por algún hijo de puta (de esos que pululan por las playas o por los círculos recreativos) juro que lo aplastaré, como si de una cucaracha se tratase. Porque esos buscadores de virginidades no son mas que unos pobres individuos acomplejados y paranoicos. Y si alguno de nosotros tiene alguna duda, al respecto, busquemos en las hemerotecas las páginas de sucesos. Es mas, no creo que haya que ir tan lejos. Escarbemos simplemente la conducta de los defensores de la castidad y del recato. ¿Y que hallaremos?. Nos sorprenderemos de sus miradas lascivas, de sus piropos y de sus chistes groseros, de los relatos de los viajes que han hecho, lejos del hogar, o de la cantidad de veces que esos tarados se han acostado con profesionales del sexo para que les dejasen disfrutar de las barbaridades que ansían, que buscan o que ya hicieron.
Encendí un cigarrillo y permanecí sentado, como antes. Ella, por el contrario, no quiso encender otro.
Inconscientemente quise seguir contrastando el verde que ella tenía por almohada, y sus cabellos negros. Entre ambos, el color de su cuerpo bronceado... un tanto oculto por su bikini blanco.
Finalicé el cigarrillo, pero seguí bebiendo mas y más belleza.
-- ¿Qué es lo que miras, Luís?.
-- Nada, en concreto. Te estoy admirando, que no es lo mismo.
-- ¿Mi cuerpo?.
-- No, precisamente.
-- ¿Entonces, qué?.
-- Quizá, tu seguridad.
-- ¡Imposible!. Esa me la haces perder, y no sé por qué.
-- Tu fingir, tal vez.
-- Estás equivocado. No me conoces, todavía.
-- ¿Será tu decepción?.
-- ¿Por qué insistes en mi decepción?.
-- Porque si ahora, en pleno noviazgo, la sientes... imagínate lo que sentirás, una vez casada.
-- Al casarme, será distinto.
-- ¿Quién dice semejante tontería?.
-- ¡Ah, ya!. Habla la experiencia, claro.
-- No lo creas. Pero recuerda que tu decepción será mayor, mucho mayor, que la de ahora. Y te doy mi palabra de honor, que desearía equivocarme.
De nuevo se apoderó de nosotros el dios de los dioses: el silencio.
-- Pienso que los hijos, cuando los tenga, me darán todo aquello que crea que me falta.
-- Los hijos son maravillosos, no cabe duda. Son nuestra propia existencia, pero no lo son todo, en la pareja.
-- Hombre, no lo sé. Pero por lo que una oye, me parece que sí.
-- Ahí tienes, querida señorita, otro de los gravísimos puntos negativos, de la vida en pareja.
-- ¿Por qué dices eso?.
-- Porque cometéis la gran torpeza de la realización: ¡ya he parido, ya estoy realizada, como mujer!... He ahí el error. Porque al convertiros en madre, vuestro esposo pasa au-to-má-ti-ca-men-te a un segundo plano. Pasa a ser, aunque intentéis negarlo, el semental que preñó vuestro vientre y el cabrón que debe trabajar, mas y más cada día, para hacer frente a los gastos del hogar.
-- ¡Luís, por favor!. Eso no es justo.
-- Lo demás, querida señorita, es demagogia.
-- ¿Y el amor, adónde lo dejas?.
-- ¿Amor?... No me hagas reír, por favor... Ese amor, con el que tu sueñas, lo traspasarás a los hijos... y dejarás a tu pobre marido hambriento y decepcionado.
-- Pienso que uno y otro son compatibles.
-- No lo sé... Mi mentalidad es otra, ya que he nacido hombre. Y esto lo entiendo. Pero lo que no entiendo es eso de AMOR, con mayúsculas y en el sentido exacto de la palabra. Y a lo mejor, porque no estoy seguro de ello, es que me considero distinto a la generalidad de hombres, en cuanto a comportamientos para con vosotras. Sin embargo... y esto es curioso, créeme, coincido con una gran mayoría de ellos, en el sentido de que vosotras no sois tan sensitivas, como nos hacéis creer; ya que vosotras decidís con el cerebro, y nosotros, con el corazón.
-- No estoy de acuerdo.
-- Perdóname... La gran poesía todavía sigue siendo nuestra; sin mencionar la música, la pintura y la escultura.
-- ¡Un momento!. Y no me juegues sucio, por favor... Para nosotras, las bellas artes y la Universidad nos fueron vedadas. Y sino te recuerdo lo que tuvo que hacer doña Concepción Arenal para entrar en la Universidad.
-- ¡Vaya por Dios!.
-- Nosotras sólo pudimos ser mujeres: una masa de carne y osamenta, que menstrúa, cada cuatro semanas. Y esa masa estuvo, y aún está, a vuestro servicio: saciar vuestro placer y ser las ayas de vuestros hijos. Porque, y espero que no me lo niegues, los hijos eran vuestros... nosotras éramos simplemente las amas de cría.
-- ¿Vuestra realización no está en ser madres?.
-- Yo no he dicho eso, que yo sepa.
-- Pero, lo has dicho.
-- ¡Que pena que pienses así, Luís!... Acabo de conocerte, y creí que... ¿cómo te diría?... serías diferente, a la gran mayoría. Pero, creo que no; ya que al escucharte caes al mismo nivel de los otros.
-- Si me lo permites, quiero hacerte entrega de mi carta de presentación; aunque, al hacerlo, pueda caer en la línea que separa la presunción de la prepotencia... Verás... Me considero una criatura que ha amado hasta mas allá de los límites del alma... una vez, otra vez, y otras más. ¿Y sabes que resultado saqué en los exámenes?. Siempre, el mismo: ¡una patada en el culo, y a la puta calle!.
-- Ante tantos fallos, como dices, la culpa no ha sido de ellas. La culpa es tuya. El problema eres tú. ¿O no es cierto?.
-- Quizás mi error, mi gran error, está en que me enamoro como un loco... Alguien me dijo en una ocasión que “llego a vosotras como un alud o como un obús, y que doy pánico”. Por eso digo que mi error, quizá esté en que me entrego totalmente a vosotras, desde el mismo instante en que me atraéis... por la razón que sea.
-- Hombre, dicho así, sin tiempo al tiempo, debes comprender que es difícil de creer. Nadie, de la gente que conozco, anda por ahí entregando su corazón, porque la otra persona lleva unos zapatos de color burdeos, y ese es su color preferido. Primero, hay que analizar a la gente.
-- Lo sé, pero soy así. Y además, no quiero cambiar.
-- Ese es tu problema. Entonces, no te quejes.
-- Yo no me quejo.
-- ¡Acabas de hacerlo!.
-- ¡Por favor, escúchame!... Te estaba entregando mi carta de presentación, ¿o acaso lo has olvidado?.
-- Está bien.
-- Vosotras sois más cautelosas y más calculadoras, que nosotros. Sois capaces de programar el tiempo que durará tal o cual relación, desde ese punto cero, que es la partida. Y no sólo eso, sino que sabéis intuir si la tal relación se quedará en una simple amistad o será un corto noviazgo... o un capricho pasajero... o una experiencia más.
-- ¡Caray!. A las mujeres nos tienes en un concepto cuasi amoral.
-- Dilo, sin miedo, vamos.
-- Pues, sí, te lo voy a decir... Nos tienes, salvo que me estés vacilando, a un nivel degradante: no tenemos el mínimo sentido de la sensibilidad, somos máquinas registradoras, las que al final del día nos darán el resultado de las operaciones realizadas.
-- Yo, por experiencia muy reciente, añadiría que sois unas perfectas banqueras. ¿Por qué banqueras?, te preguntarás. Pues voy intentar responder... Porque prestáis a muy altos intereses; porque sabéis negociar el papel de la vida, una vez que obtenéis todo tipo de información a través de interrogatorios... muchas veces, infantiles; porque sabéis vender... o debo decir, alquilar... vuestros atributos físicos con tal de despertar la curiosidad, en unos casos; matar el ocio, en otros; satisfacer vuestro ego, en la mayoría, o para salir de una situación incómoda, porque jamás creísteis, ni creéis en el hombre, como tal. Y en este punto, aunque me duela reconocerlo, tenéis razón.
-- ¡Menos mal!.- Me interrumpió, satisfecha.
-- Sí, es cierto... Y es cierto, porque también es cierto lo que has dicho anteriormente: “que habéis sido formadas para servir al hombre”.
-- ¿Acaso es mentira?.
-- No. Por eso entiendo vuestra revancha y hasta la encuentro lógica.
Hice una pequeña pausa para encender otro cigarrillo.
-- Si tu novio tiene un mínimo de cultura, un mínimo de educación y un algo de sensibilidad, pues... ¿cómo te diría?... os soportareis.
-- ¿Sólo eso?.
-- ¿Qué mas esperas de una relación de pareja?.
-- ¡Hombre, yo espero mucho mas que eso!.
-- Si quieres aceptarme un consejo te diré que no te hagas muchas ilusiones.
-- Espera un momento... Entiendo que también aquí, en este punto, hay una falta de estructuración, porque ninguno estamos preparados para formar un hogar, con las enormes responsabilidades que él exige.
-- Bien.
-- También debes admitir conmigo, amigo Luís, que unas y otros os habéis casado a ciegas. Os casasteis ¡porque sí!, porque estabais enamorados, y punto. Os casasteis vosotros, y me estoy refiriendo a los hombres, porque estabais asqueados de las noches de los sábados, de las putas, de las borracheras y del vacío que todo eso os dejaba. Ellas, mis congéneres, se casaron porque sintieron la necesidad de experimentar todo aquello que les estaba prohibido.
-- ¿Adónde quieres llevarme, señorita?.
-- Al brutal salto de la nada al todo.
-- Déjame seguirte.
-- ¡Sí, así de golpe!. Bastaba una simple bendición apostólica, una firma ante un representante del Juzgado, y... ¡a la cama!.
-- Dicho así, me parece un ex abrupto.
-- Pues, a mí, no. Porque si no estoy mal informada, las parejas de entonces os dabais unos besos... eso sí, a las afueras de la ciudad... y con un poco de suerte, y si ella se dejaba, les regalabais unos achuchones, de padre muy Señor nuestro. Total, que la novia regresaba a casa entre excitada y asustada. Y vosotros... al barrio de “la herrería”, si teníais dinero... o al cuarto de baño, si no teníais un duro. ¿Sí o no?.
-- Mas o menos. Pero no dejaba de tener su encanto.
-- ¡Por favor, Luís, déjate de monsergas!.
-- De acuerdo, me rindo. Pero, ¿adónde nos llevará este camino?.
-- Ni lo sé, ni me preocupa. Lo que sí sé es que mi generación debe elegir otro muy distinto al vuestro.
-- No estoy de acuerdo. Y no lo estoy, por varias razones... Una, porque las generaciones anteriores bebimos otros caldos, y por consiguiente...
-- ¡Dos!.- Me interrumpió, sin piedad-. He dicho dos.
-- Te escucho.- Le cedí el turno, levantando los brazos.
-- Amigo Luís, cuando se tiene mi edad la vida de enamorada es mas práctica y menos principesca. Y tres, porque él “nada de nada” se mantiene en tanto en cuanto no conocemos íntimamente a la pareja, o porque lo hemos acordado de antemano, o porque ambos tenemos miedo al embarazo, o simplemente porque preferimos esperar.
-- ¿Esperar, qué?.
Mi mirada evitó la pregunta que ella supo captar. Aquella criatura me estaba llevando, sin yo quererlo, a su huerto.
“Eres inteligente”.- Me dije.
Aproveché el nuevo silencio y encendí otro cigarrillo. Y mi primera bocanada de humo recorría mis pulmones cuando oí su voz.
-- Quiero decirte algo... Si esta mañana, en la playa, hubieses sido mas observador, no me hubieses mirado en la forma que lo has hecho.
-- Vamos a ver... Tengo miedo a ser mal interpretado o a que mi respuesta la interpretes como una falta de originalidad. Pero voy hacerlo... En primer lugar, debo confesarte, aunque no me creas a pies juntillas, que me gusta mucho más la belleza interior, que la exterior. Lo que me ha sucedido, supongo, es que tu exterior también me ha impactado.
-- ¿Supones, dices?.
-- Sí, supongo.
-- ¡Vaya por Dios!.- Exclamó, irónicamente.
-- Un momento... Quizás, mi subconsciente me traicionó.
-- ¡Ya!.
-- Quizá vino a mi mente aquello de que nadie puede garantizarme un buen vino si no se descorcha la botella. ¿No sé si me explico?.
-- Perfectamente.
-- Y para abrir o cerrar una buena comida está el champán, por ejemplo.
-- Y después una buena siesta.- Volvió a ironizar.
-- Me gusta el sexo, no lo niego. Pero jamás me he considerado un experto, en cuanto a su manejo. Yo diría que soy humano, nada más.
-- ¡Ah, ya!.
-- Creo firmemente, mientras que no se me demuestre lo contrario, que el himen con mayoría de edad es el lazo que ata y cercena el cerebro de muchas mujeres. Es algo así como si nosotros, a partir de ahora, quisiéramos evitar que cuando llegue la primavera, los árboles no florezcan.
-- En este punto estamos más próximos, y te voy a decir porqué. Tu sabes que las mujeres somos muy dadas a contarnos muchas cosas. Pues bien. Mis mas íntimas amigas, y algunas conocidas con las que charlo de cuando en vez, me han confesado que son vírgenes. Y he observado que entre aquellas que realmente están vírgenes, porque un par de ellas no lo están, a pesar de que juran y perjuran que nunca lo han hecho, efectivamente sus comportamientos son muy diferentes: las hallo muy irritables, un tanto desequilibradas... y muy a la defensiva. Y sin embargo, provocan el ataque... No sé cómo explicártelo.
Tuve la intención de mover mis labios, pero preferí guardar silencio, y observarla: sus rodillas se habían distanciado unos centímetros.
“¡Que piernas más bonitas, Dios mío!”.- Exclamé, para mí.
-- ¡Qué calor está haciendo!.- Exclamó.
Al oír su voz, me asusté, e inmediatamente, para que el tema que estábamos tocando no se desviase, le pregunté “si era partidaria del celibato”.
-- Creo que ese celibato que tanto preconiza nuestra Iglesia y que, a su vez, tanto la deshonra, nos lo han inyectado en la sangre, como si se tratase de una droga. Y no sólo eso, sino que no han medido las consecuencias.
-- A nuestra querida Iglesia jamás le han importado las consecuencias. Lo importante para ella, dónde siempre han primado las ideas machistas, es no concederle a la mujer las oportunidades que se nos dan, por derecho, a los hombres. Las mujeres sois, no lo olvides, las culpables del pecado original. Y esto nunca os lo perdonarán.
-- Jilipolladas.
-- Sí, pero están ahí.
-- No, ya lo sé.
-- Por esa razón, jamás podréis ocupar ningún puesto relevante dentro de la estructura eclesiástica. Quedareis apartadas como auxiliares: para servicios un tanto denigrantes y para los puestos de amantes. El cardenalato, por ejemplo, seguirá estando en posesión de los varones.
-- De ahí que, cada día que pasa son menos los creyentes practicantes.
-- Y menos que serán.
-- Sin embargo los franceses... pueblo católico, apostólico y romano, como el que más, se lo están montando bien: abrazan aquello que no crea incompatibilidad con las savias leyes de la naturaleza.
-- Te puedo asegurar, jovencita, por conocerlos bastante bien, que a pesar de esas libertades que les atribuimos, tienen un mas alto y real sentido del hogar y la familia, que nosotros.
-- Y yo añadiría algo mas, y sólo por referencias... a pesar de que sus madres, durante la soltería, hayan mantenido relaciones sexuales con otro ú otros hombres.
-- La virginidad no es algo que les quita el sueño, ya que la tienen muy bien asumida.
-- Pienso también, que sus relaciones han estado acompañadas de responsabilidad, de una gran responsabilidad. Y por si fuera poco, son conscientes de que no deben llegar al matrimonio o a la vida en pareja con una gran carga en el subconsciente, para que no les suceda lo mismo que a nuestras madres, por ejemplo.
-- ¿Tu crees?.
-- ¿Acaso lo pones en duda, Luís?.
-- Mujer, ¿qué quieres que te diga?.
-- Si nuestras madres pudieran vaciar todo lo que llevan dentro romperían todos los parámetros establecidos é impuestos.
-- Prefiero, personalmente, que no lo hagan.
-- Y ahora voy a repetir algo que tu has dicho, hace un rato... Estoy de acuerdo contigo en que durante muchísimo tiempo fuimos usadas como prostitutas exclusivas, como fregonas, como cocineras, como niñeras... sin el menor de los respetos. Fuimos los caballos de batalla, las burras de carga y las vigas maestras de aquella sociedad. Fuimos también, las expertas asesoras, las guías y las secretarias para todo, entre bambalinas. Sin olvidarnos que hemos servido de hazme reír, durante las charlas en los bares, en las cantinas y hasta en el fútbol. Fuimos, en definitiva, la deformación de los valores femeninos, tanto en la madurez como en la vejez.
-- Mucho quieres a tu madre, ¿no es así?.
-- Como tú, a la tuya, supongo.
-- ¿Entonces, señorita, quieres decirme quien le pone el cascabel al gato?.
-- Mi generación y las siguientes, aun sabiendo que vamos a vivir una lucha encarnizada, y a muerte.
-- Los hombres no lo permitirán, recuérdalo.
-- Contamos con ello. ¿Y sabes porqué?. Porque el hombre de aquí (mitad, árabe; mitad, donjuan) seguirá exigiendo la integridad moral a su pareja, pero no así al resto de las féminas.
-- Si lo hiciésemos, dejaríamos de ser latinos.
-- También lo hemos pensado, porque el hombre latino, como te has definido, desde el mismo instante en que en él despierta el instinto de la cohabitación, lucha desaforadamente por hacer cornudos a todos sus congéneres. Y cada uno de vosotros, por separado, piensa que todavía no ha nacido el macho que sea capaz de montarle a su mujer, ya que vosotros no fuisteis capaces de montarla antes de oficializar la pareja. Pero, eso sí, cada uno de vosotros, por separado, y lo repetiré hasta la saciedad, seréis capaces de tiraros a todas aquellas que se os pongan por delante, o que vosotros hayáis elegido.
-- Y paradójicamente, y estoy contigo, estamos seguros de la mujer que tenemos en la cocina y en la cama.
-- Mira, Luís... Ni el árabe, ni el donjuan, ni nadie nos deshonra, si nosotras no queremos. Somos, y metéroslo bien en la cabecita, las que decidimos cuando y con quien. Y esto ya lo tenemos claro la gran mayoría de nosotras.
-- ¡Bravo, Soledad!.- Exclamé en tono jocoso, acompañándome de sonoros aplausos para restar gravedad al tema.
Como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, encendimos unos cigarrillos y nos miramos. Yo, lo confieso y lo juro, la miré como se mira la belleza de las formas. Ella, por su parte, me miró como lo hacen las mujeres: analizándome.
Aquel receso lo aproveché para meditar sobre algo, que me quemaba: durante el extenso diálogo que veníamos de mantener, en ningún momento me incluyó en el paquete de los árabes ni en el de los donjuanes. Mencionó a los hombres de aquí, a los latinos, pero no a mí. ¿En qué lugar estaba yo?. ¿Quién era yo, para ella?.
Fijé mi mirada en aquella boca y un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Escalofrío que no le pasó desapercibido. Y al darse cuenta, su reacción fue la de quebrar el arma más peligrosa que existe, en estos casos: el silencio. Porque el silencio nos lleva siempre, siempre, a darle vuelo libre a nuestros pensamientos. Y los míos acababan de desintegrarse.
-- Mira, Luís.
-- Perdóname, señorita, esta interrupción, pero deseo preguntarte algo, antes de que continúes.
-- Tu dirás.
-- ¿En qué concepto tienes al matrimonio?.
-- Debo confesarte que a mí, personalmente, me desagrada ver a unos niñatos casándose. Lo encuentro absurdo é inmoral. Inmoral, por parte de los padres de ambos; no, por ellos. Te diré más... La gran culpa, el grave pecado, lo descargaría sobre los padres de ella; pues, a veces, llegué a pensar que los padres de la mocosa estaban deseando quitársela de en medio, cuando firmaron su consentimiento. Pareciera que su hijita adorada acababan de venderla al mejor ganadero o al mejor preñador del pueblo. Porque, para mí, eso no es otra cosa que una simple venta... al mejor postor o al más tonto. ¡Pero venta, al fin!.
-- Usas un calificativo muy duro.
-- Siempre lo he creído, Luís.
Creyendo que los diálogos estaban llegando a su final, busqué una pregunta, que siempre me dio buenos resultados para continuar conversando.
-- ¿No crees que las que os vendéis sois vosotras mismas, tengáis la edad que tengáis?.
Como esperaba, aquellos ojos me taladraron. Aquellos ojos condenaron mi osadía; ya que ninguna mujer, sea quien sea, proceda de dónde proceda, nos perdona que desvelemos lo que yo, desde hace muchos años, vengo calificando como prostitución moral, porque hasta estas alturas de mi existencia no he conocido a ninguna mujer que se haya acostado con un hombre o con otra mujer, desinteresadamente. El coste de la entrega puede variar desde una simple cena hasta dónde cada cual quiera o pueda llegar: unas copas, un regalo en el día de los enamorados o en su cumpleaños, un viaje al mediterráneo o a Canarias, una alhaja o un sueldo mensual. Cualquier cosa, después de realizar un análisis exhaustivo, nos lleva al mismo puerto: jamás un hombre ha disfrutado de una tarde o noche de pasión, sin pagar.
Segundos mas tarde, llegué a la conclusión de que mis pensamientos me habían traicionado.
-- Yo no lo creo así. Aunque no niego que pueda haber alguna que otra mujer que se venda. Pero nunca, una adolescente. Las adolescentes somos más normales. Yo, por ejemplo, he tomado la decisión cuando sentí un gran amor hacia mi novio. No, antes, claro.
Encendí otro cigarrillo para darme tiempo a pensar en una nueva táctica, pues lo que ya tenía claro, y muy claro, era que deseaba acostarme con ella. Y lo deseaba, por una sola razón: era la mujer más bonita de cuantas tuve la dicha de acostarme con ellas y no estaba dispuesto a perderla, por un tonto error.
“¡Está para comérsela!”.- Me dije, sin dejar de mirar sus piernas, un poco mas separadas, y tomando la palabra.
-- Querida señorita, si en verdad existen ese tipo de padres que venden a sus hijas como reses o como acciones de empresa o como medio para mayores latifundios, te juro que me erigiré en el rey de una cruzada sangrienta o en un comandante de una legión de mercenarios, para exterminarlos.
-- Tampoco exageres, Luís. Simplemente, basta con desenmascararlos. O mejor todavía, darles a los adolescentes unas charlas, al respecto. Por cierto, ¿tu te has casado muy joven, no?.
-- Sí y no. Veintiuno, ella; y veinticuatro, yo.
-- Son edades aceptables.
-- No lo sé... Quizás ahora sean aceptables; pero en mi época, no lo eran tanto.
-- ¿Por qué no me dices dónde estuvo tu decepción?.
-- Mas que una decepción, yo diría que ha sido un fallo.
-- ¿Un fallo, al contraer matrimonio a una edad temprana?.
-- No lo creo. De lo que casi estoy seguro es que me casé por despecho a otra mujer, y con el paso de los años me di cuenta de que el daño que ella me había hecho, lo vengué en mi esposa, injustificadamente.
-- ¿Y qué pasó?.
-- Lo más natural del mundo. Primero, hizo acto de presencia la incompatibilidad de caracteres. Mas tarde, una progresiva ausencia de pasión; la que provocó irremisiblemente distancias, cada vez mayores, entre fecha y fecha de entrega: no llegamos a recordar la noche en que habíamos gozado, en silencio. Y al final de la recta, una total falta de diálogos.
-- ¿Qué os retiene?.
-- ¡El maldito “que dirán”!, por un lado. Y por el otro, la rígida formación que ella recibió, entre comillas, en el Colegio de San Josè de Cluny. Sin olvidar, claro está, el gran afecto de amigos que nos seguimos profesando; el hijo perdido, para siempre; los otros dos, que nos enorgullecen... y otras etcéteras.
-- ¿Entonces?.
-- Hizo ya cuatro años que hemos tomado la decisión de separarnos.
-- ¿Y durante esos cuatro años, que habéis hecho?.
-- Ella se ha ido a residir a Sudamérica. Yo sigo trabajando, como antes, pero cambié de domicilio: resido en mi pueblo natal.
-- ¿Por qué?.
-- No lo sé... Sin embargo reconozco que he cambiado mi forma de vida. Me hice más hogareño, mas conservador, más indeciso... más miedoso, quizá.
-- Malos síntomas son esos.
-- Cuando se toma una decisión tan trascendental, después de madurarla, hay que mantenerla. Es para siempre.
-- ¿Fue ella la culpable?.
-- ¡No, ni hablar!. Jamás se me ocurriría decir semejante cosa. Pero tampoco lo he sido yo, te lo aseguro.
-- Alguien es culpable.
-- ¿Por qué?.
-- Hombre, porque un matrimonio no se rompe por obra y gracia del Espíritu Santo.
-- En nuestro caso, puedo decirte que sería prácticamente imposible probar quien de los dos ha sido el culpable. A veces, por separado, una de las partes llega a pensar que la otra es la culpable de todos los males. Pero mi verdad, que posiblemente no es la verdad, me dice que me dejé llevar por un hastío injustificado; que me sentí defraudado de mí mismo, al no poder hacer por razones económicas aquello que me hubiese gustado hacer; que me dejé absorber por sus triunfos, bien merecidos; que no me dejé asesorar, por sus intuiciones; que me dejé influenciar por quienes creí mis amigos y compañeros, los que terminaron traicionándome, como ella predijera. En fin, que me relevé contra ella y su entorno, cuando ella buscó siempre lo mejor para mí.
-- No sé, amigo Luís, si has tenido la oportunidad de leer unos recientes estudios sociológicos y que se han publicado en este año de mil novecientos setenta y cinco, dónde se pone de manifiesto las cifras de matrimonios separados, sin soluciones legales, en Europa. ¡Son espantosas!... Italia rebasa los tres cuartos de millón. Nuestra vecina Francia, el millón. Y...
-- Nosotros no andaremos muy lejos.
-- ¿Pero, Dios mío, por qué?.
-- Por la misma razón que acusas en tu noviazgo, señorita.
-- Te recuerdo, por si se te ha olvidado, que el noviazgo es otra cosa.
-- ¡Ni hablar!.
-- ¿Cómo que no?.
-- El noviazgo es la antesala de la vida en pareja. Por consiguiente, el noviazgo no puede ni debe tener grandes diferencias, ni haber grandes distancias.
-- De haberlas, querido Luís, es que no convivimos con la persona amada.
-- Yo no diría amada. Diría idónea o apropiada.
Había dado en la diana. Encendí otro cigarrillo y miré el fascinante azul del infinito. Allí, gracias a mi fantasía y a mi memoria, cual cuadro en la pared, busqué entre sus piernas el verbo amar. Era sabedor que si giraba mi cuello podría ver la misma escena, a no menos distancia. Pero preferí quedarme con la reflejada en el infinito. ¿Será -me pregunté- que prefiero verla sobre un fondo azul; y no, sobre la hierba amarillenta?. ¿Será que prefiero tenerla sobre mí; y no, a mi lado?.
-- ¿Qué miras?.
Al oír su voz, toda ella fue engullida por el azul. ¡Maldición!.
-- ¿Qué mirabas, con tanta atención?.- Volvió a preguntarme, una vez que recobré la realidad.
-- Algún día, si Dios quiere, te lo diré.
-- No entiendo.
-- Mira una cosa, Soledad.
-- Espera un momento, yo no me llamo Soledad.
-- Tampoco te llamas Claudio Coello, aun comenzando nombre y apellido por la letra “C”.
Reímos juntos mi tonta e infantil ocurrencia.
-- Quiero preguntarte algo, amiga mía.
-- Dime.
-- ¿Qué te parecería si la reestructuración la hiciésemos nosotros?. Y cuando digo nosotros, quiero decir todos nosotros.
-- ¡Ya!. Lo entendí perfectamente.
-- ¿Y...?.
-- Que nos caeríamos en ese maldito círculo vicioso: vosotros, nosotras, vosotros, nosotras. O sea, la sociedad.
-- ¿Culpamos a la Iglesia?.
Debido al calor reinante, mi interlocutora adoptó una nueva postura, y la desnudez de sus muslos se incrementó en unos cuantos centímetros más.
No recuerdo si mi lengua resbaló por mis labios, al mirarla en la nueva posición. Pero si recuerdo que mi lengua golpeó mi cerebro.
-- Bien es verdad que la Iglesia es culpable de verdaderas brutalidades, que no vale la pena recordar. Y si a todas ellas, que no son pocas, añadimos todavía las que nos resultan incómodas o fuera de lugar, resulta que a la Iglesia la convertiríamos en nuestro propio basurero y en nuestra ducha.
-- ¿Qué podría decirte?... En parte, sí... Pero, para mí, hay otra circunstancia, en tu lectura. Si cuanto acabas de argumentar, lo traducimos al idioma que se imparte o que se habla en los púlpitos, resulta que invertiríamos a los personajes, ya que nosotros somos y seremos el basurero de su poder, de su inmenso poder, de su gloria y de su propia muerte.
-- Vamos a ver, Luís...
-- ¿Quieres una cerveza?. Tengo una sed horrible.
-- No, gracias. La cerveza me hincha y me provoca unas ganas de orinar, casi instantánea.
Destapé la lata. Bebí un buen trago y, mientras lo hacía, mis ojos recorrieron lentamente aquella escultura de carne y huesos. ¡Que tontos somos los hombres!. Aquel truco no sirvió y ella pudo descubrirlo, sin gran esfuerzo.
Al darse cuenta de mi mirada, se dejó caer de espaldas y... su carnoso pubis adquirió unas proporciones increíbles. Tan sorprendentes, que llegué a creer que acababa de emerger de entre sus muslos por haberse desprendido de su bajo vientre. Clavé mis ojos en él y sentí la imperiosa necesidad de guardarlo en el interior de mi boca. Aquel apetitoso manjar de dioses seguirá llevando a la destrucción total a muchos hombres... y a muchas mujeres, también. Y de ello somos conscientes todos.
Retiré mi ansiedad y mis ojos, al oír su voz.
-- La Iglesia lucha; o al menos, lo intenta... Lucha contra el vicio, la degeneración y lo que ella considera antinatural.
“¿Qué dice?.- Me pregunté. ¿Qué diablos tiene que ver aquí la Iglesia?. ¿De qué narices me habla, cuando en mi cerebro cabalga todavía su carnoso pubis?. ¿Qué sabrá ella de lo que se cuece en los seminarios y en los conventos?”.
-- Vayamos por partes, Luís... ¿Qué te parece si hablamos de la institución del sacramento del matrimonio?.
Aquel monólogo me hizo recordar una larga charla que había mantenido con mi esposa: diecisiete años, atrás. Y lo más curioso de todo esto es que llegué a la conclusión de que nada había cambiado. El tema de la Iglesia estaba mas que trillado; y, sin embargo, la mayoría no sabíamos escapar de él. Porque al tocarlo, las parejas aprovechábamos la ocasión para regalarnos las tarjetas de presentación, que mejor podrían abrirnos las puertas de una futura amistad o de una corta aventura. Y a medida que los diálogos iban rodando por aquella especie de acantilado, ambos comenzábamos a saber dónde estábamos, con quien estábamos y para que estábamos. En resumen, el tema eclesiástico era una especie de reválida, en el bachillerato de la adolescencia. Y como yo poseo la facultad de memorizar todo aquello que me impacta, por esa razón no le presté atención a las partes que me seguía exponiendo; ya que mis exámenes de reválida los había pasado en el año de 1.951. Y en ese año mi compañera de vacaciones todavía no había nacido.
Sin dejar de asombrarme, pensé que durante el transcurrir de la Historia todo o casi todo se mantuvo inmóvil. El único, o de los pocos, que no estaba enquistado en el pasado era yo, aun cuando me sentía viejo, muy viejo de espíritu, para seguir nadando contra corriente.
Recordé a mi honroso padre pasando años y más años en la Compañía de Ferrocarriles, aceptando con orgullo aquellos lentísimos escalafones de categoría, como premio al hambre, al sudor y a las lágrimas derramadas, para poder sacar adelante su hogar. Un hogar formado por él, mamá, mi hermana y yo. Sin embargo, aquel hombre competente, responsable y honrado nunca sintió la tentación de la ambición: fruto de la convivencia con mi querida madre, la que sólo pensaba en el sueldo mensual que se cobraba el uno o dos de cada mes.
“¡Me han ascendido a Jefe de Estación!”.- Gritó mi padre un día, como si con aquel ascenso ya se resolvieran los problemas económicos; y con ellos, nuestro futuro. ¡Y además nos trasladamos a una preciosa ciudad: Zaragoza!.- Continuó llorando, por la emoción. ¡Allá os haréis hombres, hijos míos!. ¡Allá hay de todo, ya veréis!. ¡La ciudad es enorme y su gente, maravillosa!.
Aquel salto residencial detuvo momentáneamente mis estudios y los de mi hermana. Sin embargo no dejé de reconocer, en aquel momento de mi vida, que papá estaba muy interesante con su nuevo uniforme, el día que pude verlo en la estación: 1,85 de estatura y su bigotito a lo Carl Gable. ¡Todo un galán del cine!.
-- ¿No crees que estoy en lo cierto, Luís?.- Me preguntó mi interlocutora.
Al igual que en esos sobresaltos del amanecer, aparté rápidamente los recuerdos de mi padre y de mi adolescencia. ¿Para qué los quería en aquel momento?. Deseaba hacer frente a aquel presente catapultado, pero no fui capaz de concentrarme. Y una vez mas recurrí, como había hecho siempre en estos casos, a encender un nuevo cigarrillo para ganarle tiempo al tiempo.
Para mi sorpresa, aquella mujer descubrió mi truco: a partir de aquí, los cigarrillos no me iban ayudar demasiado.
-- ¿En qué estabas pensando, Luís?.
-- Perdóname, pero el tema de la Iglesia me llevó a mi infancia.
-- ¿Y como ha sido tu infancia?.- Me preguntó, plena de curiosidad, después de mirarme a los ojos durante unos segundos.
Yo, pobre de mí, fui recordando mi niñez, como pude. Una niñez preñada de lágrimas y amargura por la muerte de mis compañeros de colegio... que murieron de hambre, y que no fueron pocos. También le relaté las casi constantes Novenas a los Santos y a las Vírgenes: a las que no podía faltar porque era obligatorio rendirles adoración y pleitesía. ¡Ah!. Y los campanillazos que recibí sobre mi cabeza, por parte y arte del Superior de los Padres Mercedarios: ¡un perfecto hijo de puta!.
No me olvidé de los juegos prohibidos del Médico y paciente, dónde comencé a desvelar el infinito mundo de la carne al tocar las zonas dónde, no tan pronto, se ubicarían unos preciosos senos o unas gigantescas tetas. Y como yo hacía el papel de médico, tuve acceso a acariciar con suma delicadeza (unas veces, con los dedos; y otras, con la lengua) los grandes labios que se ocultarían, con el paso de los años, por un vello negro y rizado, o rubio y laso.
También vinieron a mi memoria las travesuras que les gastaba a las porteras de las viviendas de lujo (cuando iba a ver a mi prima Rosarca, a Madrid), atando largos cordeles y haciendo sonar los llamadores o campanillas, mientras me ocultaba en los portales del otro lado de la calle.
De regreso a Sarria, jugaba dentro del cementerio y destapaba aquellos nichos antiguos y observaba, con miedo y recelo, los ataúdes semi resquebrajados, por los años. Asimismo, me escondía entre los matorrales para ver como las adolescentes y las adultas se ponían o quitaban los bañadores. ¡Cómo me excitaba al verles los senos o las tetas, el monte de Venus y la ropa íntima: el pene se me endurecía tanto, que alguna vez llegué a creer que estallaría como el chorizo, en la sartén!. Como la gran mayoría de los muchachos, me masturbaba en compañía de mis más íntimos amigos, tal que se tratase de un duelo o para probar quien era el mas hombre de todos, en función al tamaño del pene o de la cantidad de esperma eyaculado.
A mis ocho años descubrí, sin querer, como una joven de dieciocho, maloliente y sucia por el carbón carretado durante el día, levantó sus mugrientos harapos y separó las piernas para que aquel viejo borracho pudiese penetrarla por aquel oscuro y sagrado lugar, sin dejar de emitir palabras obscenas, mientras ella emitía histéricos suspiros, al ritmo desenfrenado de sus caderas. El precio de aquel servicio fue un sucio mendrugo de pan, una vez ella le hubo lamido la verga y abotonado la bragueta.
En diversas ocasiones me acostaba en medio de la vía del tren para sentir la inmensa y excitante sensación de ver como los vagones me pasaban por encima sin causarme ningún daño. Y meses después, aprendí a manejar las locomotoras, a clasificar los trenes, y conducir pequeñas camionetas.
No pude evitar el maravilloso recuerdo de Españita, ¡mi Españita!. ¿Qué será de ella?. Por primera vez pude ver los preciosos muslos de Españita, mientras orinaba, ajena a mis fantasías. ¡Cuánto me gustaba Españita y cuanto la quería!.
Le dije también que me había atragantado con el humo del primer cigarrillo de manzanilla: el padre de cuantos fumo. Y que a mis doce años presencié, de forma circunstancial, como una mendiga paría en plena calle sin que nadie, de los que por el lugar pasaban, la ayudasen. Y me emocioné mucho al venir a mi memoria la figura de la niña más fea del colegio. ¡Era fantástica!. Con ella pude saborear la hermosa sensación y la maravillosa paz que me regalaban sus primeros besos depositados en mi pene, y ganar la apuesta de dos entradas de cine. Y no sólo eso, sino que una vez ganada aquella apuesta, sintió tanta atracción y pasión por las felaciones que raro era el día en que no me hiciese una, antes de retirarse a su casa. ¡Benditos juegos, aquellos!.
También, y por otra apuesta, pude tocar y besar las enormes tetas de Teresa, en presencia de las demás colegialas que reían y chillaban, cual histéricas.
Recordé el miedo que pasara cuando a mi padre estuvieron a punto de enviarlo a la División Azul para que luchara contra no sé que clase de rojos. O cuando, a mis catorce años, saboreé el fuego que me produjo la primera copa de coñac. ¡Que susto, Dios mío!. Llegué a creer que me estaba ahogando.
Saltando de recuerdo en recuerdo, no me olvidé de lo feliz que me sentía al lado de mi prima Rosarca, mientras ella me mostraba unos preciosos cuentos troquelados y a los que se les instalaba una bombilla, en su interior, para darle una mayor realidad a la fantasía. Pasábamos horas y horas ante aquella ficción, hasta que nuestras mentes se olvidaban de quienes éramos y dónde vivíamos, realmente.
Hice un alto en mis relatos y encendí un cigarrillo.
Lo que no tuve valor a contarle fueron las noches plagadas de dudas que viví en aquellos años, pensando en la ternura y simpatía de mi gordita prima Rosarca, (la primera niña que tuve ocasión de ver en sostén y braga) o en las noches en blanco soñando con la delicada belleza de Españita. Tampoco le conté que el más joven de los seminaristas de Monforte de Lemos me propusiera lo mismo que me hacía la más fea del colegio, en pago a que yo le había presentado a Carlitos, con el que mantenía relaciones sexuales: las que tuvieron una duración de bastantes años, por cierto. Ni cuando Teresa tuvo la primera regla, y salió de clase llorando al ver su falda manchada de sangre. Ni cuando a los dieciséis años me pasaba toda la noche viajando en tren para hacer contrabando de aceite de oliva y poder comprarme un traje de verano, de color crema claro. Ni cuando, a esa misma edad, hice de chulo con la mujer de un alto oficial de la Policía Armada, para que me cubriese los gastos de la semana: veinticinco pesetas. Ni cuando rompí una botella de vino en la cabeza de una prostituta, en el barrio zaragozano de “el tubo”, por haberse negado a hacer una “cama redonda” con tres de mis mejores amigos. Ni cuando en París me lancé desde un segundo piso a la calle, el mismo día en que fui informado de que Mercedes (mi primera novia oficial) se había casado en Barcelona con un muchacho de Peñafiel. ¡Hay que ver cuanto daño me hizo esa mujer, sin proponérselo!... También le oculté el sin fin de pastillas de simpaticotonía que tuve que tomar para poder trabajar toda la noche en el Periódico, y asistir a mis clases en la Universidad, durante el día... hasta que pude licenciarme en Económicas. Ni cuando permití que me suspendieran en inglés, por no delatar a mi compañera: la que había copiado mi examen, al pie de la letra, incluida una falta de ortografía. Ni cuando tuve que hacerle el amor a una señora de sesenta años, para pagar una factura de dos litros de sangre, que necesitó la hija de un gran amigo mío, y que murió de leucemia. Ni cuando rehusé a la hermana de mi amante, la que sólo tenía quince años, por estar virgen. (Nunca llegué a entender porqué siempre rechacé a las vírgenes). Ni cuando he sido detenido en Lugo por las fuerzas de seguridad, por cantar la Marsellesa; y dos horas y media, mas tarde, me dejaron tirado en un descampado, después de haberme golpeado salvajemente, con tan sólo doce años.
Miraba con atención a aquella criatura y no sabía a ciencia cierta si se trataba de un sueño más (de los tantos y tantos que tengo) o, por el contrario, del cabalgar atropellado de mis recuerdos.
-- ¡Claro, como podía olvidarme!.- Exclamé, finalizando. Recuerdo a Marisa entrando en la Librería, vestida con una mini mini-falda, buscando no sé qué. ¡Que piernas esculturales y que bronceadas estaban, por el sol del verano!. Recuerdo su dulzura, su desbordada pasión por el sexo y su leal amor. ¡Cuantos poemas le escribí!. ¡Cuantas tardes de amor desenfrenado, en el apartamento que nos prestaba mi buen amigo José Manuel!. Que desesperación sentimos cuando tuvimos que separarnos, por tener que irse a residir a Madrid, para cursar la carrera de Arquitectura. Cuantas conferencias telefónicas desde París, Roma, Amsterdam, Bruselas y Londres (que eran interminables) para recordarme que, al terminar la tesina, deseaba quedar embarazada. ¡Que mala suerte tuvo!... Lo único que obtuvo de mí fue el prólogo de un libro de poemas escrito por mi entrañable amigo Julio Arboleda Michelsen, vicecónsul de Colombia, el que dediqué a su infinito amor, a su recato, a su discreción, a su saber estar en el epicentro de toda reunión social, como fiel de la balanza, como equilibrio, como ley... Creo, sin miedo a equivocarme, que Marisa y yo nos hemos amado con excesivo amor; pues, de otro modo, jamás nos hubiésemos separado.
-- Nunca se ama con exceso, Luís. Piensa que el amor es dar. ¡Nada mas!. Y el que da es porque siente la necesidad de hacerlo, porque desea transmitir a la otra persona lo muy feliz que se siente cuando verdaderamente se ama a alguien.
En el interior de la tienda la atmósfera se estaba haciendo pesada, irresistible, ya que yo no dejaba de fumar. Bastó un simple movimiento de incomodidad, por mi parte, para que ella leyera mi pensamiento.
-- ¿Por qué no vamos hasta la playa, Luís?. Aquí está haciendo mucho calor.
Encendí otro cigarrillo y me la quedé mirando, como niño que mira el infinito estrellado, en busca de la verdad de tanta belleza. Y en mi mirar me estaba transfigurando, obsesionando y decepcionándome de mí mismo, por no saber medir mis vacaciones, y lo que éstas llevan implícitas: nuevas amistades, nuevas aventuras, nuevas luchas, nuevas conquistas, nuevas decepciones, nuevos ritos, nuevas posturas, nuevos ensayos, nuevas promesas de viajes no realizados, nuevos nombres en el directorio telefónico, nuevos suspiros, nuevos perfumes, nuevas risas, nuevas lágrimas, nuevos arañazos en la espalda, y, sobre todo, nuevos poemas.
Al tomar la decisión de venir a estas islas, a este paraíso terrenal, lo tenía muy claro: venía a descansar; no, a complicarme la vida.
Al tomar la decisión de venir a las islas de los dioses no descarté la posibilidad, caso de que ésta surgiera circunstancialmente, de tirarme a alguna chavala que me gustase, porque no cabe la menor duda de que después de varios días de descanso, unos polvos en la playa son casi siempre agradables. Así que no iba a traicionarme. Porque, además, se daba la circunstancia de que me encontraba cansado, muy cansado, de amar y llorar, por ellas.
Lo que yo tenía en mente en aquellos momentos era saber planificar la fecha y hora en que pudiera conseguir ese “sí” entrecortado y apasionado, antes de caer en el maravilloso abismo de la ingravidez y de los suspiros: dejando, sobre la arena, el testimonio de lo que podría haber sido... y no debía ser.
-- ¡A la una, a las dos, y a las tres!.
Echamos a correr, sendero abajo, como alma que lleva el diablo, sin dejar de reírnos.






































VI.




-- Vas abrasar esos preciosos senos.- Le dije, como saludo. No te confíes demasiado en esta brisa, casi fría, porque en días así el sol te quemará hasta las entrañas.
-- No exageres, Luís.
-- Hazme caso, por favor, que conozco muy bien el clima de estas islas.
-- Estoy lo suficientemente bronceada y no creo que se me pueda ampollar la piel.
-- No te confíes, May. Hazme caso, que las niñeces se pagan.
Sin saber porqué, clavé mis ojos en los de ella. Tenía que explicarle y explicarme el por qué de aquel nombre: MAY.
Vagando por las entrañas del baúl de los recuerdos no me fue posible hallar nada que justificase aquel nombre. Tampoco supe por qué me agradaba aquel nombre, para ella. ¿Qué significaba?. ¿Me estaba traicionando el subconsciente?. ¿Hubo alguna mujer en mi vida que se llamase así?... No. ¡Claro que no!... Ni mi madre, ni mi hermana, ni mi prima, ni ninguna compañera de estudios, ni muchacha de servicio (de alguna de mis amistades), ni mis profesoras, ni las prostitutas de todos, ni las secretarias de los ejecutivos que conozco se llaman así. ¿Entonces, por qué ese nombre, que venía de pronunciar?... Un nombre que, una vez pronunciado, lo encontré atractivo: sensual, como ella; romántico, como yo; y sensitivo, como los poros de mi piel.
“¡Que importa eso, ahora!”.- Me reproché, con un encogimiento de hombros.
Encendí un cigarrillo para darle ese tiempo al tiempo: el que yo necesito para hallar una respuesta lógica, a su pregunta, que no se hizo esperar.
-- ¿Por qué me has llamado Mar... Masi... o que sé yo?.
Una inhalación de humo le robó un poco mas de tiempo, al tiempo.
-- Te llamé exactamente MAY. Y creo que te he llamado así porque la amistad que está naciendo entre nosotros me parece sincera, leal, armoniosa y distinta. Y por ende, mi pasión por los bellos sueños en despierto, esos que puedo dirigir, me elevaron tanto, tanto, que llegué a considerarte mía.
-- ¿...?.
-- Por otro lado (continué, sin darle importancia al gesto que había hecho) sabes que la pronunciación del posesivo de la primera persona, en inglés, es ese: “may”... Así que, con tu permiso, ahora mismo y ante este inmejorable decorado, te bautizo con el hermoso, sublime e inigualable nombre de MAY, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Llegado a este punto, como buen conocedor de los ritos sacramentales, hice la señal de la cruz.
-- No sé si estás loco o te lo haces, Luís. ¡Eres increíble, palabra!.
Las risas nuestras estallaron al unísono, é impulsado por mi pasión, dentro de una planificación fría, propia de una simple aventura de verano, deposité un beso en su frente. Sólo eso: ¡un beso en la frente!.
¡Desgraciado de mí!. Lo que me hubiese gustado besarle, en aquellos instantes, eran sus rosados y erguidos senos; pues, al arrodillarme, los vi tan de cerca que tuve que contener mi instinto.
Mi experiencia me dijo a gritos, a través de los sentidos, que “por mucho madrugar, no amanece mas temprano”, y que el que sabe esperar el tiempo necesario podrá comprobar como el queso se hace y como el vino se añeja. Así que, cual colegial de otrora, me limité a esgrimir la mejor de las armas (esa maravillosa mezcla de respeto y paternidad): el beso en la frente. Porque un beso en la frente, por parte del hombre, es la mejor tarjeta de presentación para dejar abiertas las puertas de un sin fin de saludos. Y cuando los saludos de llegada o despedida se hacen rutinarios, descender de la frente a la nariz, es como jugar los juegos de infancia. Y de la nariz a los pómulos se llega de inmediato. Y de los pómulos a los óvulos, si sabemos darle el punto exacto, provoca una sensación de cosquilleo agradable y las consabidas carcajadas de amistad. Y es ahí, precisamente ahí, dónde empieza o termina el cuello. Y en el cuello femenino (ignoro, si en el masculino sucede otro tanto) está la boca del callejón sin salida, está el principio y la continuidad de la raza y la pérdida de la noción del tiempo y la distancia.
En suma, que cuando una mujer de dieciocho, de veintiocho, treinta y ocho o cuarenta y ocho, es besada alrededor del cuello, el seguro de su bomba de relojería se dispara... y nace siempre, siempre, un majestuoso poema:
Tú.
Yo.
Lo sé.
Seamos.
Finalizadas las espontáneas carcajadas y la solemne ceremonia del bautismo, la ayudé a incorporarse y nos adentramos en el agua.
-- ¡Está deliciosa!.- Exclamó.
-- ¿Quien?.- Pregunté, en tono infantil.
-- El agua, Luís, el agua.
-- Había pensado otra cosa.
-- ¡Tonto!.
-- ¡Gallega, mas que gallega!.
May realizó una perfecta inmersión y desapareció entre el verde azulado del agua que nos envolvía.

Al pasar a la altura de mi tienda, camino del restaurante del camping, la obligué a ponerse una de mis camisetas, pues sus senos y sus hombros estaban muy castigados por el sol y la brisa reinantes.
-- ¡Me muero de hambre!.
Lo que May ignoraba es que yo ya había estado por la mañana ordenando el menú, después de verla pasar, camino de la playa. Por esa razón y al hacer acto de presencia en el comedor, el más musculoso y apuesto de los camareros nos regaló los oídos, acompañándose de una reverencia exagerada, anunciándonos que él había elegido aquella mesa (la del gran ventanal): en la que ella solía acomodarse para seguir leyendo a Sacha Guitry.
-- He pensado en ella, siempre y cuando sea del agrado de ustedes.- Nos dijo.
-- A mí me gusta.- Dijo May.
-- Desde hoy será la de ustedes, si vienen después de las dos y media.
-- Eres muy amable.- Le dije.
La vista que regalaba aquel ventanal era fascinante. Toda la playa principal estaba a nuestros pies.
Pienso, aunque no estoy seguro de ello, que ambos, con nuestras sensibilidades a flor de alma, recorrimos lentamente, muy lentamente, la interminable hermosura de la mar, del cielo y de la tierra. Y que no podríamos soportar, por mucho mas tiempo, tanta perfección, tanto colorido, tanta variedad. Mas, sin embargo, nos faltaba algo: nuestra playa. Y nuestra playa, desde el gran ventanal, no podíamos verla, ya que la ocultaba el cementerio.
-- Luís, me gustaría saber si en el mundo hay algo más maravilloso que esto. ¿Será que todo esto no es mas que una gran mentira?.
-- No, tampoco seamos tan fanáticos... Yo te podría hablar de algo parecido a esto, aunque tengo mis dudas.
-- ¿Cómo, por ejemplo, qué?.
-- Podría ser la bahía de Río de Janeiro. Aunque no creo que la iguale.
-- También se menciona la de Hong Kong, como algo precioso.
-- ¡Quizá!... Para mí, de cuantos lugares hermosos he visitado, aun no teniendo este marco, podrían ser el Golfo Triste o Morrocoy, en Venezuela. Y también de esa nación, la ciudad de Puerto la Cruz, pero invirtiendo nuestras posiciones. O sea, que si ahora estuviéramos en Vigo y mirásemos hacia aquí, podríamos establecer una comparación, con una buena dosis de fantasía.
-- ¿Cuantos países conoces?.
-- ¡Uf!, ya perdí la cuenta... De todas maneras, puedo asegurarte que todos, absolutamente todos, tienen rincones de ensueño. Estén a éste o al otro lado del Atlántico, en el Pacífico o en el Mediterráneo, es igual. Existen lugares preciosos... ¡Ah!. Se me olvidaba... Es posible que el lugar más bello de la Tierra sea la isla de Bora Bora, en el Pacífico.
Cuando el camarero descorchó la botella de champán y presentó el caviar, que yo había traído (allí, ni lo había, ni conocían el envase), los expresivos ojos de May se agrandaron de tal manera, que llegué a creer que se saldrían de sus órbitas.
-- ¿Por qué todo esto, Luís?... ¿Qué celebramos?.
Al oírla, sentí que cuanto giraba a nuestro alrededor carecía de valor.
-- El día de tu bautismo... ¿o ya no lo recuerdas?.
-- ¡Estás loco de remate!.
-- ¿Por qué?.
-- ¡Porque sí, porque estás loco!.
-- No me lo vuelvas a decir porque me voy a la tienda y me pongo una camisa de fuerza. Aunque, si te soy sincero, creo que no la traje conmigo.
-- Déjate de bromas, y contéstame... ¿Qué día es hoy?.
-- Vamos a ver... Si la memoria no me falla, si el calendario no miente, hoy es... el día dieciocho de agosto de mil novecientos setenta y cinco.
-- Eso ya lo sé.
-- ¿Y si lo sabías, por qué diablos lo preguntaste?.
-- ¿Acaso te olvidas que también soy gallega?.
-- No cambiamos... Y ahora te hablo en serio... Hoy, dieciocho de agosto de mil novecientos setenta y cinco, me levanté a la hora de costumbre. Me afeité, me bañé y me dirigí a la oficina.
-- Estamos en las Islas Cíes.- Me interrumpió.
-- Cuando iba entrar en el portal (proseguí, sin darle valor a su queja) levanté mis ojos y pude verte asomada en la ventana de al lado. Te saludé con el consabido ¡buenos días!, y me correspondiste. No me había sentado en la butaca, y descolgué el teléfono... y te llamé. Te invité a tomar un aperitivo. Subimos a mi coche y nos fuimos hasta el estacionamiento de La Guía. Caminamos hasta la cafetería, sin dejar de mirar y admirar la majestuosidad de la bahía y de la ciudad... Y sin saber cómo, nos besamos, por vez primera. Terminado el aperitivo, te acerqué hasta la casa de tu tía... Después de comer, pasé a buscarte y nos fuimos hasta el monte del Jaján. ¡Otro precioso entorno de estos lugares!... Caminamos, charlamos, y nos besamos una y mil veces... antes de hacer el amor, también por primera vez... ¡Qué hermoso es el amor, si se hace bajo el sol!. ¿Verdad que sí?.
Al detenerme, las carcajadas de May se oyeron en todo el comedor, ante tanta fantasía.
Sin dejar de observarla, hubo instantes en que me miró extrañada, pues pienso que llegó a creerse que estaba al borde de la paranoia.
-- ¡Definitivamente, estás loco de atar, Luís!. Eres devastador con tus fantasías. Pero debo confesarte que me agradan. No sé porqué, pero me agradan, me gustan... Bueno (aquí, su tono de voz descendió, haciéndose mas sobrio), brindemos, entonces, por tus fantasías y por este hermoso dieciocho de agosto.
Con gran solemnidad alzamos las copas de champán, antes de que la suya entrase en contacto con sus labios.
-- Me creas o no, este día lo guardaré en mi memoria con mucho respeto, con mucha añoranza y con mucha esperanza... Algún día te escribiré, May, y te recordaré cuanto acabas de escuchar, y te confesaré cuan feliz se puede ser, si se dan todas las circunstancias, o cuan desdichado me sentiré... si una mujer como tú me da la espalda o se venga, en mí, de las secuelas de un ayer no muy lejano.
De repente, se hizo el silencio y su rostro cambió de expresión.
-- Me preocupas, Luís... y me das miedo, mucho miedo.
-- ¿Por qué?.
-- Porque jamás conocí a nadie tan... tan fantasioso y tan... tan...
-- Perdón.- Pidió el camarero. ¿Qué vino pongo para las centollas?.
-- Ponnos un buen albariño... Espera, por favor.- Y dirigiéndome a May le pregunté si le gustaba el albariño.
-- ¿A quien no le gusta el albariño?.
-- Entonces, tráelo bien frío, por favor. Aunque tengamos que esperar, no importa.
-- Luís.
-- ¿Qué?.
-- Nada.
La comida fue de una exquisitez poco frecuente, en restaurantes de camping; pues para nadie es un secreto que la bazofia suele encontrarse en este tipo de negocios.
May, en varias oportunidades, tomó mis manos para patentizar todavía mas la inmensa alegría que sentía, y para agradecerme mi amabilidad.
-- Me gustaría que esta jornada no tuviese final.- Me dijo, un tanto emocionada.
Pensé, mas de una vez, que su euforia se debía al producto de nuestras cepas del Albariño, al calor reinante en el comedor y al par de copas de Cointreau con hielo, con las que cerramos el menú.
Sin saber porqué, recordé a mi esposa y a mis hijos. Me la imaginé en América adaptándose a nuevas costumbres: para ella, ¡tan gallega!, tenía que ser muy duro, casi insoportable, abrirse camino, lejos de aquí. ¡La maldita nostalgia!. Nostalgia por su padre, por sus hermanos, por estos mariscos, por nuestros vinos, por la música enxebre, por los paisajes y por la inconfundible y delicada arena de nuestras playas.
La recordé en otra playa, no muy lejana a ésta, con un traje de baño negro, escondidos tras unas embarcaciones (para que las miradas indiscretas no pudiesen ser testigos de que el sol y yo la envolvíamos a besos y caricias excitantes)... Y sin embargo, el sol, mis besos y mis caricias le hicieron perder el conocimiento, por la fuerte excitación; pero no, su virginidad, ya que la fecha de nuestra boda estaba “en puertas”: en breves días, nos entregaríamos totalmente, el uno al otro.
Retornaron a mi mente las imágenes de aquel día con una claridad tan aplastante, que yo mismo me asombré. Aunque debo reconocer este don que la vida me ha dado, pues me permite vivir y revivir el pasado con idéntica intensidad. Y gracias a ese don, pude volver a ver sus ojos perdidos en ese mundo de la ingravidez y de los suspiros, cuando caminamos por senderos desconocidos y salvajemente tentadores. También pude ver sus senos, gracias a mi enorme memoria, y cómo estos se fueron endureciendo, hasta semejar mi turgente apéndice... y cómo su sexo, segregando una especie de espuma blanca, intentó ocultarse tras su escasísimo vello, color oro. ¡Que niña era, entonces, y que apasionada a los placeres corporales superficiales!. Daba la sensación que estaba sintiendo la necesidad de entregarse al gran amor que nos profesábamos.
¡Que equivocados estábamos!.
Llegada la noche de bodas, y en su hora de la verdad, aquella niña no pudo soportar la presencia de mi desnudez, ni que su camisón (con dos finos lazos, por tirantes) resbalase por su cuerpo, al haberlo pisado, debido al nerviosismo o al miedo. Lo único que obtuvo de mí fue una gran comprensión, de la que nunca me arrepentí ni me arrepentiré.
“Tranquila, mi amor, tranquila... Duérmete... No voy a tocarte... ¡Buenas noches, y hasta mañana!... Y no te preocupes, mi vida... Te comprendo perfectamente... Tenemos por delante toda una vida. Ya tendremos tiempo y tiempo para entregarnos, para amarnos, hasta perder los sentidos... ¡Te quiero!”.

Por el contrario, la mujer que acababa de dejar a la puerta de su habitación me pareció, como la gran mayoría, una persona fría, calculadora, inexpresiva, casi mujerzuela, casi frígida, casi estatua de sal, ya que el único premio o recompensa que obtuve fue un beso en la mejilla, por su parte, y uno en la nariz, por la mía. Llegué a pensar, y no puedo explicarme por qué, que aquellos besos formaban parte de esa especie de contrato valedero y lícito, al que yo denominé siempre “prostitución moral”: a medida que estudian la fuerza de nuestro poder económico van soltando amarras, haciéndose a la mar de las futuras relaciones.
Iba reduciendo la distancia que separaba el Hotel (dónde ella se hospedaba) de mi tienda de campaña. Encendí otro cigarrillo y envidié al viento que robara el humo que salía de su boca, minutos antes.
Al llegar a la tienda sentí un calor insoportable. Me desnudé totalmente y dejándome caer sobre la colchoneta entrelacé mis manos, bajo la nuca. Miraba los lados del triángulo que formaba la lona y pensaba en lo muy feliz que podría ser al lado de May, sin apenas conocerla. No sé que había visto en ella, pero me infundía una enorme confianza, jamás sentida. Y al mismo tiempo, despertaba en mí un gran temor, un horrible temor, que me asustaba. Temor a que me entregara su amor. Temor a su entrega. Temor a caer irremediablemente enamorado de ella: la idea de enamorarme de nuevo, me provocó escalofríos.
Tenía el presentimiento (y a la vez, era consciente) de que May era capaz de enamorar a quien ella eligiese. Poseía todos los dones, que al Señor le imploran las mujeres. Y de ello era sabedora. Su melena, a la altura de los hombros, se separaba con una medio raya, a la perpendicular de su ojo izquierdo, dándole una personalidad definida y responsable. Y aquella melena iba cubierta, la gran mayoría de las veces, por una finísima pamela de pajilla de ala ancha y de color marfil, con una banda acanalada, en el centro de la semiesfera: portaba la pamela con cierto desaire en su mano derecha, mientras que en la muñeca lucía una ancha esclava de hueso. Sus ojos, vivos y brillantes, jugueteaban de igual manera que las olas lo hacen con la arena de la playa. Sus hombros, redondos, daban una armoniosa continuidad al cuello. Su boca, sensual y fresca, revalorizaba su respingona nariz. Su labio inferior, carnoso y sonrosado, provocaba en mí mil y una fantasías... que no debo escribir. Y su dentadura (imperfecta, por cierto) estaba muy bien cuidada. Sus brazos, largos y delicados. Sus senos, ni grandes ni pequeños, provocaban en mí la lujuria. Su cintura, marcada a la altura exacta de los codos. Sus largas piernas nacían o morían en unos muslos separados por el canto de una hoja de afeitar, los que iban descendiendo hasta los tobillos y reduciendo su diámetro con una proporcionalidad inusual. Pero, quizás, lo más importante a destacar de ella eran sus veinte dedos. ¡Sí, sus veinte dedos!. Los de sus manos, largos, estilizados y de movimientos acompasados: cómo si estuvieran interpretando la obra de Giselle, en la apoteosis del ballet. Y para los de los pies no hallo calificativo: ¡de ensueño!.
May era, en definitiva, la reencarnación de la Venus de Milo, fuera del museo del Louvre. Y ella lo sabía. Sabía también que su voz estaba bien timbrada y que el olor de su aliento era exquisito. ¡Que néctar despidió siempre su respiración!. Por eso, y cuando la ocasión se me presentó, aspiré su respirar para sentir en mi organismo la mas embriagadora droga que yo no había descubierto.
Seguía embelesado con los triángulos de la lona y recordé a un enano deforme que se llamó, y seguirá llamándose, Henri de Toulouse-Lautrec. Le pedí a Dios con todos mis fuerzas y devoción que me concediera las habilidades de “Ri-Ri” (cómo cariñosamente le llamaba su madre) y sus conocimientos de anatomía, para poder retratarla, para la eternidad.
Al cerrar los ojos pude ver a May. Sentí la necesidad de seguir bebiendo de su belleza física, hasta el fin de mis días. Y al hacerlo, me excité. Y mi excitación cabalgó mucho mas veloz sobre las ancas de mi fantasía, que sobre mi propia carne.
“¿Oh, Dios, que me pasa?”.- Le pregunté al silencio.
Aquella sensación que sentí, me recordó la que había sentido cuando sólo contaba diez años, ante las fachadas de las Catedrales de Santiago de Compostela y Burgos. Cuando caminé, años mas tarde, por las empedradas calles de Florencia, bajo una fina llovizna. Cuando sentí unas enormes ganas de llorar, al entrar en la Catedral de Colonia. Cuando chillé bajo el techo de la Capilla Sixtina, asustando a los demás turistas. Cuando escuché, por primera vez, el Concierto número 2, de Bach. Cuando pude ver, después de una larga serie de prolongados besos, como la niña más fea del colegio se bebía la primera de mis diarias eyaculaciones. Cuando mi hijo hizo la Primera Comunión, vestido de marinero. Cuando al nacer mi hija creí que se había hecho la luz. O cuando enterré a mi otro hijo, Jean Louis, llegué a creer que había entrado en el mundo de las sombras.
“¡Que injusto fue el Destino con nosotros!”.- Le confesara a mi esposa, envuelto en lágrimas.
De repente, algo en mi interior me estaba diciendo que May era mía, que May sería mía. ¿Por qué?. ¿Sobre que bases colocaba tal afirmación?. ¿Hasta qué límites llegaba mi prepotencia o la seguridad en mi mismo?.
Lo que sí puedo recordar, en la soledad de la tienda, es que con mis fantasías estaba corriendo el riesgo de enloquecer. Debía dejar de pensar en ella, y descansar. Pero, ello no me fue posible. May se estaba convirtiendo en una situación redundante: en mi obsesiva obsesión. Estaba llegando simplemente al punto de conjunción dónde se une la excitación mental con la corporal. Y cuando los seres humanos llegamos a este punto, a esa bifurcación, elegimos siempre (aunque nos resulte duro reconocerlo) el camino más fácil, el más humano, el más íntimo, el más comprensible: la masturbación. Pero, yo no podía hacer eso. A mi avanzada edad, la masturbación la encontraba fuera de toda lógica, y fuera de calendario. Quizás, porque aquel director del Convento de los Padres Mercedarios nos había dicho en una oportunidad que un pene en erección constituía una prueba “prima facie” de que el pecador dormido (yo diría, despierto) se entregaba al vicio secreto. Aquel degenerado (por llamarlo de algún modo), y basándose en no recuerdo que teoría, nos amenazaba a los chicos con cosernos el prepucio; y a las chicas, con quemarles el clítoris con ácido. Sin embargo, ignorando el por qué, deseché tales recuerdos... y no encontraba la posición adecuada. Había ensayado varias, y todas me parecieron grotescas. Tampoco le encontré sentido a la coordinación de mis pensamientos; pues, hasta para masturbarse, se requiere de una técnica. Y yo ya la olvidara.
No sabía cómo resolver aquel problema, que acababa de presentárseme. Miraba, una y otra vez, aquel maldito pene y sentía la espantosa sensación de que iba a estallar, cual pelota de niño, bajo las ruedas del camión. ¿De qué me habían servido mis estudios universitarios, si me estaba comportando como un perfecto colegial?. ¿Qué pensarían mis hijos, si me viesen en aquella guisa?. La realidad, la auténtica verdad, fue sentir que la vergüenza se entremezclaba con una incontrolada pasión: todo hacía presagiar que mi excitación vencería a la razón.
Después de unos minutos de desesperación, levanté mis ojos de aquel descomunal pene (así me pareció, por su tamaño y dureza), y me encontré con diez preciosos dedos, para los que todavía el diccionario de la Lengua Española no tiene aprobado el correcto calificativo.
“¡Dios mío, no!”.- Exclamé, para mí.
Fue tal la sensación de vergüenza y culpabilidad, de la que tantas veces había oído hablar, que sentí sobre mi propio ego una pesada carga que me impedía respirar.
Pasados unos segundos, que se me convirtieron en minutos, y creyéndome rehecho de la sorpresa, mi mirada fue ascendiendo por aquellas largas piernas (interminables, me parecieron) y pude verlas, por primera vez, separadas, muy separadas.
“Así se colocaban los camorreros, en las películas del Oeste, antes de disparar”.- Me dije.
May traía puesto un bikini de color naranja, que combinaba muy bien con el bronceado de su piel. Y allí, precisamente allí, aquel bikini cubría el porqué de mi desequilibrio psíquico. Deseé con todas mis fuerzas seguir la ascensión con la mirada, pero me resultó imposible: a May la encontré mucho más bonita con aquel bikini, que con los otros; pero, infinitamente menos bella que cuando tuve la dicha de verla desnuda, sobre la arena. ¡Que tortura, Dios mío!.
Mi naciente locura me dio la idea de llamar al Museo del Louvre, aun sabiendo que en mi tienda no tenía teléfono. Pensé en su delicado timbre de voz y me estremeció la idea. ¿Cuál sería su tono, en el instante en que me gritará su desaprobación o su decepción?. Mi respuesta sería tajante: “¡Tu tienes la culpa, May!. También tu madre, por haberte parido. Y también la Iglesia y sus moralistas son culpables, por no permitir el aborto. ¿Y sabes por qué?. Porque nunca debiste haber nacido”.
¿Qué era exactamente lo que me estaba sucediendo?. Lo que estaba sucediendo era algo muy sencillo: el desencadenamiento de mi locura, por aquella beldad.
Mis oídos y mi capacidad de respuesta estaban en situación de alerta máxima, para entrar en combate. ¡Nada sucedía!. Aquella terrible mujer, hermosa y fría, seguía sin moverse. Tanto así, que llegué a creer que no respiraba.
Clavé mis ojos en la zona de su sexo... y nada: aquel bikini se mantenía seco. En un esfuerzo sobrehumano, seguí ascendiendo por la joven y fresca anatomía... hasta que llegué a encontrarme con su mirada: una mirada que no supe o no pude estudiar. Sus ojos los hallé suplicantes, infantiles y húmedos, por una aparente emoción. Y de nuevo, las palabras de mi ansiedad golpeaban mi cerebro.
“¡Que guapa eres!. ¡Cómo me gusta esa pamela de color marfil!. ¡Cómo brillan tus cabellos, tus ojos, tu nariz y tu boca!. ¡Cuánto voy a quererte, May!”.
Sentí un gran alivio cuando, sin cambiar su expresión, su mirada se posó en mi potencia viril. Y por otro lado, me exasperaba aquel terrible silencio. ¿Por qué no me decía algo?. ¿Por qué no me llamaba degenerado, vicioso, obseso o tarado mental?. ¿Por qué no me reprochaba, de una santa vez, mi estática exhibición?. ¿Por qué no hizo la siesta, como me había anunciado, al despedirnos?. ¿Por qué violó mi intimidad, con su presencia?. ¿Por qué no hacía un giro de ciento ochenta grados y regresaba al hotel o bajaba a la playa?. ¿Por qué me estaba condenando a aquel inhumano no saber que hacer ni que decir?. ¿Por qué aquella actitud?. ¿Por qué?.
Con un delicado y elegante movimiento, May llevó su mano al ala de su pamela; y en un gesto de “por casualidad”, ocultó sus muslos y el precioso templo del sacrificio del amor, por el amor.
-- Ven conmigo, Luís.- Su voz semejó un susurro.
El agua estaba fría, muy fría. Y ello era normal en aquellas islas: cuanto más calor hacía durante el día; más fría se sentía, al atardecer. Y aquel dieciocho de agosto de mil novecientos setenta y cinco había sido un día de altas temperaturas.
Al salir del agua, nos ayudamos mutuamente a secar nuestros cuerpos, ya que estábamos titiritando: imposible articular las palabras. Y al no poder emitir mas de dos sílabas, terminamos nuestros masajes, riéndonos.
Una vez secos, corrimos por la playa, como dos niños en busca de la pelota. Yo, sacando fuerzas de dónde no las había, llamaba a May “¡fea, mas que fea!”. Y ella, con su siempre angelical sonrisa, me respondía “¡guapo, mas que guapo!”.
Tengo que reconocer, en este momento tan trascendental, que en aquel momento éramos felices, muy felices.
Cansados de tanto correr, de un lado al otro de la playa, May se dejó caer sobre su toalla. Y yo aproveché, ya que no podía con mi alma, para clavar mis rodillas en la arena, cerca del muslo derecho de ella.
Recobrada la respiración, y cuando ésta se hizo más acorde, mas acompasada, más normal, me incliné sobre ella... y la besé. La besé cómo quien besa el pétalo de una rosa, como quien besa al viento, como quien besa las olas, como quien besa el aliento del ser amado. ¡Éramos tan felices, tan aturdidamente felices, que cualquier semejanza con la realidad diaria sería irreal!. Porque nosotros, los que quisiéramos ser poetas, poseemos el don de trocar el suelo, por nubes de algodón; la arena, por estrellas; y la carne de una mujer, por el alma de Españita.
Mientras esto sucedía, recordé una serie de besos, vividos.
Cuando besaba a mi esposa, antes de casarnos. Cuando besara a Mercedes, en la Sala de Fiestas “Ambos Mundos”, de Zaragoza, al tiempo que le declaraba mi amor, con lágrimas de sinceridad: teníamos dieciocho años. Cuando besé a Españita (siete años, ella; yo, nueve) a la salida del colegio. Cuando besara los descomunales senos de Teresa en las escaleras de su casa, siendo todavía un adolescente, y acariciara su sexo, jugoso de ansiedad humana. Cuando saboreara el de Conchita, mezcla de sal y acidez: tenía, a la época, dieciséis años. Cuando besé, lamí y chupé la lengua de Nicole, mientras ella clavaba sus uñas en mi espalda. Y también cuando besara los pies de Petra, en Zaragoza, una vez girara sobre si misma para entregarme apasionadamente, salvajemente, degeneradamente, y sin otra opción, su desconocido y endiablado ano.
“¿Qué será de Petra?”.- Me pregunté, sin dejar de besar a May.
Se había ido a Barcelona, y nunca mas supe de ella.
Petra era una apetitosa pueblerina, casi analfabeta, plena de fogosidad animal, y hermana de mi peluquero. Le gustaba ver, porque la ponía cachonda (así me lo había definido, en repetidas ocasiones), cómo los burros montaban a las burras; cómo los caballos introducían, con bastante dificultad, aquel hermoso instrumento, a las yeguas; cómo los perros lamían a las perras, antes de cubrirlas; cómo los muchachos del pueblo se hacían una paja, a su salud, mientras ella descendía por el sendero que la llevaba a la carretera. Presumía, la inolvidable Petra, de haber visto la casi totalidad de los “palos” de su pueblo. Pero, el que más le había llamado la atención, por gordo y oscuro, era el del hijo del Cabo de la Guardia Civil.
“Una de aquellas tardes (me confesara Petra) y cuando yo iba a buscar una bolsa de leche a la bodega que hay en la carretera, empezó a hacerse una paja en el medio del camino. Bueno, eso es lo que hacían todos los mozos del pueblo, cuando bajaba a los recados. Para mí, que todos sabían a que horas bajaba; pues siempre me encontré con alguno... No, no es verdad... Hubo días en que me esperaban varios. ¿Y sabes lo que hacían los muy desgraciados?... Se ponían en el camino, separados. Uno, aquí. Otro, allí. Otro, mas abajo. Y el hijo del Cabo de la Guardia Civil me esperaba siempre en el mejor sitio: en la curva de los matorrales... Entonces, al verlo, me paré delante de él... y esperé a que terminase de echar toda la leche. ¡Cómo me gustaba el mozo!. Me gustaba tanto, que le dije que el día que estuviera solo me tenía que enseñar a mí hacer eso”.
“¡Que bestia eres, Petra.- Le exclamara, desde el fondo de mi alma.
“¿Por qué?... Seguro que a ti también te gustaría. ¿Y sabes por qué?... Porque nunca vi un “palo” tan gordo, tan negro y tan bonito, como aquel”.
A Petra le gustaban los chistes groseros, sucios y morbosos. A Petra le atraía el mundo animal, hasta el extremo de confesarme que hubiese preferido ser burra o yegua, en lugar de mujer. A Petra la enloquecía sentirse mojada (cachonda, como ella adjetivaba), por las caricias recibidas. Pero, en Petra, se daba una curiosa circunstancia: conservar la virginidad, era fundamental. Por esa razón, no tuvo inconveniente en que, poco a poco, y uno a uno, los “palos” de los mozos del pueblo penetraran su casto ano.
Por otra parte, Petra era muy religiosa y comulgaba todos los domingos: la única tarde que no hacía “guarradas” era la del sábado, por haberse confesado. A pesar de su ignorancia, Petra poseía el don de la intuición: con sólo mirar a los ojos de los hombres, incluido el Cura de su aldea, adivinaba sus pensamientos y deseos. Porque al confesar semanalmente todas las “cochinadas” a aquel ministro de la Iglesia, amén de los otros pecados, éste buscaba y rebuscaba en sus relatos pecaminosos la máxima información, con la disculpa de calificar con mayor o menor gravedad sus experiencias, y ella se iba dando cuenta de las tendencias masculinas.
“Para mí (me dijo, en otra oportunidad) aquel cura se ponía muy cachondo con mis pecados, pues su respiración se agitaba y su lengua se atontaba. Al final, me costaba trabajo entenderle lo que me decía”.
“¡No me digas!”.
“Pues, es verdad... Un día me preguntó si me dolía mucho, cuando me metían el “palo”. ¡Imagínate, que pregunta!”.
“¿Y tú que le contestaste, Petra?”.- Le preguntara.
“A mi no me importó nada. Yo estaba cumpliendo con mi obligación de católica. Si quería comulgar el domingo, tenía que confesarle toda la verdad. Y como yo quería comulgar los domingos, ¡qué me importaba!. ¡Allá él!”.
“¿Le contabas lo mismo que me cuentas a mí?”.- Le insistí.
“¡Pues, claro!... Lo único que nunca le dije fue el nombre del mozo que la tiene tan gorda, tan negra y tan bonita”.
“¿Te preguntó el nombre?”.
“Varias veces, pero no se lo dije. ¿No crees que hice bien?. Para mí, que aquel salido quería que hiciese con él, lo mismo que me hacéis vosotros”.
“¿Y por qué con él no lo hiciste?”.
“Porque en el pueblo se decía que la criada que tenía era muy celosa, y que a mas de una ya le había dado lo suyo”.
Aquellos recuerdos de Petra provocaron en mí tal risa, que May se sorprendió.
-- ¿De qué te ríes?.- Me preguntó, contagiada por mi risa.
-- Acabo de acordarme de algo insólito.
-- ¿Qué es, ello?.
-- Me estaba acordando de las confesiones de una pueblerina, que se llama Petra.
Desperté tanta curiosidad en ella que le relaté cómo la había conocido, de lo ardiente que era, de su obsesión por salvaguardar la virginidad y de lo salvaje que se volvía cuando el pene recorría su recto. Lo que no le descubrí fue que cuando aquel inmenso placer se agigantaba, introducía uno o dos dedos en su vagina, con tanta violencia, que llegué a creer que algún día la desgarraría.
-- ¡He ahí el principio del principio!.- Murmuró May.
¡Que hermosa era la virginal creencia de Petra!. ¡Que bella era aquella ignorancia!. ¡Que maravillosa era su forma de adecuar la pasión salvaje y descontrolada a la más pura concepción humana!.
Sin recurrir a la morbosidad, le relaté a May (o quizás, le insinué) imaginándomela de rodillas ante el confesionario y vomitando su verdad. ¡Pobre sacerdote!. ¡Que autodominio tienen que ejercer para no inmutarse ante tantas miserias humanas!. ¡Cuan grande tiene que ser la Fe de estos hombres para evitar la tentación de caer en esa realidad cotidiana: en el pan nuestro, de cada día!. ¡Qué llenos de Dios deben sentirse para poder soportar, con resignación y respeto, el martirio impuesto por la Iglesia, al tener que oír y escuchar nuestras confesiones orales!. ¡Cuanta tristeza deben sentir por nosotros!. ¡Cuánto amor deben profesarnos!. O por el contrario, ¡cuanto odio deben tenernos!... Sólo Dios podría respondernos a todo esto: a este sin fin de reacciones humanas, a nuestros complejos de inferioridad, a nuestro afán de libertinaje, a nuestras apetencias de poder y lujuria, a este rebuscar la felicidad en nuestros propios excrementos, a este nuevo renacimiento de Sodoma y Gomorra.
-- Luís, perdóname la franqueza, pero... has sido un degenerado.- Protestó, May.
-- ¿Por qué?.
-- ¿Te parece poco?.
-- No me siento culpable de nada, absolutamente de nada. Debes entender, May, que aquella pueblerina tenía y tiene, si es que vive todavía, diez años mas que yo. Aquellas eran sus normas, sus reglas. O las aceptabas o las dejabas. Era su doctrina, no era la mía. Y al tener veintiocho años, ella; y dieciocho, yo, supuestamente sabía lo que hacía y lo que quería. ¿De qué lado estaba la depravación?.
-- Lo siento, Luís. Para mí estaba en ti; pues ella, así acabas de confesarlo, era una pobre y triste analfabeta. Y tú, a pesar de tus pocos años, sí sabías adónde la llevabas, por aquel camino.
-- Veamos, señorita... Mi generación se forjó entre una total desinformación y la miseria mas absoluta. Mi generación respiró el misticismo de las novenas a los Santos y Santas de turno. Asimismo, tuvo que escuchar las narraciones de nuestras familias y amistades. Y por si todo esto fuera poco, todavía se nos hablaba de tiña y ceguera, provocadas por la masturbación, como si la masturbación fuera pecaminosa o deshonrosa.
-- ¿De verdad?... Pues yo no tengo ningún inconveniente en confesarte que me he masturbado, y que me masturbo, de vez en cuando. Y no creo que me esté deshonrando o deshonrando a mi familia.
-- Espera, que no he terminado... Se nos avergonzaba, en plena calle y ante las amistades de nuestros mayores, porque habíamos tenido una polución nocturna, como si esas eyaculaciones fueran una tragedia... Se nos seleccionaban las amistades masculinas, a nosotros, porque las niñas eran malas y contagiaban enfermedades incurables. Tan incurables, que podían llegar a ocasionarnos la muerte. Léase purgaciones, chanclos, sífilis, etc. Y a vosotras, otro tanto de lo mismo: los niños buscarán siempre el pecado, la deshonra de la niña y la corrupción de la vida. Y si por azar, una niña quedaba embarazada se la expulsaba del hogar y la enviaban a la calle de la vida, para pagar su miseria y su ignorancia. ¿Y sabes dónde terminaban, la gran mayoría de ellas?... ¡Bajo las ruedas de un tren!. Y de esta brutal realidad podría decirte muchas cosas mi padre, pues a él le tocó presenciar varios levantamientos de cadáveres, como Jefe de Estación de la Renfe.
“La chiquilla de esta mañana no tendría más de quince o dieciséis años”.- Le comentara mi padre a mi madre, con lágrimas en las mejillas.
Se hizo un silencio... ¡tan absoluto!... que ambos tuvimos la sensación de que nuestros tímpanos se perforaran y sangraban, ante los gritos de las suicidas.
-- ¡Que hijos de puta eran aquellos padres!.- Exclamé.
-- No, Luís. Yo no los calificaría tan duramente. Para mí, eran unos ignorantes. Nada más.
La mirada de May me taladró con tanta fuerza, que el silencio del silencio se hizo silencio.
Sin pensarlo, volví a besarla para dar fin a aquella conversación; pues sabía, por experiencia propia, que con la gran mayoría de las mujeres no se puede jugar con los dados trucados. Y May, aparentemente, tampoco lo aceptaría; pues, a través de ciertas respuestas, llegué a la conclusión de que ella respetaba las leyes del juego. May tenía razón... o así me lo pareció: en esta vida sólo la minoría juega limpio. Y nosotros éramos parte de esa minoría.
También me hizo recordar a Españita cuando tan sólo contaba nueve años: limpia y transparente como gota de agua, en la fuente.
La invité a que abandonásemos la playa: el frío se hacía sentir. Recogimos las toallas y nos encaminamos a la tienda. Durante el trayecto no emitimos un solo vocablo... pero no dejamos de besarnos. ¡Éramos felices!. ¡Empezábamos a ser felices, inmensamente felices!.
No sé por qué razón recordé aquella melodía, titulada en español “el amor es algo maravilloso”.
“¡No, eso no!”.- Me dije.
No era cierto. El amor no tiene nada de maravilloso. Además, yo no sentía amor por May. May era simplemente una bella mujer, que yo deseaba poseer. Pero... ¿cómo y cuando iba a poseerla?... Por momentos creí que ella ya estaba dispuesta a hacerlo conmigo. Segundos después, algo en mi interior me decía que no; que nunca sentiría los dedos de ella, clavados en mi espalda; que jamás sentiría el peso de sus rosadas nalgas sobre las palmas de mis manos; que no presenciaría la forma y manera de morderse los labios, por placer, al iniciarse la penetración; que mis oídos no la oirían gritar esas frases, que nos hielan los sentidos: “¡que gusto, mi vida”, “despacio, por favor”, “aguanta un poco mas”, “me estás volviendo loca”, “mas adentro, amor mío”, “mas rápido”, “dámela toda, toda, toda, hasta llenarme”, etc., etc.
May me recordó un lejano otrora, cuando intenté llenar mis manos con agua del mar. También hizo que viniera a mi mente otra época: cuando jugando a la ruleta en el Casino de Curazao me desesperaba aquella diminuta bola de marfil saltando grotescamente por todos los números y colores, como si quisiera burlarse de mis males, o como payaso de circo que nos arrebata nuestros sinsabores con su poesía, con su ternura y con su don.
May era sí. May me parecía así. May tenía que ser así. De otro modo dejaría de ser May. Y May era esa mujer que todos llevamos dentro de nuestra propia sensibilidad. La mujer que hace vibrar las cuerdas más sensitivas de nuestra existencia. La mujer de los Cuentos de Hadas: Princesa, plebeya, Españita, Petra, Teresa de Calcuta, Ángel de Belsen-Bërgen, tierra y estiércol.
May era la descomposición de la luz del ocaso. May era la elegancia y el aroma de las flores. May era el hedor de la pólvora y de los cadáveres recién nacidos. May era la pérdida de los valores sociales y el nacimiento de las apetencias sexuales. May era el todo y la nada. May era la nada y el todo. ¿Por qué?. ¿Qué era May?. ¿Quién era May?. ¿En que cuna había nacido?. ¿Dónde se había educado?. ¿Quién la asesorara?.
Para mí (opinión muy personal) May era la provocación de las leyes naturales. May era el resultado químico de la fusión de todas las mujeres del mundo, en una sola. Y en esa perfección química, psíquica y orgánica estaba May.
Siempre he creído, y lo sigo creyendo, que lo que una mujer es; o mejor dicho, lo que queremos los hombres que una mujer sea, es el producto de lo que desearíamos que fuera. Por ejemplo, May bien pudiera haber sido la hija de un honrado cantero y una hacendosa señora: la que para ayudar al mísero salario de su esposo, había abierto una pequeña mercería. Y al trabajar los dos de sol a sol, la niña tuvo que ser criada por una tía. ¡Otra gran señora!.
Hipotéticamente, a May pudo haberle sucedido, debido a su belleza, que un día en una Sala de Fiestas (cómo a tantas y tantas jóvenes, por ser lugares idóneos para despertar muchas apetencias) uno de los músicos de la orquesta o uno de los camareros del local la haya enamorado, cuando sólo contaba diecisiete años... o dieciséis... o quince... ¿Quien lo sabe?. Pero lo mas triste, lo mas humano, lo mas detestable es que aquel picaflores (siempre hipotéticamente) le haya ofrecido matrimonio, a cambio de su virginidad: precio que se le antojaría justo cuando los sentimientos son puros, cuando se cree en el AMOR, con mayúsculas, cuando la mente está limpia, cuando el alma no cabe en el pecho del espíritu, cuando la adolescencia tiene la fuerza del poder o cuando el amor es honor.
Quizá aquel personaje estaba casado: es lo que supongo. Tampoco llegué a saber por qué los casados tienen tanto éxito con las jovencitas, y con las menos jóvenes. Posiblemente, como me comentara una joven madre parisina, “se debe a que los casados son mucho más delicados con las novatas que los adolescentes. Y por otro lado, el riesgo de un embarazo es menor, por la cuenta que le tiene a él”.
Esa situación psico-social provoca (sobre todo, en las jóvenes) reacciones insospechadas, ya que las futuras conductas forman parte de las miserias humanas. En un principio, cuando la realidad ya se ha hecho presente, sentirán una repulsa hacia los hombres, en general. Después, si no hubo un acercamiento tácito hacia el lesbianismo, aparecerá la sed de venganza. Y al final, sufrirán en su interior la más triste soledad y miedo.
Siguiendo con mi hipótesis (si lo anterior fuese cierto) sería fácil entender (en el supuesto de que algún hombre haya sido capaz de entender a una mujer) que un engaño de tal magnitud, y a una edad tan temprana, deja siempre secuelas.
A medida que iba analizando a May (lo confieso bajo el riesgo de estar cometiendo un grave error) la fui situando en una de las etapas. Y si la he situado en la de la venganza fue porque me dio la impresión de que era ese su objetivo: vengarse de aquel cabrón o de quien intentase envolverla con esperanzas o de quien la llenase de ilusiones, de poesía y de semen. Y como las cicatrices debían ser recientes, por su corta edad, éstas seguían abiertas e infectadas. Por lo tanto, no permitiría que nadie le pusiese el dedo sobre la llaga. Pero, en el supuesto caso de que May intentara vengarse de un pasado nada feliz, ¿sobre quien recaería su venganza?. ¿En su novio o en mí?.
Cada vez que pienso en la despedida de May (la que inevitablemente, más tarde o más temprano acaecerá) siento la triste sensación de que ese día será horrible, ya que descubriré lo mucho que la estoy amando. Y en el supuesto de que me hiciese saber su dirección, me volcaría en cuerpo y alma a escribirle; porque, al hacerlo, le confesaría la verdad de mi verdad: el gran amor que había despertado en mí, en tan poco tiempo.
A medida que las fechas vayan cayendo del calendario (como lo hacen las hojas, en otoño) los celos por ella me roerán salvajemente. Y al llegar la Navidad, días en que los recuerdos hacia los seres queridos se hacen mas patentes, descargaré mi desesperación por su renuncia en una frase vulgar: ¡vete a la mierda, niña!. Y ahí, precisamente ahí, comenzará el cataclismo, mi cataclismo, por la pérdida total de ella, y estos maravillosos días que estamos viviendo se convertirán en desesperación... hasta llegar a maldecir el día en que la conocí.
Pensaba en todo esto, por adelantado, y me estaba convirtiendo en su esclavo y en su víctima. Me estaba autosugestionando hasta tal punto, que empezaba a creer que nunca mas sería feliz, sin su compañía. Sólo quedarían, como recuerdo de algo increíblemente hermoso, las fotografías que le estaba haciendo... la supuesta carta de renuncia... y la incalculable serie de momentos maravillosos, que nunca llegaré a olvidar: besos, risas y amor. ¡Mucho amor!.
¿Por qué me obsesionaba en la carta de renuncia, cuando no tenía adónde enviarla?. ¿Será porque la creo capaz, a pesar del poco tiempo que hace que la conozco, de contestarme en términos parecidos, meses después?. Al igual que aquel personaje (me refiero al conde de Toulouse-Lautrec) tal carta la llevaría conmigo hasta el fin de mis días: para mi propia tortura, por el error cometido.
“Vigo, 23 de abril de 1.976.
Estimado Luís:
¿Cómo quieres que te escriba, después de la “expresiva” carta (o postal) de felicitación de Pascuas, que me mandaste?.
Sigo refiriéndome a dicha postal para contestarte lo mismo que tu me mandaste, en la citada. Es decir, que te vayas al mismo sitio dónde tu me mandaste; pues ando dando vueltas y más vueltas y no hallo dicho lugar. Y como tu debes ir muy a menudo, espero que al recibo de ésta ya estés de vuelta. (Por si no lo recuerdas lo escribo por tí y te refrescaré la memoria diciéndote que me habías mandado a la MIERDA).
Ya veo, por tu carta, que te acuerdas mucho de mí, por ejemplo. Es decir, que respetando el nombre de May, has invertido mis dos apellidos: aquí, en Vigo, primero se pone el apellido del padre; y luego, el de la madre. ¡Claro, como te acuerdas tanto de mí!... Ya no sabes ni como me llamo. ¡Ay, Luís!.
Y como me dices en tu carta que querías saber de mí, pues te contaré que ya tengo diecinueve años (gracias por la felicitación): uno mas, que cuando te conocí, y me conociste. Que ya tengo coche. Que trabajo. Y lo más importante, ¡qué soy muy feliz! en éste, mi Vigo, y a punto de casarme. No sé con quien, pero es igual.
Bueno, Luisito, hasta que te vuelva a ver... o a oír tu encantadora voz... o a leer tu maravillosa escritura.
Recordándote mucho,
May.”
Pensaba, ya que no puedo dejar de hacerlo, que un año mas tarde la llamaría por teléfono, para saber de ella. Y ella me confesaría que iba a casarse con un individuo que no era de su estatura moral ni tampoco de su nivel social, pero era igual. ¡Al fin y al cabo, todos somos iguales!. En una palabra, que iba a cometer otro desaguisado mas, en la vida de ella. Que iba a verse sola, mucho antes de que su veintena de años llegase al final. Que le daría mucho miedo, muchísimo miedo, el volver a encontrarse conmigo, ya que le confesaría lo mucho que sigo amándola.
¿Por qué llegué a esta conclusión?. Creo que llegué a ella porque esto sucede siempre, o casi siempre; porque May seguiría sin digerir el cruel desengaño al que fue sometida, en su adolescencia. Engaño que no va a perdonar jamás, lastimase a quien lastimase y cayera quien cayera. Porque lo que sí tendría muy claro es que aquella cobardía había generado una factura. Y esa factura la iban a tener que pagar con lágrimas y sangre, quien o quienes se interpusiesen o se cruzasen en su camino. Sin embargo, lo más triste de todas estas venganzas, un tanto injustificadas, es que siempre, siempre, recaen en los honestos, en los nobles, en los sinceros, en los románticos: en los débiles, según ellas.
Algo en mi fantasía se acercaba a la verdad, pues me confesó que yo era el hombre número cuatro.
Y si todo esto sucedía tal y cómo lo estaba imaginando, yo seguiría luchando por obtenerla de nuevo, y para siempre... aunque ya estuviese casada. Porque May es y será la criatura que necesitará comprensión y amor, reales. Un amor sublime, único, perdurable y estable. Un amor al que ella se había hecho merecedora, por sus grandes virtudes; y del que nosotros, los románticos, estamos rebosantes.
May no podía, no debía caer en las garras de un hombre joven (no, porque ellos no sepan amar y respetar) sino porque un joven carece de esa capacidad de análisis para comprender lo mucho que ella ha sufrido: para ella, la pérdida de su virginidad era algo muy trascendental e irreparable. Una virginidad perdida por haber creído en el amor de un hombre egoísta e inmoral. Una pérdida del himen de sus creencias transparentes y puras, a cambio de unos pocos minutos de pasión (por parte de él) y a unos minutos de escozor (por parte de ella): normalmente la mujer en su primera experiencia sexual sólo es receptora de semen, y nada más.








VII.




No sé por qué razón me resultó siempre agradable escuchar una larga serie de melodías, en una noche de luna llena, y al aire libre. Quizás, por ello, nunca olvidaba la radio. Porque cualquier aparato de radio era y es mi fiel acompañante, desde que contraje matrimonio con la soledad: ese abominable monstruo, con nombre de mujer, que socava el punto de equilibrio emocional y que nos arrastra, la mayoría de las veces, a depresiones horribles.
Nos encontrábamos acostados sobre la arena de nuestra playa, bajo la plateada luna, soportando un calor increíble, a pesar de lo avanzado de la hora.
Tenía la impresión de haber fumado media docena de cigarrillos cuando May se decidió a fumar el primero de un día que finalizaba... o de un día que comenzaba: era medianoche. ¡Era igual!. Lo que ya no era igual es que al pasar el ecuador de las fechas, me hallaba ante un día mas de incertidumbre... o ante uno menos de vivencia y existencia.
-- ¿Sientes calor, Luís?.- Me hizo la pregunta, al tiempo que yo me quitaba la camisa, de color vino Burdeos.
-- ¡Muchísimo!. Pero tu, por lo que puedo observar, lo soportas mucho mejor.
-- No lo creas. Lo que sucede es que no se me ha ocurrido traer puesto el bikini.
-- Por la mañana había mas luz, que ahora.- Ironicé.
Aquel recuerdo nos hizo reír.
-- Entonces, y si no te molesta, me quedaré en sostén.
Nunca podré saber si fue la luna llena, el silencio guardado, el canto de la mar o las dulces notas de aquellas melodías que brotaban como gotas de agua, de la radio, pero cuando la vi con su diminuto sostén blanco (muy francés, por cierto) sentí ardientes deseos para que el inexorable avanzar del tiempo se detuviera allí, y para siempre.
“¡Que buena estás, Dios mío!.- Pensé, sin dejar de mirar el sostén.
Sentí inmensos deseos de proponerle aquello que pudiera calificarse de normal, en aquellas circunstancias; ya que mi mentalidad española izaba la bandera de guerra. Y cuando la bandera de guerra está ondeando desde el mástil de la erección, nosotros, los imbéciles, llegamos a creer erróneamente que las mujeres no pueden resistirse a nuestros ataques, por ser nosotros los expertos mercenarios. ¡Porque el hombre es el que sabe y el que domina la escena!. Porque el hombre se convierte en un irresistible macho cabrío. Porque la mujer que está a solas con un hombre, a medianoche, es la cabra de monte que espera que el macho la monte, dónde, cuando y como quiera éste... aunque luego, se lamentará de haberlo complacido: esa escena forma parte del juego amoroso, imaginado por el hombre.
Sin dejar de mirarla, mi mente alzó vuelo. Pensé en varias alternativas, y llegué a las siguientes conclusiones:
Primera.- Si me insinuaba o la atacaba, seguramente no volvería a salir conmigo.
Segunda.- ¿Por qué no hacerlo?. A fin de cuentas, May era una desconocida. ¡Que podía importarme!.
Tercera.- Una vez confirmada su edad, dieciocho años, nuestros diálogos podían ser mas desnudos, mas profundos.
Cuarta.- Aquella mujer de carne y hueso me estaba desequilibrando los sentidos. Y si yo era el cuarto hombre, ¿por qué no arriesgarme a buscar su consentimiento?.
Quinta.- Por otro lado, May comenzaba a ser mas que un simple polvo o una simple aventura de verano, pues hallaba en ella algo mucho mas placentero que el placer, por el placer.
No entiendo por qué la mente me enviaba todo su poder, toda su fuerza, hacia mis órganos vitales; ya que con ello reaparecían en mí una especie de convulsiones, las que simultáneamente hacían que venciese la erección, a la razón.
Miraba y remiraba aquel precioso cuerpo y sentía en mi interior unas enormes ganas de penetrarla, de besarla, de mamarle los diminutos senos, de lamerle los muslos, de introducirle la lengua en su sexo y libar su clítoris, de clavarle las uñas en las nalgas, de morderle los hombros, en tanto en cuanto mi eyaculación no hiciese acto de presencia.
Volví a estudiarla y la encontraba, además de hermosa, inteligente, observadora y segura de si misma. La veía como el Hada de los Cuentos de Infantiles: ese personaje que todos soñamos, desde nuestra más tierna infancia.
Lo que no debía olvidar es que ella tenía novio. Y esa verdad me estaba mortificando. Así que puse punto y final a esos locos pensamientos (muy humanos, por cierto, pero totalmente descabellados) y encendí otro cigarrillo. Y una vez apagado el encendedor, me eché cuan largo soy sobre la arena, todavía caliente, y fijé mi mirada en las estrellas.
-- ¿Qué piensas, Luís?.
Tardé unos segundos en organizar mis ideas, para afrontar un nuevo diálogo. Pero May no se hizo esperar, y repreguntó.
-- Que te tengo miedo, mucho miedo, May.- Le respondí, sin dejar de mirar el infinito.
-- ¿Por qué?.
Aquella voz, ¡tan suya!, se convirtió en un susurro que secó mi garganta; de tal manera, que llegué a pensar que se trataba de una bajada de tensión.
-- Siento mucha sed, en este momento, May... Y tu...
-- ¿Es una pregunta?.
-- ¿Qué coño me está pasando contigo, May?.
-- ¿Qué te sucede?.
-- May, perdóname... Debes sentirte incómoda sobre ese suéter, ¿verdad?.
-- Estoy bien. En casa suelo tirarme sobre la alfombra. Eso es bueno para la columna. Y yo tengo pequeños problemas con ella.
Tiré con fuerza y con rabia el resto del cigarrillo, al venir a mi mente la supuesta imagen de su novio: comenzaban los celos.
¡Que absurdo comportamiento, el mío!. Estaba empezando a comportarme como el estudiante de bachillerato enamorado de una de sus compañeras de clase. Me sentía un hombre inmaduro, niño y adolescente... con retazos de caprichos. Y May necesitaba, bajo mi punto de vista, un hombre hecho y derecho. Máxime, después de las experiencias vividas con los tres antecesores. Porque May, por lo que pude sonsacarle, salió con ellos por un simple “pase de factura”, por no creer en nadie, por las secuelas de una tonta aventura, por querer aprender aquello que le fue vedado en su primera experiencia y por basar el resto de sus días en actos de amor, sin amor.
“O para matar la soledad de los fines de semana... en camas distintas... y con tipos distintos”!.- Pensé.
-- ¿Por qué no me hablas de tu novio, May?.- Le pregunté.
-- Me parece una galantería, por tu parte; pero una ridiculez, por la mía, si lo hiciera. Y menos ahora.
-- ¿Por qué, este “ahora”?.
-- Porque me encuentro a solas con un hombre que casi no conozco... en sostén... a media noche... y en una playa solitaria.
-- ¿Y qué puede pasar?.
-- Espero que nada, pero no lo encuentro muy acertado... ¡Olvídalo!... Cambiemos de tema, por favor.
Me incorporé y encendí otro cigarrillo.
-- Mucho fumas.
-- Creo que sí.
-- Puedes creerme. Pareces una locomotora.
-- Debo estar en las tres cajetillas diarias, mas o menos.
-- ¿Por qué fumas tanto?.
-- El cigarrillo es, para mí, el incansable amigo o mi fiel asesino. No lo sé.
-- Pero, ahora no estás solo.
-- Ahora, no. Pero dentro de pocos días, sí.
-- ¿Qué pretendes decirme?.
-- Perdóname si te respondo como antes... ¡Te tengo miedo, May!.
-- ¿Por qué vas a tenerme miedo?. No lo entiendo. Es algo que todavía no has querido explicarme. ¿Por qué?.
-- Créeme que intentaré evadir esa respuesta, hasta dónde me sea posible.
Se hizo el silencio, y nos miramos. Sorpresivamente, May me pidió el segundo cigarrillo del día.
-- ¿Por qué evades esa respuesta?... Si te digo que ahora no te comprendo, es cierto, Luís... Te recuerdo que nos hemos conocido en un restaurante. Y en los restaurantes se conocen diariamente miles y miles de parejas.
-- En el barco, si te es igual.- Atajé, con malestar.
-- Para mí, es lo mismo... De acuerdo, ha sido en el barco... Hicimos un recorrido por esta maravillosa isla, como si nos conociéramos de toda la vida: como dos buenos amigos, digo yo. Después, pasamos la tarde juntos... a pesar de la escena del desnudo.
-- Eso fue circunstancial.
-- Sobre tal circunstancia no tengo nada que objetar... Mas adelante, me confesaste tu vida íntima, cuando muy bien has podido inventar algo diferente, y menos áspero. Cenamos juntos... y acepté este segundo paseo con una naturalidad que me sorprende.
May se detuvo, me miró a los ojos y continuó.
-- Supiste y sabes guardar la distancia correcta. Optaste por un comportamiento, que te agradezco. Y...
-- ¿De verdad, lo crees así?.- La interrumpí.
-- ¡Sí!.
-- Gracias, May.
-- Aunque has tenido momentos de debilidad, cosa que entiendo... Por tu mente cabalgaron ciertos pensamientos... digamos, humanos... que no quiero ni puedo valorar... Debo confesarte también, que estaba preparada para pararte los pies; pues, por desgracia, he sufrido y sufro esos embates, casi a diario. Sin embargo, me agradó y me agrada tu actitud; ya que por el contrario, no estaría aquí. Así que puedo decirte algo: te recordaré, créeme.
-- Me agrada oír eso.
-- Por consiguiente, cuando nos despidamos lo haremos como dos buenos amigos.- Volvió a hacer una pequeña pausa, y continuó, sin dejar de mirarme a los ojos-. Te diré mas... Estoy segura de que estas vacaciones, siendo distintas a como las había programado, serán estupendas, divertidas... y probablemente, transcendentales y ¡únicas!. Pero, si me lo permites, quisiera decir algo más. Tengo la impresión, y te ruego que me disculpes, de que quieres llevarlas por unos derroteros que yo no deseo, ni comparto.
-- No sé adónde quieres llevarme.
-- ¡Ay, Luís!... ¿Por qué los hombres sólo veis sexo, sexo y más sexo, cuando estáis en compañía de una mujer?. Pareciera que es lo único que os interesa y que os satisface, cuando hay muchos y mejores elementos a valorar en la vida de cada ser humano.
-- Si no estoy equivocado, esa es tu opinión.
-- Sí, ya lo dije... Pero, verás... Esta naciente amistad entre nosotros puede ser mucho más atractiva, mucho más afectiva, mucho más sincera y mucho más duradera que... ¿cómo te lo diría?... ¡ah, ya!... que si nos dedicásemos a hacer el amor, sin ningún tipo de escrúpulos... ¿Qué quedaría en nosotros, te pregunto, después de la despedida?... Nada. ¡Nada de nada, Luís!... Probablemente quedaría una frustración, una repulsa, un mal sabor de boca... y un vacío. Sí, creo que sí: ¡un inmenso vacío!... Por lo tanto, sigo sin comprender porqué no quieres contestar a mi pregunta.
-- Por favor, May, no insistas. No lo entenderías, aunque intentase explicártelo.
-- ¿Y por qué no lo intentas?.- Me atajó, en tono reconciliador. Piensa, por otro lado, que estas primeras jornadas tienen que ser así: de observación mutua, de desconfianza mutua.
-- Ya.
-- Pero, al ser... ¿me permites que diga los dos?... al ser ambos unos buenos chicos, por principio, huelgan los entredichos de los jovencitos, aun siendo yo joven, huelgan los romanticismos caducos, huelgan los melodramas, huelgan los enamoramientos incontrolados de los poetas, huelgan las conquistas de los turistas, etc., etc... Reconozco que en algunos momentos puedo dar la sensación de ser una mujer calculadora y fría. Y nada mas lejos. Me considero una mujer sumamente romántica, muy sensitiva y amante de disfrutar, en pareja, los maravillosos dones que la vida nos regala.
De nuevo, el silencio. Se hizo un gran silencio, un interminable silencio. Sus ojos y los míos se clavaron en el pequeño oleaje del océano. Cada uno, por separado, intentaba relajarse, ya que las vacaciones son para eso: descargar las tensiones diarias, y acumuladas durante once meses. Porque las vacaciones, a mi entender, son casi todo y casi nada: leer, poner en orden los pensamientos, escuchar música, deshacer la rigidez de los horarios del desayuno, de la comida y de la cena, desempolvar los vaqueros y los shorts... para desencadenar la competencia, entre vello rubio, negro o blanco, que de todo hay en la viña del Señor. Y los mas osados, exhiben sus bíceps, sus barbas ó sus paquetes, como ahora se denominan. Y para no ser menos, las liberadas nos muestran, con timidez o descaro, los hermosos atributos que la madre naturaleza les ha otorgado, colocándose un dos piezas, que, con el paso de los veranos, se minimiza: dejando al desnudo las intimidades de la alcoba o del cuarto de baño. En pocas palabras, las vacaciones se están convirtiendo en una especie de bacanales, a la romana... lejos del Imperio.
May, por intuición femenina, se había dado cuenta de que me gustaba, y mucho. May me manifestó que se sentía halagada por ello, y que era posible que entre nosotros surgiera una bonita amistad. Pero, yo sentía, a medida que la estudiaba, que May no estaba dispuesta a cambiar su ritmo de vida o su monotonía. Por consiguiente, si yo quería avanzar en mis sueños, o por decirlo con mayor crudeza, si yo quería acostarme con ella tenía que dejar aparcados los temas románticos que pudieran comprometerla y aparentar una indiferencia, que nunca he conocido; ya que siempre, siempre, me diferencié del resto de mis congéneres por pasar a las palabras aquello que sentía o pensaba, doliese a quien doliese. Esto último, debo confesarlo, me ha traído mas problemas, que felicitaciones. Porque, a medida que los años me fueron tallando el carácter, llegué a una conclusión decepcionante: “la mayoría de nosotros queremos oír frases hechas, halagos personales, que nos permitan jugar absurdos juegos sociales; y con ellos, incrementar nuestra vanidad individual”.
Para que se me pueda entender mejor, yo me he negado siempre a aceptar que un elevado porcentaje de los muertos que entregamos a los suntuosos panteones familiares; a los nichos, de la clase media o a las fosas comunes, de los indigentes, no eran ni más ni menos que unos cabrones egoístas o unos hijos de puta, que pasaron por la vida como los tifones: devastando cuanto hallaron a su paso. Unos, desde la fuerza del poder económico, social o político. Otros, desde la estatura que da la clase media: la que nunca supo aceptar que le permitieron llegar hasta el rellano de la escalera, nada más. Y los terceros... ¡Ay, los terceros!... Los terceros nunca han comprendido que su misión era esa: la de servir de estiércol para abonar las tierras de labranza. ¿A qué otra cosa pueden aspirar?... Quizá, los demagogos les hablaron de derechos humanos, de igualdad de oportunidades o de repartos equitativos. Quizás, a esos indeseables, a esa carroña social, les dijeron que todos somos iguales ante las leyes. Y quizás, a fuerza de repetírselo, se lo llegaron a creer. Llegaron a creer que la supervivencia les estaba garantizada, a través del estudio o de una formación profesional. Llegaron a creer que “el pan nuestro, de cada día” les sería dado, con la ayuda de Dios. Llegaron a creer que “los últimos, serán los primeros”, en el Reino de los Cielos. Pero, cuando se encontraron con la verdad de la verdad, nacieron los problemas. Y con ellos, todo lo demás.
He aquí, el inicio de la noria.
Esta postura mía no la aceptaron ni la aceptarán, jamás. De ahí, que cuando yo he confesado, o confieso, que amo a alguien en concreto, lo hice y lo hago sin rodeos. Es mas, lo seguiré haciendo hasta que tenga uso de razón: agrade a quien agrade o moleste a quien moleste.
Me dispuse a encender otro cigarrillo. Saqué el encendedor, y cuando la llama apareció en la noche, la mano de May sujetó mi muñeca, impidiendo que lo encendiera. Sorprendido, muy sorprendido, la miré a los ojos... a su pelo negro... a sus labios... y a sus apetitosos senos. ¿Por qué me atrajeron siempre los senos?. Pareciera que el físico de la mujer se circunscribe solamente a los conos. Y cuando me doy cuenta de esta inclinación mía, saco del archivo de los recuerdos, traducidos en imágenes, los nacientes senos de Conchita o los imaginados de Españita. ¿Cómo habrán sido los de Españita, ya que cuando la vida nos separó todavía no brotaran?: tenía solamente diez años.
Sin elevar el dedo de mi encendedor, y sin que ella dejara de sujetarme la muñeca, soñé... soñé... y soñé, hasta que ella sopló la llama, apagándola. Con el cigarrillo entre los labios, para evitar la naciente tentación de besar los suyos, de abrazarla y de echarme sobre su juventud, opté por dejarme caer sobre la arena.
May, al no haber soltado mi muñeca, se vio arrastrada, y cayó sobre mí: apoyando su cabeza en mi hombro. Creo que sentí, a través de mi piel, los latidos de sus sienes; y segundos después, una ligera humedad en mis ojos.
Mi mano izquierda revoloteó hasta posarse en la espalda de ella.
Aquel corazón suyo comenzó a acelerarse.
Del infatigable aparato de radio seguían fluyendo, como si de un manantial se tratase, una, otra y otra melodía. Sin embargo, en mi cerebro se había hecho el silencio. Un silencio que no podría precisar. Un silencio que se transformó, como por arte de magia, en días y días de paz, sosiego y esperanza.
Dejé su espalda y comencé a jugar con sus negros cabellos. Aquella mano que seguía asida a mi muñeca la llevé lentamente, muy lentamente, hasta mis labios: unos labios sedientos de ternura, agrietados por la soledad, y dispuestos a dar amor. Los besos que deposité en los dedos de ella se fueron sucediendo, como las gotas de agua de las hojas, en un día de lluvia. Y mis caricias fueron resbalando desde sus cabellos hasta sus pómulos... hasta su boca... hasta sus orejas... hasta su cuello... teniendo como único testimonio la sonrisa de la luna llena.
-- ¿Qué nos está pasando, Luís?.- Me susurró al oído, rompiendo el silencio de las palabras.
-- Shisss.
¡He aquí el milagro!.
Sus labios depositaron, con ternura de brisa, un beso, en mi pecho.
-- Luís... yo...
-- Shisss.
-- Te dije que tengo novio y que...
-- Shisss.
-- Mas aún...
-- Calla, por favor.
-- Sabes que estoy comprometida... y que...
-- ¿Quieres que nos vayamos, May?.- Le pregunté, con miedo.
No tuve respuesta. El silencio retornó, dejando a la radio su cometido: seguir haciendo camino, en nuestras vidas.
Su perfume, casi imperceptible, me estaba embriagando. El negro de sus cabellos me parecía irreal. La piel de su espalda era de terciopelo y seda. Su respiración se entrecortaba, por momentos. Y mis sienes recibían mis primeras lágrimas, cuando en los bolsillos de mi alma cabalgaban las rimas de un poema... que estaba a punto de parir.
En mi alma, en lo más bello de mi sensibilidad, buscaba la oportunidad de poder escribir lo que estaba sintiendo. Estaba sintiendo, aunque me cueste trabajo creerlo, lo mismo que viví con Españita, a partir de mi infancia. Aquella maravillosa niña fue la que supo despertar en mi el gran amor, en un día cualquiera, saliendo del colegio de doña Rosa Balboa: nuestra maestra. Una maestra que nos enseñó a respetar y amar a los pobres mendigos (los que venían al colegio, todos los lunes, en busca de la peseta, que doña Rosa les había asignado, a cada uno). Una maestra que cimentó en nuestros corazones una formación cristiana y falangista (no había otra, que yo supiera), a pesar de que el Régimen le había fusilado a su marido, a poco de comenzar nuestra Guerra Civil. Una maestra que nos llevó de la mano por el apasionante mundo de las Letras. Y nos llevó, pidiéndonos -¡jamás, obligándonos!- que leyésemos a Campoamor, a Machado, a Amado Nervo, a Rosalía de Castro, a Bécquer, etc. También supo estimularnos para que escribiésemos nuestros propios versos, e inspirados en nuestros padres, hermanos, amigos o, si lo preferíamos, en ella misma.
“Si aprendéis a interpretar la poesía, comprenderéis el sentido de la vida”.- Nos dijera, en una mañana fría, con el calor maternal que siempre la caracterizó.
En una palabra, doña Rosa fue la maestra que nos educó... a su manera. ¿Qué otra cosa podía hacer, si su única preocupación era que llegásemos a ser hombres y mujeres del mañana?. Pero, eso sí, hombres y mujeres que fuésemos el orgullo de nuestros seres queridos, y de ella. Hombres y mujeres que supiésemos valorar todo lo hermoso que nos ofrece la vida. Hombres y mujeres dispuestos a ayudar a quien lo necesitase. En una palabra: hombres y mujeres de honor y amor.
Yo, por no dejar de pensar en otra persona, intenté escribirle a Españita. Pero cada vez que lo intentaba, y sin saber porqué, me echaba a llorar. Y aquella reacción me daba rabia, mucha rabia, porque yo quería decirle a Españita cuanto la quería y cuanto la necesitaba. Yo quería hacerle llegar, a través de una cuartilla, mi agradecimiento y mi incondicional afecto; la frescura de las verdes campiñas y de las fuentes; el gorjeo de nuestras voces y el trinar de los pájaros; el color de su pelo y el olor de su infancia.
Españita ha sido (para mí y hasta el día de hoy) el ejemplo a seguir; ya que, a medida que fueron pasando los años, cada persona que ha supuesto algo importante en mi vida recibió idéntico respeto, que ella. Es mas, gracias a la memoria explícita, puedo recordar que cada vez que he hecho el amor con la persona amada, lo hice con la misma ingenuidad y emoción con que asía la mano de ella, a escondidas de los demás. Y a escondidas de los demás, un día le entregué una flor blanca, muy blanca... y que había arrancado de camino a la escuela.
-- Toma, quiero que la guardes.
-- Eres tonto.
-- Prométeme que la guardarás, en el libro.
-- ¿Y qué le digo a mi madre, si me la encuentra?.
-- Dile que... No sé... Cualquier cosa.
-- ¿Pero, qué le digo?.
-- Dile que la viste, y que te gustó.
-- ¡Eso es una mentira!.
Creo que la verdad de mi verdad, nació en aquel instante.
-- ¡Eso es una mentira!.
Repitiéndome, miles y miles de veces, “¡eso es una mentira!”, comprendí lo que aquella bendita niña acababa de enseñarme: su credo. Un credo que jamás olvidé. Una creencia que, por ser suya, me vanaglorio de portarla adónde quiera que vaya.
“Durante todos estos años, ¡te lo juro Españita!, que jamás olvidé aquella frase”.- Volví a repetirme, en un acto de contrición.
A May hacía tan solo unas horas que la conocía. Pero, esto no lo aceptaba, por una razón: nadie se ha conocido ayer, anteayer o hace años. Todos los seres, faltos o henchidos de amor, se conocen desde siempre: desde que el mundo gira, desde que la primera pareja engendró al primer hijo mortal. Porque el amor está ahí, aquí y allí... o dónde quiera que alguno de nosotros se encuentre.
May, a pesar de seguir apoyada en mi hombro, tenía su amor y no estaba dispuesta a perderlo por una simple aventura de verano: por muy atractivas que éstas sean. Y tenía razón: estaba enamorada y era correspondida.
-- Me entristece, de verdad, que yo pueda ser el motivo de una falsa ilusión o de otra desilusión más. Me harías sentir responsable de algo que no sé lo que es, sin tener culpa alguna. Porque lo único que puedo ver en tí, Luís, y perdóname la sinceridad, es pasión.
-- Espera...
-- ¡Por favor!... Juguemos con las cartas boca arriba... Desde esta posición, en la que me encuentro, te estoy viendo... Tu ya me entiendes... Te has excitado, estás excitado. Y esa excitación te la ha provocado esta situación, en la que estamos, y que yo entiendo y comprendo. ¡Sí, Luís!. Estás sintiendo pasión por una mujer, mas o menos agraciada. Estás sintiendo pasión, por esta oportunidad que te estoy dando y que decenas de hombres no sabrían afrontarla, como la estás afrontando. Y sin embargo debo reconocer que tú la estás manejando con una delicadeza asombrosa, con una gran caballerosidad. Y eso te lo agradezco.
Cual robot, o como un novio cualquiera, besé nuevamente su mano, y me levanté, sin dejar de mirar la mar.
Sin el más mínimo recato me desnudé totalmente, caminé hacia la orilla... y desaparecí bajo las pequeñas olas.
Pasados unos minutos pude ver a May nadando, a unos veinte metros de distancia. Estaba nadando fuerte, como si quisiera demostrarme que era una buena nadadora. O por el contrario, estaba luchando contra mí o contra ella misma. Lo que no cabía la menor duda es que algo anormal estaba sucediendo. Pero, ¿qué era ello, Dios mío?.
Salí del agua y me puse el calzoncillo, sin secarme. Encendí un cigarrillo... y seguí dándole vueltas a aquel poema... todavía no escrito.
Quisiera ser
manantial de agua clara
que apague tu sed enamorada.
Quisiera ser
el viento que, al pasar, no veo
y echa al vuelo tus cabellos.
Desde mi inseparable soledad observaba como allá, entre las aguas, robaba distancia al mar, en cada brazada, aquella hermosa criatura, aquella impresionante mujer, aquel ser maravilloso... por el que estaba dispuesto a luchar contra todos y contra nada... y sin apenas conocerla.
May se estaba convirtiendo en una obsesión, para mí. Y yo no hacía absolutamente nada, por evitarlo. Al contrario, pensaba en futuro, cuando no tenía ni presente. Me sentía bien imaginándomela a mi lado por las calles de Vigo... o en el coche... o en una cafetería... o en la cama. ¡Siempre la cama, la maldita cama!. ¿Es qué los hombres sólo nos alimentamos en la cama?... Cualquiera de las mujeres que conozco han reprochado, y nos reprochan, las actitudes nuestras, al creernos con derecho a ser los dueños de su adentro, por el mero hecho de que acepten salir con nosotros, por la razón que sea. ¡Así nos van las cosas, a la mayoría!. ¿Cuando diablos entenderemos (sobre todo nosotros, los hombres) que la vida nos ofrece mayores bellezas y satisfacciones que las que nos da el sexo?. Bien es verdad, que el sexo soluciona muchas situaciones, allana muchas asperezas, calma muchas irritantes controversias, pero no lo es todo. El sexo es fuente de vida; pero si no se sabe dosificar, es pozo de descomposición moral y humana. Es mas, si el sexo no se sabe manejar, si no sabemos encontrarle su clímax, si no sabemos prestarle la debida atención, la pareja se desintegra. Porque el sexo no sólo une a las parejas, como simples usuarios, sino que une nuestras almas. Y al hacerlo, nuestro cariño se ve incrementado y correspondido. Pero tampoco debemos olvidar que ese mismo sexo puede desunirnos, si una de las dos partes se siente usada, menospreciada o sucia.
Sin embargo sigo creyendo que el sexo es la puerta que abre nuestro futuro; y con él, nuestra propia vida. También es esperanza, belleza, espontaneidad y amor. Por el sexo se conocen mejor las parejas, porque al hacer el amor cada componente desnuda todo su interior: recato, poesía, sublimación, alegría, vicio, depravación y tristeza.
Todo en mí se paralizó (mente y cuerpo, cuerpo y mente) cuando May salió del agua con paso lento, muy lento, y sin sacar la vista de la arena mojada, como si algo la entristeciera o preocupara.
-- ¡Está estupenda!.
-- Apúrate o te cogerá el frío.- Le sugerí.
-- Si no fuese tan tarde me bañaría de nuevo.
-- Sécate de inmediato, May.- Agarré mi camisa y comencé a secarle la espalda.
-- Gracias, Luís. Permíteme que el resto lo seque, yo misma.
-- No faltaría más.
Al encender otro cigarrillo fijé mis ojos en aquel cuidadísimo monte de Venus y sentí que la boca se me llenaba de saliva. Opté por acercarme a la orilla, para no seguir viendo su escaso y brillante vello púbico.
“¡Maldita seas!. ¿Por qué coño me ocultas el más pío sagrario?. ¿No te das cuenta que bajo tu suave manto está la fuente de la vida?”.- Le pregunté a la naturaleza, con desesperación.

La pequeña lámpara iba iluminando alguna de las partes del sendero. El camino era un tanto arriesgado para confiarse solamente en el reflejo lunar. Caminamos todo el trayecto en silencio y con nuestras manos entrelazadas.
A la puerta del hotel, me acerqué a su cuerpo... y la besé en la frente.
-- Buenas noches, Luís.
-- Si te parece bien, te espero mañana en nuestra playa.
-- Por cierto... ¿Qué te iba a decir?... ¡Ah, sí!... No pienses tanto, Luís.
-- No te comprendo, May.
-- Mañana hablaremos de ello.
-- Me gustaría.
-- ¡Hasta mañana!.



















VIII.





Alrededor de las siete de la mañana llegué a la playa de Nuestra Señora: nuestra playa.
Nunca entendí por qué, cuando estamos disfrutando de unas vacaciones, casi no dormimos. Y lo más curioso es que durante el día tampoco se siente tal necesidad, a pesar de hacer el amor (cuando lo hacía) con mayor asiduidad de lo normal. Pero ahora que recuerdo, me hago la siguiente pregunta: ¿qué número de veces hacemos el amor, normalmente?. Creo, sin miedo a equivocarme y sin tener en cuenta las edades de las parejas, que cuando éstas son novios o amantes, hacen el amor todos los días... y en distintas oportunidades, dos o tres veces, durante la jornada. Sin embargo cuando la pareja está conformada por casados oficiales; o sea, por aquellos que lo hicieron ante el Juzgado y la Iglesia, el acto carnal (así denominado por las leyes eclesiásticas o jurídicas), las cochinadas (denominadas por la niñez) o los polvos (así denominados por los expertos) tienen lugar un par de veces por semana, máximo. Estos actos carnales, cochinadas o polvos, a juicio de los analistas económicos, resultan carísimos, y nada rentables. Carísimos, si tenemos en cuenta las miles de pesetas que se entregan mensualmente, en el hogar: las que divididas entre seis o siete... el costo es brutal. Mientras que el ejecutivo medio que sale con la jovencita de turno, economiza mucho dinero; ya que ningún acto pasional sobrepasa tales cantidades.
Hace poco tiempo llegó a mis manos un artículo que tocaba este tema, y sorpresivamente me enteré de que el ochenta por ciento de las parejas oficiales desearía reducir, en un cincuenta por ciento, la cifra de entregas; ya que las mismas no sirven para nada o para casi nada, pues cuando no es ella la que está cansada, lo está él. ¿Argumentos?. Si los daban. Decía el artículo que estas desapetencias estaban basadas en eyaculaciones prematuras, por parte de él; y en la falta de orgasmos, por parte de ellas. Lo que convertía cada entrega en un “ir al dentista”, mas o menos; o en un “ábrete de piernas”, y regresa a ver la televisión, que el macho tiene que descansar. ¡Demencial, lo encontré!.
El verano también sirve, entre otras cosas, para ser mejores observadores. Cuando voy a la playa, por ejemplo, me doy cuenta de cómo se comportan los casados. Ellos, con la disculpa de estar leyendo las páginas deportivas o políticas, visualizan todas las tetas y entrepiernas de sus vecinas, y logran, a través de sus fantasías, una especie de masturbaciones mentales; las que, con un poco de suerte, les ayudarán a regalarle a su esposa un polvo de gorrión, en cuanto ella apague la luz del dormitorio. ¿Y ellas?... Ellas, con la disculpa de atender a los niños, se pararán al lado del exhibicionista, del todo músculo, y devorarán el paquete, semi desnudo del superhombre: ese que siempre vemos deambulando al borde del agua. Sin embargo cuando descubren al clásico mirón (estén sentadas o acostadas) comienzan con el programa. ¿En qué consiste el programa?... Les refrescaré la memoria, por si lo han olvidado: piernas dobladas, aperturas progresivas de ambas rodillas (fingiendo escuchar algún ritmo actual) y... sesión de crema. Las más progre, debido a su experiencia, no tienen el menor inconveniente en ir directamente al grano: una sonrisa burlona, como aperitivo; y como plato fuerte, unos masajes super eróticos, en los que están incluidos los senos, las partes interiores de los muslos y... alguna que otra pequeña pasada por el pubis, con las piernas exageradamente separadas.
Estos juegos playeros (siempre que la suerte les acompañe) se convertirán en casa en un gran esfuerzo, al regalarle al esposo la oportunidad de transformarse en un superhombre: ese que sus amigas dicen haber conocido en una fiesta social... o que el cine nos presenta como alguien enloquecedor, al que ellas, las protagonistas, terminan felicitando. Pero, ¿y en casa?... ¡Que si quieres arroz, Catalina!. Su adorado esposo no dará la talla. Él, por su parte, y con su mente repleta de imágenes semi desnudas, se imaginará que tiene entre sus brazos a la Brigitte Bardot de turno (la de la playa) y... ¡zas!. ¡Adiós a los sueños del verano!. Adiós a Brigitte, por parte de él; y adiós al todo músculo, por parte de ella. Y a esperar... A ver si la próxima vez Dios les ayuda y complace, desde los cielos de esta asquerosa ruleta, y les otorga aquello de “sonó la flauta, por casualidad”. ¡Un desastre!.
Al desnudarme, sentí frío. Un frío superior, al normal: el que se siente cuando la mente está fija en un punto, en una idea, en una obsesión, o en la náusea. Pensé en vestirme, para evitar lo que mi instinto me reclamaba; pero, sin saber el porqué, opté por mi debilidad al naturismo. Y en aquel instante, no sólo sentí el placer de los nacientes rayos solares, sino que a mi mente llegó la embriagadora anatomía de May, con todas sus consecuencias. Aquella borrachera psicológica me regaló los vanidosos dones de la materia. Aquella repentina locura me retrocedió en el tiempo y me transportó a los primeros años de mi adolescencia. ¡Que increíbles fantasías fueron aquellas!. ¡Cómo llegué a disfrutar con ellas!.
Miré a mi alrededor, y al saberme solo, recordé las vivencias soñadas con mi maestra, con Españita (aunque debo confesar que jamás me masturbé pensando en ella: la amaba demasiado para ensuciarla con mis debilidades), con la criada de casa (¡que buena estaba!. Aunque la del cura, me enseñó muchas más cosas), con la hija del Cabo de la Guardia Civil (que se pasaba el día metiendo la mano en el interior de la braga), con la sobrina del Jefe de Estación del Ferrocarril (que levantaba la falda hasta la cintura, cuando nos cruzábamos en las escaleras de casa, para que yo le dijese alguna barbaridad) y con Teresa: la tetas. (Creo que llegué a describir, en una ocasión, el generoso volumen de las tetas de ella; aunque me olvidé de las de Luisa, mucho más alargadas: cuatro enormes tetas que, por sus consecuencias, podrían semejarse a los cuatro jinetes del Apocalipsis).
En el instante mismo en que comenzaba a succionar los cuatro pezones...
-- ¡¡¡Otra vez!!!.
Aquel chillido resonó en mi cerebro, con tal fuerza, que creí haber entrado en el mundo de la resonancia constante: el de la automatización, el de la fragua, el del martillo neumático o en el del tic tac del reloj.
-- ¡¡¡Otra vez!!!.
May, otra vez, me hizo sentir la mayor vergüenza de mi vida. Deseé, al oír su voz, que se desencadenara un fuerte terremoto y que la Tierra se abriese, y me engullese. Me sentí ridículo, a mis cuarenta y un años, con el pene en las manos. Mis ojos debieron brillar con tal intensidad que May (así lo reflejó en una de sus miradas) temió una violación, por sorpresa. ¡No se había equivocado!. Durante una fracción de segundo pensé en violarla. Al fin y a la postre, en dos o tres días se marcharía de las islas, y nunca mas volveríamos a vernos. También llegué a pensar en la increíble cantidad de barbaridades que podemos llegar a soñar, cuando lo único que buscamos en una mujer es su sexo: “cogerla, cada cual como pueda y sepa, y abandonarla a su suerte”.
May siguió estática, a mis pies. Estaba dispuesta a ver el final de la obra, que el telón de la intimidad había descubierto, o por el contrario, presenciar un cambio de conducta, por mi parte. Y yo, imbécil de mí, hundido en la mas profunda vergüenza, y sin saber lo que hacer.
“¿Qué hago, Dios mío?”.- Me pregunté, una y otra vez.
Mi primer pensamiento fue machista: “vamos a ver lo que hace. Aunque la escena, por imprevista, le resulte un tanto desagradable, terminará excitándose, si no deja de mirarme”.
¡Que error, Dios mío!.
Aquellas manos, impecablemente cuidadas, de largos y estilizados dedos, asieron las mías y me obligaron a levantarme.
-- Perdóname, May. Te juro que no pude imaginar que llegarías tan pronto.
Sus ojos se clavaron en los míos, con tanta ternura, que sentí humedad en los lagrimales.
-- Perdóname la pregunta, Luís... ¿padeces priapismo?.
-- Quiero que sepas que...
-- Calla, no digas nada.
-- Sólo estaba...
-- Sé bueno conmigo, Luís... y regálame tu mejor poema de amor.
-- ¿Qué intentas decirme, May?.
Simultáneamente, mis oídos captaron su ruego y mis labios sintieron el frescor de los suyos.
¡May acababa de besarme!.
Aquel frescor heló mi ser y aniquiló mi voluntad: mi boca se transformó en ventosa, sobre el cristal.
Recuerdo (¿por qué recordaré tantas cosas?) que su respiración iba alterando su ritmo, que sus senos se endurecían y, en su boca, el aire se fue haciendo más cálido, mas posesivo, mas humano. Recuerdo que su cintura inició un pequeño movimiento giratorio, permitiéndole a su bajo vientre un contacto más íntimo con mi ansiedad: reacción ésta, desde el prisma biológico, necesaria y natural. Recuerdo mis manos despojando la prenda superior de su bikini... para dejar en total libertad aquellos senos (mucho más apetitosos que los de Teresa y Luisa, por ser más pequeños). ¡Estaba preciosa con los senos al desnudo, sobre el fondo esmeralda del Atlántico!. ¡Jamás imaginara una criatura que pudiese reunir tanta perfección!. Recuerdo haber besado su sedoso cutis, su largo cuello de cisne, sus redondeados hombros, sus rosados senos... y libado sus apetitosos y oscuros pezones. Recuerdo haber descendido por aquella escultura, de igual modo que la hiedra asciende por el tronco de un árbol. Y en aquel descenso, arrastré conmigo la parte inferior de su bikini: de color azul y salpicado con florecillas blancas y rojas. Recuerdo que su vello púbico estaba perfectamente cuidado: los vértices y la base del triángulo invertido, debidamente delineados. Recuerdo sentir en mis labios, muslo, vello y ansiedad, como reza en alguno de mis poemas. Recuerdo, al recordar tanto, haber sido dichosos, felices... sin haber llegado a la penetración. Sin embargo creo haber vivido la perfección. ¡No!. ¡Hemos vivido la perfección!.
-- Luís, bañémonos.
Al entrar en el agua nos besamos como dos locos hambrientos, y el agua nos besó, comprensiva.
Sin saber porqué, recordé a mi esposa, y sus recatos. Con ella jamás pude vivir situaciones espontáneas.... y mucho menos, una experiencia como la que tuviera con May: sin mejor cama, que la arena; sin mejor sábana, que la blanca espuma del mar y la que emanó de su sexo; sin mejor decorado, que las tortuosas rocas y el infinito azul y rojo del espacio.
En el pasado, con mi mujer, estaban presentes la archiconocida cama, que usaran sus padres; las sábanas y almohada, bordadas; el crucifijo, bendecido; los ayes de nuestros vecinos Lary y Tito (sólo nos separaba un tabique de ladrillo, de poco espesor); el ruido del calentador, al abrir la ducha; y el desagradable sonido del bidé. Y todo ello, a la misma hora, y una o dos veces, por semana: igual que la gran mayoría de los mortales. Allá no había luz, ni brillo en la piel, ni aire puro, ni naturaleza, ni canto del mar, ni los agradables sabores de la mar y el flujo, entremezclados. Allá, en mi perdido hogar, todo sucedía como en los prostíbulos: “acaba pronto, y duérmete, que mañana tienes que ir al trabajo”.
Lo que yo conocía era lo tradicional, lo ancestral, la obligada rutina, el falso o real recato: todo eso me fuera entregado por las anteriores aventuras, con idéntica frialdad, que el Médico, la receta.
¡Con May, todo fue distinto!.
Como dos niños, salimos del agua, entre besos, pellizcos y caricias. ¡Éramos felices, muy felices!. Y lo éramos, porque la vida es así: darlo todo, a cambio de nada, es obtenerlo todo. Y debe ser así, porque ni ella ni yo buscábamos situaciones absurdas. Y no las había, porque ninguna obligación nos unía. Simplemente, estuvimos afrontando y confrontando nuestro ayer contra el mañana.
“Mañana, alguien me lo dijo, será demasiado tarde”. Y si ese mañana nos reclamara nuestra indecisión de hoy, lo lamentaríamos. Porque pensar en mañana o en el día final de nuestras vacaciones, sería tan horrible como estudiar el terreno dónde enterrar los muertos de una guerra, que jamás tuvo lugar.
Nos hallábamos frente a frente, y mis manos sujetaban su cara. Nuestros ojos estaban clavados, los unos en los otros. Nuestras bocas, entreabiertas, estaban confesando nuestros pensamientos, más íntimos... o nuestros sueños.
En principio, todo era silencio y calma, hasta que nuestros cuerpos sintieron la necesidad de reencontrarse.
“¡Oh, Dios!”.- Exclamé, para mí.
Al entrar en contacto los cuerpos, nuevas ansias de placer hicieron su aparición... hasta que su cuerpo abrazó el peso de mi corazón; hasta que su sexo recibió, por primera vez, el fruto turgente; hasta que la savia de mi alma se deslizó por los entresijos de lo humano.
Acerqué la boca a su oído para decirle, en un susurro, lo que hoy no deseo silenciar:
Al igual que aquel volcán
vomitas fuego y lava;
sintiendo, en tus entrañas,
millones de blancas larvas.
Mis larvas te pidieron, ¡a gritos!,
que las cobijes al alba,
pues los labios de tu boca
necesitan de otra agua.
Agua es amor, para mí,
pero no amor de infancia,
ya que nuestras tierras saben
de la semilla que planta.
¿Eres mía?...
No lo sé.
¿Serás mía?...
No lo sé.
¡Que locura, la nuestra!.
Mas, tengo fe.
-- ¡Ayyy, Luís!.
-- ¡Te amo, May, te amo!.
Giré sobre mí mismo y posé mis labios sobre el vientre de ella.
-- ¡Luís, que placer!.
Aquel vientre que deseaba preñar, en un futuro mas o menos lejano, recibió la savia de mi savia, el amor de mi amor, el futuro... sin futuro. Aquel vientre y aquellos senos eran míos. ¿Pero, por cuanto tiempo?.
Arrastrado por la demencia (esa que surge después de...) besé su ombligo y su pubis, y sus muslos y su pubis, y sus senos y su pubis, y su boca y sus senos, y sus senos y su boca. Besé su aliento y su ternura. Besé la noche y las estrellas. Besé su sudor y sus lágrimas... y comencé, de nuevo.
Al pasar por mi tienda, nos detuvimos para cambiarme el bañador, ponerme unas sandalias y perfumarme un poco. Y mientras lo hice, May leyó mi agenda, siempre abierta. En aquella agenda estaban los apuntes que fui tomando: ideas o bocetos de futuros poemas. Me agaché para coger una cajetilla de cigarrillos, que guardaba en mi pequeña maleta, y pude observar como resbalaba una lágrima por la mejilla de ella.
-- ¿Qué te pasa, May?.
Mi pregunta se perdió en el silencio. May seguía leyendo o intentando descifrar aquellos garabatos, con los que suelo dejar constancia de todo aquello que es importante para mí.
Repetí mi pregunta, con preocupación, y la única respuesta que obtuve fueron sus ojos, más húmedos, llenos de ternura y pasión.
Extendió la mano hacia mí para que le leyese aquel poema. Era el poema que, sin quererlo, me llevó a la playa... y a mis sueños.
-- Por favor, Luís.- Y me golpeó con la agenda, en el hombro.
-- Cielo, está sin corregir, y sin terminar.
-- No importa. Léelo.
Quisiera ser
manantial de agua clara
que apague tu sed, de enamorada.
Quisiera ser
el viento que, al pasar,
eche al vuelo tus cabellos.
Quisiera ser
el cálido aliento
de tu boca y de tu sexo.
Quisiera ser
la arena de la playa
que bebe tu espuma blanca.
Quisiera ser
la cálida agua que brota
de las sienes, de tus noches.
Quisiera ser
tu futuro y tu presente,
dando vida a tus senos y a tu vientre.
Quisiera ser
y no ser...
para dejar de ser
y SER.
Fue muy grande mi sorpresa cuando al terminar la lectura, yo también lloraba. Lloraba de tristeza y de felicidad. Lloraba porque la veía llorar. Lloraba porque durante toda mi vida he sido siempre un pobre romántico, a pesar de las cicatrices recibidas. Lloraba porque Dios, Alá o Buda, me estaban haciendo entrega de una gran responsabilidad: amarla, sin hacerle daño. Amarla con toda la ternura, de la que fuera capaz. Amarla con el mayor de los respetos. En una palabra: amarla, amándola.
Consciente de tal responsabilidad, me juré amarla, como en mis poemas: comulgando sus entregas con el mismo fervor, que cuando recibiera mi primera comunión... o cuando, mucho antes, así la descuidada mano de Españita, camino de la adolescencia.
Me levanté y la estreché entre mis brazos, con el alma. Besé sus labios, hasta fundirme en ellos, y sus manos buscaron mi nuca, para no caerse. ¡Estaba temblando!. Temblaba, porque las mías acariciaban su espalda y desabrochaban la parte superior del bikini. Temblaba, porque el fin del pasado daba paso al comienzo del futuro.
“¡Gracias, Señor!”.- Ha sido mi oración.
Minutos mas tarde, escuchando los cantos acompasados de su corazón, la colchoneta de dormir recibió ¡de golpe! nuestros cuerpos, envueltos en sudor.
Reconozco que me resulta muy difícil narrar nuestras caricias, nuestros besos y nuestras pasiones, por el gran amor que sigo profesándole. May ha sido, hasta la fecha, la mujer que ha sabido hacerme feliz... mas allá de los límites del alma. Y por ese respeto que le debo, sólo recordaré... lo que todos sabemos: aquello que en algunos momentos hemos pronunciado: “Por favor... me estoy volviendo loca... ¿por qué me estoy entregando a tí, si casi no te conozco?... ¿qué estás haciendo conmigo?... Déjame, por favor... ¡Virgen del Carmen, ayúdame!... Tu sabes que no soy así, Dios mío... Apriétame fuerte... Mas fuerte... mas... mas... mas... No me dejes... Eres un encanto... ¡Que fuerte estás!... ¡Que duro estás, mi vida!”.
Ese mundo de las contradicciones jamás será comprendido. No quiero, pero quiero. No deseo, pero deseo. No me entregaré, pero las rodillas se doblarán y los muslos se separarán. No permitiré la penetración, pero los talones golpearán las nalgas de la pareja. No me manifestaré, pero el cuerpo se retorcerá de placer, entre gemidos y ayes, titubeantes. No haré confesiones, pero gritaré los “¡te quiero”, “¡ay, mi vida, que gusto!”, “cariño mío, sé bueno”, “¡amor de mi vida, que placer!”, etc., etc., etc. Y no sólo eso, sino que nuestras voces se irán transformando en desgarradoras y violentas. Nuestros vocabularios se irán haciendo vulgares, soeces y depravados. Nuestras personalidades y nuestros esmerados modales se irán carcomiendo, hasta resquebrajar las bases de la conducta humana: esa cercanía, entre nosotros y los irracionales. Porque no debemos olvidar que existe una parte en nuestro subconsciente que nos traiciona cuando la soledad nos acompaña o cuando somos simplemente lo que realmente somos.
De lo que sí estoy seguro, muy seguro, es de que May y yo nos enamoramos, como dos desesperados, en tan sólo unos minutos. May y yo, aunque parezca mentira, estábamos hechos el uno para el otro. Habíamos llegado a la conclusión de que nuestro encuentro no había sido casual: ¡nos conocíamos desde siempre, nos amábamos desde siempre!. Porque May y yo éramos la frescura de la primavera y el calor del verano. Y si hubiéramos esperado a mañana... mañana hubiese sido demasiado tarde. Y es que el amor llega así: sin previo aviso y sin condicionantes; ya que el amor es claro y transparente como las gotas de agua que brotan del manantial.
Salimos de la tienda dejando el calor de nuestros cuerpos y el olor de nuestras secreciones, y descendimos de nuevo hasta nuestra playa.
Sentíamos, aunque ninguno lo había confesado, dolor en los labios, en los dedos, en las nalgas, en el pecho y en nuestros sexos.
Al chocar contra el agua, un tanto fresca por efecto del calor que emanábamos, nos sentimos mucho mejor. Seguimos dentro de ella, como el borracho, ante la copa de vino; como el pintor, ante el lienzo; como el avaro, ante el dinero.
No podría precisar durante cuanto tiempo estuvimos nadando y besándonos o besándonos y nadando; ni cómo pude conseguir que su vagina recibiese el fruto de mi pasión; ni cuantos minutos le dediqué, una vez salimos del mar y ocupamos nuestras toallas.
¡May estaba bellísima!... con aquel bikini de color naranja, sobre la toalla negra. ¿Cuándo lo había cambiado?... ¡Ah, ya!... Lo cambiara en la fuente, después de asearnos.
May era el sueño de mis sueños, el Hada de mis cuentos infantiles.
... de fina seda, sus senos;
de ballet, sus brazos y piernas,
y en su cáliz de amor, la experiencia.
Me acosté a su lado, sin dejar de mirarla y admirarla. Encendí un cigarrillo. Cerré los ojos, y mirando al azul del cielo, le grité ¡te quiero, May!.
-- ¡Sí, May, te quiero!.
-- Calla, por favor.
Desobedeciéndola, le confesé que la quería, que estaba locamente enamorado de ella, que no aceptaría jamás la idea de que pasados dos o tres días nos separaríamos; que me volvería loco sino volvía a verla; que ella suponía, para mí, el despertar a la vida y dejar, para siempre, mi actual y absurda existencia. En una palabra, le confesé que ella era lo que siempre había buscado en los bolsillos del alma.
Mientras me escuchaba, dejó caer sobre su frente la finísima pamela... y no por ello, dejó de estar hermosa y brillante: como las estrellas en una noche de verano.
Giré sobre mí mismo y comencé a recorrer su cuerpo, todavía húmedo y salitroso, con la boca y con la lengua, y... empezamos a componer la Sinfonía, a cuatro manos, que yo titulé “Opus 75”. Y una vez terminada é interpretada, pudimos oír las voces, un tanto lejanas, de las personas que deambulaban por el camping y alrededores; casi tocar las alas de las aves, que revoloteaban sobre nuestras cabezas; saborear la dulzura de nuestros labios; disfrutar de la paz que nos regala el amor compartido; y, al mismo tiempo, reposar de los esfuerzos de las entregas, como el guerrero o el labrador, al caer la tarde.
A las dos y media nos levantamos y comenzamos a reducir la distancia que nos separaba del restaurante. Nuestro caminar y el brillo de los ojos nos delataban: estábamos exhaustos. Pero éramos conscientes de que si finalizada la comida, decidíamos acostarnos, la hora de descanso la dedicaríamos a hacer el amor.
-- ¿Verdad que sí, Luís?.- Me preguntó, con una sonrisa, su decisión.
-- No sé que podré hacerte. Pero te juro que lo intentaré. Aunque te recuerdo el dicho aquel: “poco y bueno, dos veces bueno”.
-- ¿Yo creí que era “mucho y bueno, dos veces bueno”?.- Ironizó, muerta de la risa.
-- ¡Te quiero, May!.- Y la besé suavemente en la boca.
-- Les he reservado la misma mesa... ¿qué les parece?.- Nos anunció el fornido camarero.
-- Si no lo hubieras hecho, no te lo perdonaría.- Le respondió May.
-- No se preocupe, señorita, mientras sigan con nosotros, esa seguirá siendo la mesa de ustedes.
-- Eso espero.
-- Lo que sí les rogaría, por favor, es que viniesen a la misma hora, todos los días.
-- No habrá ningún problema.- Intervine.
-- Entonces, a las dos y media.- Nos recordó, consultando el reloj.
-- Gracias.
La sorpresa que se llevó el camarero fue inenarrable: May le regaló un sonoro beso.
¡May, también era feliz!.







































IX.





París se iba llenando, abarrotando, de coches cargados con familias, parejas de amantes, putas extranjeras, homosexuales variopintos, obreros de Citröen, Renault y Minnesota-France, “bonnes à tout fair”, y estudiantes de La Sorbona.
París, el gigantesco y generoso París, daba cabida a todos aquellos que queríamos vivir, de una u otra manera, nuestros sueños de futuro, sin futuro.
París dejaba caer sus primeras hojas muertas en camas de concupiscencia cultural, dónde reposan y reposarán las almas de los poetas, de los pintores, de los literatos, de los escultores y de los aprendices de escritores de todo y de nada.
¡En París, todo es posible!. ¡Sin París, nada es posible!. ¡En París, se vive!. ¡Sin París, se muere!. ¡Con París, se sueña!. Sin París,... oh, lá, lá!.
En los Campos Elíseos volvíamos a reencontrarnos los de siempre, en los lugares de siempre: en el Quick-Elyssée o en L’Alsasienne. Reencuentros que sellábamos con dos o cuatro besos, según el grado de amistad que nos uniese. Porque los que no han vivido el París de los años sesenta no comprenderán el porqué de esa distinción, al besarse.
Las mesas de los cafés y los restaurantes estaban atiborradas de gente. Las amplias y arboladas aceras, así como las asquerosas (no, todas) estaciones del Metro, nos abrían los brazos del otoño, cercano. Y París volvía a regalarnos todo su esplendor.
Salí del hotel y me dirigí a la estación del Metro de la Plaza de Italia, para encontrarme con Nicole: precisamente, en el “Quick-Elyssée” de los Campos Elíseos nos habíamos citado.
Tenía muchas ganas de verla, pues Nicole había sido una de esas pocas amigas que cada cual tiene, en uno ú otro rincón del mundo. Y yo, como es natural y de justicia, tenía las mías. A Nicole, en París; a Marysol, en Madrid; a Dalila, en Caracas; a Gloria Watson, en Sidney; y a Españita, en mi vida. Y digo que habían sido, porque cuando pasamos una larga temporada sin ver a una mujer, jamás sabremos que es lo que pudo haber pasado con aquella amistad. ¿Nos esperará para pasarnos factura, por algo que ya no recordamos; o, por el contrario, para felicitarnos, por nuestro regreso?. Por fortuna, para mí, Nicole Bismout seguía siendo la misma amiga de antaño; pues no sólo nos dimos los cuatro besos de rigor, sino que nuestros labios se fundieron en un prolongado beso de amantes: lo habíamos sido, años atrás.
¡Estaba encantadora!. Su refinado carácter no había cambiado. Y su alegría, ante la sorpresa de mi regreso a París, actuó como una ametralladora: disparando mil y una preguntas, a las que no me daba tiempo a responder. Quería saberlo todo, y rápidamente. Quería oírme decir que todo me iba bien, que mi trabajo me recompensaba y que mi vida, en pareja, me hacía feliz. Pero no era así, ya que la vida no siempre nos otorga dicha y satisfacciones. Como en todo, en nuestra vida también existen los altibajos. Por esa razón, quizás, la encontremos más atractiva y más tentadora. De ahí, que nos aferremos tanto a ella.
Saboreábamos los Ricard, y en dos o tres oportunidades, Nicole no me dio tiempo a responderle: sus labios humedecían, una y otra vez, los míos.
¡Que cariñosa ha sido siempre Nicole!.
Durante la estancia en el Quick-Elyssée, me demostró que me seguía amando, como antes; que no iba a dejarme, ni de noche ni de día, mientras durase mi estancia en la ciudad de la luz.
-- ¡Que feliz me siento a tu lado, Nicole!.- Le confesé, después de ser besado, otra vez.
Nicole se estaba entregando a mí, como antes. Nicole quería ser mía, como antes. Nicole no había olvidado, nuestro antes.
En los primeros años de la década de los 60, Nicole y yo nos habíamos amado, con locura. Acababa de cumplir los diecisiete años cuando me regalara su frescura, su pasión y su naciente experiencia... a pesar de que yo, en aquella época, estaba casado. Y no sólo me entregó lo más fácil, lo mas humano, sino que me llevó a su casa, me presentó a sus padres, é incluso llegué a dormir en su domicilio: en habitaciones separadas, claro está.
El origen tunecino de la familia Bismout me obligaba, nos obligaba, a mantener una conducta estricta; siempre y cuando fuéramos lo que aparentábamos ser: dos buenos e incondicionales amigos. Y si algún día, por azar de la vida, pasábamos de amigos a novios, automáticamente dejaría de pernoctar en aquella residencia.
-- ¿Está claro?.- Nos preguntara su padre, después de la exposición.
Lo que no estaba claro era mi juego, nuestro juego: yo casado, y con amante.
Su residencia, en el lujoso barrio de Neuilly, tenía una superficie de mil metros cuadrados, y nunca pude llegar a saber el número de habitaciones que había. En aquella mansión prestaban servicio doméstico cinco personas, para atenderla a ella y a sus padres.
Curiosamente, todo el servicio era femenino, excepto los choferes. Pues bien. Entre todas ellas, la más jovencita (calculo que tendría la edad de Nicole) veía con muy buenos ojos nuestra simulada amistad. Tanto, que en varias ocasiones me llevaba una copa de vino al jardín, para pasarme el mensaje:
-- Esté atento, monsieur. Cuando vea la puerta principal entreabierta, entre directamente hasta la tercera habitación de la izquierda, que también dejaré abierta... No se preocupe, monsieur, nadie les molestará. Vous m’avez compris?.
Como suele suceder en estos casos, una tarde la jovencita interrumpió, de súbito, nuestra entrega, sin el menor recato: los señores Bismout reclamaban, de inmediato, la presencia de Nicole.
-- Vite, vite, mademoiselle.- Insistió, la intrusa.
Nicole, sin atender a mas razones, dio un salto, se enfundó el vestido de color sepia y salió rápidamente de la estancia.
Margarite (creo que así se llamaba) y yo no salíamos del asombro: Nicole había dejado sobre la alfombra sa pettite culotte et son soutien-gorge. Miramos en derredor, y nuestras sonrisas se encontraron.
-- Qu’elle horreur, mademoiselle elle va nue!- Exclamó.
Hubo un instante, mientras Margarite recogía la lencería íntima de Nicole, en que me sentí incómodo, pues me hallaba a los pies de la cama, desnudo y erecto, y a solas con otra jovencita.
-- Pardon, monsieur.- Me dijo al pasar a mi altura, con intención de arreglar aquel desaguisado.
Su voz me sonó distinta y sus movimientos se hicieron torpes. El cubrecama lo lanzó contra el pequeño escritorio. La sábana no sabía como ponerla, en el respaldar de la butaca. Y los almohadones, terminaron en el suelo.
-- Mademoiselle.
-- Oui, monsieur.
Desnudo como estaba, me acerqué a ella, la miré fijamente a los ojos, y... su rostro se desencajó. Al verla tan nerviosa, la besé en la frente.
-- Monsieur Luís, je...
No sé por qué, pero siempre me ha dado un buen resultado el beso en la frente. Me parece (es una opinión muy personal) que infinidad de mujeres tienen o sienten la necesidad de ser besadas paternalmente. Y cada vez que he recurrido a esta estrategia, el resultado fue positivo.
Me acerqué a la ventana, descorrí ligeramente los visillos, y pude ver el coche de los señores Bismout, saliendo a la avenida.
Hubo un detalle que me chocó: Nicole iba sentada al lado del chofer; y no con sus padres, como sería lo lógico.
Le pregunté a Margarite si sabía adónde iban.
-- No lo sé... Lo único que... que puedo decirle es que... que cuando entré en el despacho del señor, el señor estaba... estaba hablando con el abogado de la compañía, y que cuando... cuando colgó el teléfono, el señor Bismout le dijo “vamos ahora mismo”. Sí, eso... eso fue lo que dijo: “vamos ahora mismo”. No sé más.
Mis dos preocupaciones, en aquel momento, giraban alrededor de la fuerte excitación que sentía... y que a mi lado revoloteaba una jovencita que estaba cambiando las sábanas de aquella cama: la que sin ser una muñeca, no dejaba de ser mujer.
Debo confesar que lo que me rompió los esquemas no fue la mujer, en sí, sino su nerviosismo y su excitación: le resultó difícil hilar las frases; e imposible, dejar de mirar mi desnudez. Y a mí, al comprobarlo, se me nublaron los sentidos. Así que cuando Margarite abrió el armario, y elegía otro juego de sábanas, me acerqué a su cuerpo... la estreché entre los brazos... y la besé en el cuello.
-- Oh, monsieur!.- Me susurró.
Aquel beso en el cuello sirvió de catapulta: antes de lo inimaginable, la “bonne” se adueñó, en honor a la tierra, de mi primera preocupación. Y no sólo eso, sino que la acarició, primero; y la devoró, después.
-- ¡Ay, Dios mío!. ¡Vive la France!.- Exclamé, con patriotismo.
Había casi olvidado que a la mujer francesa (sin importar su condición socioeconómica) le gusta “faire la pipe”, antes de... y después de. Creo que son y serán únicas, en el mundo; ya que es dificilísimo encontrar esa pasión en otras féminas, que no hayan nacido en tierras galas.
-- Je veu tout, tout, mon amour!.- Repitió, sin cesar y sin recato, durante la penetración.
Alrededor de las siete de la tarde (noche, ya) llegó la familia Bismout, al completo. En ese instante, yo me encontraba en el salón de invitados, ante una copa de vino, y ojeando el último número de Paris-Match.
-- ¿Qué tal lo has pasado?.- Me preguntó Nicole, entrando.
Mi respuesta fue una sonrisa.
-- ¿Por qué te ríes?.
-- Acércate, que te lo explico.
Sin rodeos, le confesé que Margarite me había atendido muy bien, muy bien... aunque la hubiese preferido, a ella.
Su reacción fue un estallido de carcajadas.
-- Oh, lá, lá!... Alors, vous vous avez couché?.
-- Oui, Nicole.
-- Fantastic!.- Aprobó, con un abrazo.
¡Así era Nicole!. ¡Así sigue siendo Nicole!: alegre é imprevista, como el viento.
Durante tres años, Nicole y yo habíamos vivido un gran amor. Y durante todo ese tiempo, semejamos dos personajes de novela. ¡Fuimos inmensamente felices!. Era tal nuestra compenetración, que parecíamos uno solo, llegando al extremo de adivinarnos nuestros propios pensamientos, al mirarnos.
A pesar de la diferencia de edad, Nicole y yo teníamos idénticos gustos, por la música y por la literatura. Sin embargo, en pintura y escultura, nos separaban pequeños matices. En el terreno de la política, éramos conscientes de que nuestras ideologías se contraponían, y que no valía la pena embarrarnos. Pero, en la intimidad de la cama, nadie nos superaba. Podrían igualarnos, pero nunca, superarnos. Teníamos muy claro que cuando dos seres se aman, no existen limitaciones: no hay disculpas, no hay reproches, no existen condenas, ni misticismos, ni rectos, ni molestias, ni dolores, ni ascos. ¡Sólo amor!.
Nicole y yo (ya que nunca oculté la verdad) habíamos estudiado la posibilidad de que yo pudiera divorciarme. Y cuando mi decisión estuvo tomada, ella sugirió que deberíamos comunicarlo a sus padres.
-- No lo hagamos, Nicole. Esperemos.
Una y otra vez le pedí que esperara, que no nos precipitáramos, pues intuí que, una vez fueran informados sus padres de nuestro noviazgo, éstos iban a reaccionar mal.
Nicole no quiso oírme. ¡Bendita juventud!. ¿Cuándo aprenderán los adolescentes a no cometer errores, a no infringir las leyes, a no ser tan impulsivos?. ¿Cuándo, Dios mío, cuando?.
-- Estás equivocado, mon amour. ¿Es qué no te das cuenta de la gran amistad que habéis hecho, mi padre y tú?. Él lo comprenderá.
-- No, Nicole.
-- Mais, sí, Luís!. Je connais a mon père.
-- Et moi, aussi.
Era cierto. El señor Bismout y yo teníamos muchas cosas en común.
“No comprendo, me había comentado en una ocasión la madre de Nicole, como os podéis llevar tan bien. Pues, aquí dónde nos ves, no somos ningunos jóvenes. Mi marido y yo nos hemos casado muy tarde. Tanto, que el embarazo de nuestra hija se produjo... justo, al límite. Y cuando se tiene una hija, con tantos años de diferencia, es horrible: nos vemos obligados a avanzar en el tiempo, a tal velocidad, que nos quedamos siempre rezagados. Ne pas possible arrivé au temps!”.
La señora Bismout me confesó también que no entendía cómo su adorada hija pudiese mantener una relación de amistad, durante tanto tiempo; ya que Nicole era reacia a las amistades prolongadas, entre una mujer y un hombre.
“¿Por qué?”.- Le preguntara.
“Según ella, los hombres de ahora sólo buscan “de se coucher avec la fille”. Y cuando lo consiguen, ni se molestan en llamarla por teléfono. En mi época, era distinto”.
“No creo, señora Bismout, que esas tentaciones hayan nacido ahora. Desde que el mundo es mundo, el hombre siempre se ha creído dueño y señor... de lo que no le corresponde”.
“Tiene usted razón. En mi juventud sucedía tres cuartos de lo mismo. Pero... ¿cómo le diría?... el hombre era más correcto, mas caballero, como dicen ustedes, los españoles”.
“No lo sé, madame Bismout. Pienso que se jugaba mucho con los salones y con los apellidos”.
“Desgraciadamente, monsieur Luís, aquella burguesía se está acabando”.- Exclamara, emitiendo un profundo suspiro de añoranza.
“Pardon, madame... yo creo que afortunadamente”.
“No lo crea. Aquellas diferencias de clase daban a la sociedad un cierto encanto, un cierto respeto, un cierto savoir faire. Hoy, por el contrario, nos encontramos con gente inadecuada, vulgar e inadaptada. Nosotros, por ejemplo, tenemos que ir, de tarde en tarde, a algunas reuniones sociales. Y créame que nos encontramos incómodos. Oui, monsieur Luís!... La sociedad de ahora deja mucho que desear. Cada cual viste, come y bebe... a su manera. Los nuevos ricos son insoportables, créame. Y los hijos de éstos, para qué contarle. Affreux!”.
“Madame Bismout, respeto sus opiniones; pero, no las comparto”.
“¿Sabe lo que me gusta de usted, monsieur?... Me gusta que le lleve diez años a mi pequeña Nicole. ¿Y sabe usted por qué?. Porque pienso que el hombre debe ser mayor que la mujer, ya que ustedes tardan en madurar. A nosotros, los judíos, nos han formado así, y así debe ser. ¿Pero... usted no es judío?”.
Este diálogo me lo repitió en distintas ocasiones, como quien no quiere la cosa. Y mi conclusión fue que “a buenos entendedores...”.
Habíamos comido cerca de la Plaza Vendome. Y recuerdo haber dejado el segundo plato, sin tocar. Algo en mi interior me decía que aquel sería nuestro último almuerzo, juntos: estaba a punto de perder, y para siempre, a la persona que más amaba en este asqueroso mundo. Pensando en ello, mi temor se transformó en un nudo que me impedía respirar.
Camino de la residencia de Nicole, y a través del espejo retrovisor, el chofer de los señores Bismout, no dejaba de mirarme y observarme. Pareciera que leía en mi rostro la gran preocupación que sentía, a pesar de que procuré comportarme, como siempre: besándola, de vez en cuando, y rompiendo los diálogos.
-- Bonjour, mademoiselle. Bonjour, monsieur.- Nos saludó, al entrar, el ama de llaves.
-- ¿Está monsieur Bismout en casa?.- Preguntó Nicole.
-- Oui, mademoiselle.
-- Dígale, por favor, que lo esperamos en el salón grande.
Al entrar el señor Bismout, lo hizo con gran solemnidad: nada habitual, en él, por la amistad que me ofreciera. Pienso que había adivinado lo que su hija, ¡plena de alegría y felicidad!, iba a comunicarle.
La atmósfera que respiraba se me hizo pesada, muy pesada. Por primera vez, no sabía que hacer con mis manos. Estaba tan asustado, que mi boca se secó, de repente.
“¡La suerte ya estaba echada!. Nicole y yo dejaríamos de vernos... hasta el final de los días”.- Fuera mi premonición.
Con una sangre fría espantosa, monsieur Bismout, escuchó a su adorada hija, sin interrumpirla. Y yo, sintiendo en las sienes el sudor del miedo, esperaba la sentencia.
“El suelo se está resquebrajando y a mí me tragará, de un momento a otro”.- Pensé.
¡Así sucedió!.
Cuando Nicole terminó de confesar su dicha, su amor y su pasión, por mí... el rostro contenido de aquel padre se desencajó.
-- C’est tout?.- Le preguntó.
-- Oui, papá.
Con una parsimonia, casi teatral, el señor Bismout levantó el índice de su mano derecha y me mostró la puerta de salida, al tiempo que descargaba sobre mí su espada de Damocles.
-- Haga el favor de traspasar esa puerta, y ¡para siempre!... Y voy a decirle algo mas... Si algún día, reciente o lejano, le veo merodear por esta avenida, tenga la seguridad de que le mando matar. ¡Mi hija es mía, y se casará con quien yo diga!... ¡Fuera de esta casa, cerdo español!.
Es curioso que, a estas alturas de mi existencia, no recuerde con claridad los minutos que invertí, desde mi salida del salón hasta la avenida, dónde tomé un taxi. Sólo recuerdo (por conservarlo, todavía) que la fiel Margarite me metió en el bolsillo de la chaqueta un papel, con el número de teléfono de los sirvientes: gracias a ese número de teléfono, pude saber de Nicole.
A Nicole la enviaron a Túnez, al día siguiente. Y en Túnez estuvo residiendo durante un año.
La última vez que marqué aquel número de teléfono ha sido para entrevistarme con Margarite, en su día de descanso. Me pareció que si la veía personalmente, la información sería mas auténtica: el teléfono, por encontrarlo frío y distante, deforma la realidad.
Con puntualidad inglesa, Margarite acudió a la cita.
-- Una tarde, por casualidad, cogí el teléfono. ¡Era ella, la señorita Nicole!.- Comenzó.
-- ¿Qué te dijo?.
-- Lo que se dice siempre... que estaba bien... que la trataban bien... En fin, todo eso. Pero... creo, monsieur Luís, que estaba triste.
-- ¿Qué mas?.
-- Yo le dije que usted me llamaba casi todos los días, preguntando por ella. Entonces, me dijo que ella también me llamaría a nuestro teléfono.
-- ¿Y lo hizo?.
-- Bien sûr, monsieur!... Ayer, por la mañana, hablé con ella, después de que usted me llamara. Y le dije que hoy nos veríamos.
-- ¿Y qué te dijo?.
-- Me dijo que le suplicase que no saliese con nadie, que todo se arreglaría. Que si ella no estaba en París, no por eso dejaba de amarlo.
-- ¿Qué mas te dijo?.
-- Que... Bueno, voy a repetirle exactamente sus palabras, para que usted pueda entenderme bien... Dijo...
-- ¿Pero, qué dijo, por favor?.
-- “Dile que no salga con nadie; y mucho menos, que se acueste con otra... que no seas tu”... Esas fueron sus palabras, monsieur.
Me la quedé mirando, durante unos segundos, y su rostro enrojeció.
-- ¿Qué significa “tu”?.- Le pregunté, apasionadamente.
“Tu”, quería decir... ella. O sea, Margarite.
-- Si no he comprendido mal...
-- Yo quiero mucho a la señorita Nicole. Y por ella, sólo por ella, hice con usted el amor, aquel día.
-- Me lo imaginé.- Le dije, sin estar convencido de ello.
-- Ese mismo día me preguntó si era cierto lo que usted le había dicho. Y yo le contesté que sí, que habíamos hecho el amor.
-- ¿Y como reaccionó Nicole, Margarite?.
-- Primero, se rió. Y después me abrazó y me besó... Porque debe usted saber que la señorita no es celosa.
-- ¿De quien?.
-- De moi.
-- Ah, ya.
Otra de las cosas sorprendentes de París es que las señoritas y las sirvientas se confunden; ya que en la mayoría de las residencias, económicamente fuertes, le regalan al personal de servicio los vestidos y zapatos, usados. Entonces, cuando uno pasea, y observa los vestidos y zapatos adquiridos en las prestigiosas boutiques parisinas, no sabe con seguridad si se trata de la dueña o de la heredera. Sobre todo, si llegamos a fijarnos en las mujeres que residen en el barrio de Neuilly o en las que viven a lo largo y ancho del bulevar Malesherbes, es más difícil reconocerlas, ya que los patrones se abastecen de jovencitas de buena presencia y refinados modales. Sin olvidarnos, que algunas de ellas, a parte de trabajar, están estudiando alguna especialidad académica. Y Margarite, no era la excepción: vestía un traje chaqueta, de Cristian Dior, y botas, hasta más arriba de las rodillas. ¡Estaba elegantísima!. Y se lo hice saber.
-- Merçi, monsieur.
-- Por favor, te ruego que olvides ese tratamiento conmigo.
-- D’accord.
Tomamos un taxi y nos fuimos a un hotel del barrio de Ville Juife, y durante el trayecto guardamos silencio. Sólo intercambiamos miradas y sonrisas.
Debo reconocer que me sorprendió la limpieza y comodidades del hotel, ya que no era muy normal, a la época: París nunca se había distinguido por su aseo.
Con una naturalidad aplastante, Margarite se desnudó de inmediato, y se apoderó de la ducha. A su regreso, portaba una mini toalla alrededor de sus caderas, dejando al desnudo los senos. ¡Siempre adoré los senos de la mujer parisina!. ¡Siempre tersos, siempre duros, siempre apetitosos, siempre pequeños!.
Yo, al contrario de las mujeres, salgo de la ducha sin cubrirme. Y lo hago, porque mi comportamiento en la vida es el de no engañar a nadie. Quise y quiero que me vean, tal cual soy: sin envolturas, sin trucos, sin falsos decorados. De ahí que, al verme, me dijo:
-- Que c’est que tu est gross!.
Nunca entenderé porqué, para la mujer francesa, los españoles y los árabes somos “gross”. Pienso que se trata de una gentileza, por parte de ellas; pues, como buenas y expertas amantes, saben muy bien que los hombres somos unos insaciables vanidosos: cuando a un hombre, la mujer que va a ser suya, le manifiesta que su pene es más grueso de lo normal, éste acentúa su excitación. ¡Y ellas lo saben!. Y yo confieso que a mí me sucede eso: al oír tal expresión, me vuelvo loco.
Otro tanto me sucede cuando usamos, en la más estricta intimidad, una larga serie de expresiones soeces y vulgares. Es como si el lenguaje prohibido, la manifestación del prostíbulo, o la inconsciencia del subconsciente, actuaran sobre el riego sanguíneo: la erección se mantiene mas firme.
Estábamos enjabonándonos mutuamente, bajo la ducha, cuando la fiel Margarite me pidió que la hiciese mi mujer, hasta que Nicole regresara de Túnez.
-- Perdóname, pero no me parece correcto.
-- Nicole... Perdón, la señorita Nicole me dijo que se lo dijera.
-- ¿Que me dijeras, qué?.
-- Que fuera tu mujer, hasta que ella regresara.
-- No lo creo.
-- Je te jure, que c’est vrai!.
-- Nom. Et quand je dis nom, c’est nom.
Al oírme, estalló en llanto.
-- ¿Por qué lloras?.
-- No lo sé. Pero me gustaría encontrar a un hombre, que fuera como tú. Delicado, en las caricias. Respetuoso, en las peticiones. Y salvaje, en los movimientos.
-- Oh, lá, lá!.
-- C’est vrai. Ahora comprendo porqué la señorita Nicole está tan enamorada de tí.
-- Vistámonos, que es tarde.
-- ¿Cuándo volveremos a hacer el amor?. ¿La próxima semana?.
-- Nunca, Margarite. ¡Nunca mas!.
-- ¿Acaso no te gusta como lo hago?.
-- Te juro, Margarite, que no tienes que envidiar a nadie. Lo que sucede es que yo soy monógamo y no me gusta tener amante.
Es increíble hasta dónde somos capaces de mentir los humanos. Yo, el mas infiel de los esposos, el que tenía por amante a una jovencita de la alta sociedad, el que estaba casado con una mujer que no me merecí jamás, diciéndole a aquella pobre sirvienta que era monógamo. ¿Puede haber descaro mayor, que el mío?. No lo creo. Lo que sí me creo es que (como tantos y tantos, mas) formaba parte de esa interminable lista de hijos de perra. ¿Cómo he podido caer tan bajo?. ¿Era ese el amor que iba a entregarle a Españita?. ¿Era ese el comportamiento con el que me ganaría el honroso título de PADRE, ante mis hijos?. ¿A qué precio pagaré mis cobardías?.
Al llegar a mi residencia, me prometí no volver a llamar a Margarite.
¡Así lo hice!.


-- ¿Cuándo llegaste?.- Me preguntó, Nicole.
-- Esta misma mañana. Busqué un hotel en Place d’Italy. Te llamé. Y aquí estoy.
-- ¡Cuánto me alegro de verte, Luís!. ¿Vas a estar muchos días?.
-- No lo sé. Mañana tengo que presentarme en la Unesco, a doña Dolores Sánchez. Después de esa entrevista, podré responderte.
-- Te conservas muy bien.
-- Eres muy gentil.
-- Et alors?.
-- Tengo esperanza, como profesional que soy, de que me acepte como Locutor, para los programas en lengua española.
-- ¡Ojalá te salgan bien las cosas!.
-- Gracias, Nicole.
La miré con ternura y pasión, entremezcladas. ¡Que gran amiga tenía, en Nicole!. ¡Que guapa la encontré!. Llegué a pensar que estaba mucho más bonita que cuando fuera mi amante o mi novia.
Su cuerpo de niña seguía vigente: cuarenta y siete o cuarenta y ocho kilos. Sus modistos creo que eran los mismos. Sus manos (siempre presté atención a las manos de todo el mundo) las llevaba impecablemente cuidadas. Continuaba retocando los ojos y los pómulos. Por el contrario, los labios nunca conocieron la pintura. Y, por tradición, su perfume no podía ser otro que el de Madame Rochas.
-- Por favor, Nicole, cuéntame como te han ido las cosas, en estos años. Deseo saber de ti.
-- No tengo nada importante. ¿Háblame de ti, quieres?.
-- De mí, poco o nada tengo que contarte. Mi vida sigue vacía. Y como ya empezaba a estar harto de ella, me vine a París... Aquí, recurriendo a viejas amistades, se puede encontrar algo. Por ejemplo, también visitaré a don André Camp, que es el Director General de Emisiones Extranjeras de la Radiodifusión-Televisión Francesa. ¡Todo un caballero, y todo un profesional!. Sabes, querida Nicole, que siempre le estaré agradecido a este señor; pues, sin conocerme de nada, creyó en mí y me dio aquellas oportunidades, hasta que dejé París... Pero, bueno, ya estoy hablando otra vez de mí. ¡Soy insoportable!. No, me niego a seguir.
Posó sus labios sobre los míos, con ternura... y sonrió, cual colegiala.
Ante mi insistencia, me confesó las intenciones de su padre, cuándo la deportara a Túnez, para que contrajese matrimonio con un medio primo suyo, que estudiaba Químicas.
-- ¿Y qué pasó, mon amour?.
-- Debo reconocer, en honor a la verdad, que no es un mal muchacho. ¡Es estupendo, créeme!. Pero, lo nuestro estaba muy reciente, y no supe valorarlo, en su justa medida. ¡Lo sentí, por él, porque se había encariñado conmigo!... A mis veinte años, el mundo se me había venido encima... Tu sabes, mejor que nadie, lo mucho que te amaba. Te amaba con toda mi alma y con toda mi pasión... ¡Qué felices fuimos, Luís!. ¿Lo recuerdas?.
Al llegar a este punto, hizo una pequeña pausa. Quiso dar un giro de ciento ochenta grados, pero no le fue posible... por mi insistencia.
-- Mi madre me ayudó bastante, y se lo agradeceré siempre. Llegué a no dirigirle la palabra a mi padre, durante unos años. Sólo hablaba con mi madre.
-- Lo siento.
-- Eso ya pasó, Luís... Por otro lado, estaban las informaciones que me daba Margarite (Pues, sí, así se llama la jovencita. Aunque llegué a dudarlo). Aquellas noticias que me daba me mantuvieron en pie, hasta que, ¡de repente!, desapareciste... ¡y para siempre!... Esto nunca lo hubiese esperado de ti. Pudiste haber venido a Túnez, y verme.
-- ¿Yo?.
-- Por otro lado, comprendí el gran peligro que esto suponía, conociendo, como conozco, a mi padre... En fin, c’est la vie!... Y aquí me tienes, con casi treinta años, libre como los pájaros: ni esposo, ni novio, ni amante. ¡Nada de hombres!.
-- Perdóname, pero no te creo.
-- Bueno, quizás para recordar tiempos pasados, y de muy de vez en cuando, salgo con algún forastero, que me guste... Y si te he visto, ni me acuerdo. Nada de direcciones. Nada de números de teléfono. ¡Nada de nada!. Los hombres soléis traer complicaciones, a la larga.
El final de su relato era contundente.
Conociéndola, como creo conocer a Nicole, sabía que tenía que dejar el tema, que no debía hacerle mas preguntas, al respecto. Por lo tanto, decidí proponerle un largo paseo por los Campos Elíseos, hasta la Plaza del Trocadero, pasando por la avenida Kleber.
A mí, personalmente, llegar hasta la Plaza del Trocadero es tan obligado como ir a Madrid, y no pasear por Rosales. Trocadero tiene algo muy especial, ya que desde él puede disfrutarse de los Campos de Mars, amén de la Torre y los Inválidos.
Disfrutamos del bello paisaje, entre besos y discretas caricias, y descendimos las escalinatas del Palacio de Chaillot, tomando un taxi en la avenida de Nueva York, que nos acercó hasta el Museo del Louvre.
-- ¿De qué te ríes, Luís?.
-- Sin querer, acabo de recordar las horas que pasamos en el pequeño Parque de Stalingrado, en Pantin. ¡Qué locos éramos, Nicole!.
-- C’est vrai... A propósito de eso, no sé si recordarás el día que descubrimos ese pequeño parque.
-- ¡Ya lo creo, hacía un frío de muerte!.
-- Nunca lo olvidaré.
-- Afortunadamente, pude prestarte el abrigo de paño, de color crema, con el que nos envolvimos.
-- Y no nos olvidemos del número circense que montaste ese día.- Nicole no contenía la risa.
-- ¿Quién, yo?.
-- Oui, mon ami... Buscaste, no sé cómo, la manera de reducir nuestra diferencia de estatura.
-- Me di cuenta de ello, en el Trocadero.- Le ironicé.
Nicole, sin dudarlo, me dio un pequeño puñetazo en el hombro, en señal de cariño.
-- No me negarás ahora que no valió la pena subirte...
-- Eres un grosero, Luís.
-- ¿Grosero, yo?... ¡Imposible!... Señorita, me voy a ver en la obligación de castigarla, por mentirosa.
-- Je suis d’accord.- Y me miró, con coquetería.
-- A ver si entiendes de una vez, por todas, que siempre que te abrazo... mi pequeño pecado está entre tus senos.
-- Viens ici!.
Nuestras carcajadas fueron, para mí, un gran sedante. ¡Volvíamos a ser felices!.
Aquella niña (sólo por las medidas) me estaba devolviendo a la vida. Aquel París me estaba jugando una mala pasada. Y ambos, me regalaban comodidad y bienestar.
Nunca pude entender porqué los mortales regresamos siempre a los mismos lugares, dónde ya habíamos estado. Y yo no soy la excepción.
París, el inmenso París, llegué a reducirlo a pequeñas zonas: barrio latino, Madeleine, Opera, Plaza Vendome, Campos Elíseos y Boulogne. O sea, que deambulaba como cualquier campagnar.
Llegada la hora de la cena, lo hicimos en la rue Daunou, porque en esa área hay restaurantes muy acogedores.
-- ¿Cómo estás encontrando París?.- Me preguntó, después de sentarnos.
-- Lo encuentro igual, pero... distinto. Sí, distinto. Y lo más curioso, es que no sé cómo voy a explicártelo... Me parece que las nuevas generaciones, con sus nuevos comportamientos, con estos nacientes monstruos comerciales, en los Campos Elíseos, le dan a la ciudad otra dimensión. Una dimensión que no acepto ni comparto. Y esto no me gusta. París no debe, ni puede caer en esa dinámica. París, es París. Y París no se puede permitir el lujo de perder esa personalidad, tan suya: única y extraordinaria... Yo añoro nuestro viejo París, Nicole. Aquel París romántico, acogedor, poético y universal. Aquel París, mezcla de campesinos y bohemios, de gente ávida de vida y de saber, de añejas familias burguesas, de contadores de cuentos e intérpretes. Aquella torre de Babel, dónde vivíamos y convivíamos españoles, italianos, portugueses, griegos, argelinos y... algún que otro latinoamericano. Aquella Babel de pintores, poetas, escritores, putas y putos refinados y sus mendigos. Aquella ciudad del amor real, del amor espontáneo y avanzado. Aquella metrópoli conservadora, monumental, y cátedra de tanta cultura... ¡Nuestro bello París, querida Nicole!. ¿Qué ha sido de él?. ¿Qué han hecho con él?... Hoy lo estoy buscando... y no lo encuentro. Hoy estoy caminando por una urbe vacía, aislada y fría. ¡Es una pena!.
-- Puede que hayas encontrado diferencias, no lo sé. Pero, tengo mis dudas.
-- Por cierto, y cambiando de tema, Nicole... No me has dicho si ya estás al frente de la dirección de los negocios, de tu padre.
-- Me estoy incorporando muy lentamente. Sabes que esa nunca ha sido mi ilusión, ya que los negocios no se han inventado para mí... Carezco... ¿cómo decirte?... Carezco de esa garra tan necesaria, para igualar a mi padre... Carezco de esa frialdad, cuasi felina, para enfrentarme a la competencia. Tampoco tengo hambre de poder, ni sentido de la corrupción. Y mucho menos, del manejo de la política. La política, como tal, me desagrada. Y los políticos me producen náuseas. Me producen asco sus miserias, y su falta de ética.
-- La ética, no la conocen, querida Nicole. La ética se la enseñan a los militares.
-- Nosotros, en Francia, tuvimos algunos ejemplos, dónde la ética brilló, por su ausencia. Sin embargo, a mi modo de ver, estos políticos nos llevan a los mismos campos de batalla, que en la época de las colonias. Una vez instalados en el poder, nos dicen que están ahí, por sufragio universal. ¿Y qué es, para ellos, el sufragio?. El sufragio no es ni más ni menos que una interpretación teatral, dónde une bande des cons (que eso es lo que somos) les otorga sus votos; y con ellos en la mano, bajan el telón. ¡Hasta dentro de siete años el teatro permanece cerrado!.
-- ¡Vaya, vaya, con Nicole!.
-- C’est vrai, Luís!... Ils sont une belle bande des cons!... ¿Qué pasa, después?... Una vez en las poltronas, se despierta en ellos la voracidad. Porque saben que detrás del corrupto de turno, tendrán un fiel y leal compañero: el de la oposición. ¡Ah!, y viceversa... Y mi padre, que por suerte o por desgracia tiene que jugar con esas cartas, me dice que tengo que entrar en el sistema, si quiero triunfar.
-- ¿Y tú, que le respondes?.
-- Le repito siempre lo mismo: que nunca me sentaré frente a un político. Así que, mi querido amigo, en este punto me encuentro. Claro que, cuando muera mi padre, ya lo decidiré. Quizás, haga lo del avestruz. No lo sé.
Una hora mas tarde, entrábamos en el Quick-Elyssée, para saborear el famoso café-crème. Tardé bastante en darme cuenta de la reforma. La escalera de caracol la habían sustituido por una más amplia, que nacía en el centro del local. Aquella esquina, dónde las parejas nos agrupábamos para ver los videodiscos de los años 60, estaba ocupada por la barra del bar. Aquella escalera de caracol (la que nos llevaba hasta los cuartos de aseo) tenía su encanto: gracias a ella, en primavera y en verano, y con un poco de suerte, los jóvenes podíamos ver las piernas de nuestras vecinas de mesa... e intercambiar con ellas sonrisas insinuantes.
Finalizado el café, nos fuimos a buscar su Alpine, que conduje hasta el hotel, dónde me hospedaba. La primera impresión que recibí ha sido muy curiosa. Llegué a pensar que no estaba sentado ante el volante de un coche de lujo, sino que me encontraba acostado en una de las literas de un coche cama.
-- ¿Este es el “A-310”, eh Nicole?.
-- Me parece que sí. Tu sabes que de coches no entiendo.
-- ¡Es una maravilla!... Cuatro suspensiones independientes y carrocería de fibra de vidrio.
-- Sigues con tu pasión por los coches.
-- Pues, sí... Mañana o pasado podemos irnos hacia el este, a probarlo.
-- Atención, Luís, que corre mucho.
-- Lo supongo, teniendo en cuenta que lleva el motor más potente del momento: el 1600 cm3 del R-16... ¿Qué velocidad alcanza?.
-- Me dijeron, cuando lo compré, que puede llegar a los 220 Km/h.
-- Oh, lá, lá.
-- D’accord... Pero, irás solo.
-- ¿Por qué?.
-- Porque el año pasado, una amiga mía lo puso a 180, y pasé un miedo horrible. Así que si lo quieres probar, ningún problema. Pero, vas tu solo.
-- ¿Qué es de tu chofer?.- Le pregunté.
-- El señor Alain murió, hace unos cuatro años. Domage!.
-- ¿Y el de tu padre, también, supongo?.
-- No, no. Se retiró, y vive por la zona de Rennes... ¡Ah!. También se retiró la cocinera, y el ama de llaves. El resto, sigue con nosotros.
Me faltó poco para preguntarle por Margarite, pero guardé silencio. Era obvio que si el resto continuaba con la familia Bismout, Margarite seguía con ellos. Mi pregunta hubiese sido absurda.
Pienso, y así lo creo, que las mujeres tienen un sentido de la intuición, tan agudo, que no necesitan preguntas.
-- Margarite, por si te interesa saberlo, se casó con un muchacho de Arcachon, dos años mas tarde, que mi partida.
-- Oh, la Gironde!.- Exclamé, para romper la seriedad del momento.
Nicole, por esa intuición femenina, o por haber leído algo en mis ojos, se dio cuenta de mi juego y no se tragó el anzuelo, por supuesto.
-- Duraron muy poco los amores, pues al año de matrimonio, regresó a casa.... Y allí está, por si quieres verla... y saludarla.
-- ¿Acaso has olvidado, querida Nicole, que si tu padre me ve merodeando por tu casa, me matará?.
-- Olvídate de eso.
Íbamos en el ascensor sin emitir palabra. No hacía falta. Todo seguía igual, estaba igual: Nicole y yo buscando la intimidad más sagrada, como miles y miles de veces, antes.
Durante las diez horas que llevábamos juntos, nadie mencionó, ni insinuó, la posibilidad de regalarnos nuestra sincera amistad, nuestro amor y nuestro respeto. No hizo falta. Nicole y yo nos amábamos, todavía... aunque los años transcurridos se encargaron de darle otra connotación, a la de otrora. Y esta nueva situación tendríamos que aceptarla: en nuestra obra no había un segundo acto. La primera representación, y única, pertenecía a otra obra. La obra de ahora, todavía no estaba escrita, nos esperaba: nos encontrábamos en los umbrales de una corta o larga estancia en París, por mi parte; y ella, Nicole, sería mi mejor y leal anfitriona. ¡Estaba muy claro!.
Del mini bar de la habitación nos servimos champán, para ella, y cointreau con hielo, para mí.
Nicole prefirió sentarse al borde de la cama, y cruzó las piernas.
“¡Dios mío, que cruce de piernas!”.- Pensé, sin dejar de mirarlas.
Es curioso, pero ya había olvidado los cruces de piernas de ella. Tampoco esto era cierto. Aquel cruce de piernas lo tienen todas las parisinas. ¡Que femeninos y provocativos son los cruces de piernas, en París!. Ninguna mujer, que no sea parisina, llega a igualarlas: son una exclusiva de ellas, y sólo de ellas. Sus muslos de adolescente quedaron totalmente al desnudo. Y al fondo de ellos, podía ver, gracias a su coquetería y elegancia, sa pettite culotte de nylon, totalmente transparente, cada vez que las descruzaba.
Brindamos por nuestros respectivos futuros. Alzamos las copas, para no deshacer el rito de los dioses. Y nos besamos, una y otra vez, hasta fundirnos en la fragua de las almas... camino de la ducha.

Alrededor de las nueve de la mañana me desperté. Nunca sabré porqué me despierto tan temprano. Creo que lo hago, porque me enloquecen los amaneceres.
Me sentía agotado y con un apetito espantoso... pero, feliz. ¡Muy feliz!. Habíamos hecho el amor un par de veces... y nuestra compenetración no estuvo ausente. Quiero decir, que Nicole tuvo una serie de orgasmos interminables, mientras que yo me dosificaba, como podía. ¡Que enormes esfuerzos tuve que hacer para no…
¡A Nicole la encontré más apetitosa, más deseable!.
Aquella niña de entonces se había convertido en mujer. Y la actual mujer sabía lo que podía obtener, ante mi excitación, mi experiencia y mi glotonería, puesto que nosotros habíamos hecho el amor, miles de veces. Sí, miles de veces. Nos conocíamos; como la playa conoce las olas, ya que entre nosotros nunca había habido secretos. Nuestras experiencias fueron múltiples y diversas. Nos daba lo mismo hacer el amor contra un árbol, sobre la barandilla del garaje de su casa, sobre una silla, sobre la mesa, en la bañera, en la mar o sobre la bicicleta.
Ahora recuerdo la escena de la bicicleta. ¡Que locos éramos!. Recuerdo que aquel día habíamos ido a Meru, departamento del Oise, a visitar a unos judíos: unos familiares lejanos de ella. Pues, bien. A mí (que siempre tuve predilección por las bicicletas) se me ocurrió pedirles prestada, la que tenían, é invité a Nicole. Como la tal bicicleta tenía barra, le pedí a Nicole que se sentara sobre el manillar, mirando hacia mí.
Fuera de la pequeña villa de Meru, una de mis manos abandonó el manillar y la escondí bajo su falda. Al no haber obtenido ningún reproche, inicié una serie de caricias, desde las rodillas hasta... que contacté con su braguita. (La llamo braguita, porque no llegaba a cubrir el pubis).
-- Eres el loco más loco, de todos los locos que conozco.- Me dijo, entre risas, y dejándose hacer.
Ante aquel argumento, el dedo corazón se encargó de separar los tres o cuatro centímetros de nylon y de recorrer los bordes de sus grandes labios, hasta... que se perdió, en el interior de su vagina.
Nicole que nunca había necesitado de muchas caricias, me pidió, me suplicó, que parara la bicicleta y que hiciéramos el amor.
-- ¿Tanta prisa tienes?.- Le pregunté, riéndome, también.
Mi pregunta disparó su bomba de relojería. Sin darme tiempo a decidirme, levantó las piernas, las entrenzó en mi cintura, y dejó caer la cabeza, hacia la rueda delantera.
-- ¡Nicole, que nos pegamos la gran torta!.- Le advertí, chillando.
Como es natural, me desequilibró la bicicleta. Mi mano abandonó la presa y asió con fuerza el manillar, evitando la caída. Y una vez recobrado el equilibrio, fijé la mirada en la braguita: estaba arrugada, ladeada y húmeda.
Aprovechando una suave bajada, y sabedora de mis intenciones, me ayudó a que su sexo recibiera el mío.
-- C’est merveilleux, chéri!. Jamais, j’avais fait telle chose.
Creo que Nicole se olvidó de que estábamos haciendo el amor, sobre dos ruedas, pues sus movimientos no fueron diferentes a los que realizaba en la cama. Recuerdo que tuve que hacer grandes esfuerzos, ya que, en cada pedalada, tenía que sujetar con más y más fuerza, aquel manillar.
-- ¡Nicole, que nos vamos a caer!.
-- Oh, merde!.
Llegado el momento de eyacular, fui yo quien se olvidó de la maldita bicicleta: solté las manos, clavé los dedos en sus nalgas...y... ¡zas!. ¡La gran caída!.
En aquella caída, me lastimé un hombro, con el manillar. Y ella se lastimó un tobillo, con la cadena de transmisión. Pero, valió la pena. Nicole y yo acabábamos de vivir una experiencia maravillosa. ¡Ya lo creo, que sí!.
Nicole dormía profundamente. Estaba exhausta. Y no era para menos, ya que nos habíamos entregado, al máximo. Al mirarla, retrocedí en el tiempo: seguía durmiendo boca arriba, como siempre. Y como siempre, con las piernas separadas. Pienso que tal postura la relajaba. ¡Estaba guapísima!. Sin dejar de mirarla, sentí en lo más hondo de mí un placer indescriptible: cuanto más la miraba, más mía era, y más me excitaba. Mi deseo de saborear aquel manjar, se acentuaba. Pero, por otra parte, era sabedor de lo cansado que estaba. Y si la despertaba, sabía el precio que tendría que pagar. Así que decidí dejar las cosas, como estaban.
A mis veinticuatro horas de estancia en París, Nicole me había devuelto la paz, que todos buscamos. Me había devuelto el equilibrio psíquico, tan necesario. Me había devuelto las ganas de triunfar. Y con ellas, la vida y la esperanza.
En nuestra primera noche juntos, Nicole me había devuelto los amaneceres, que tanto necesito. Me había devuelto la razón de mi razón: Nicole existía y estaba allí, a mi lado.
Bajo la ducha, quise luchar contra el frío, hasta casi congelarme. Me cepillé los dientes, y comencé a titiritar. De nuevo a la ducha... pero, esa vez, abrí el grifo del agua caliente.
Al regresar y verla en la misma postura (Nicole nunca se movía, mientras dormía), olvidé mi cansancio, y... semejando al caracol, fui dejando en lo senos y en los pezones, mi saliva. Y no contento con ello, el caracol de la lengua fue segregando su baba en el ombligo, primero, y en su vientre, después. ¡Me desesperaba la idea de poseerla de nuevo!. ¡Nicole sería mía, costase lo que me costase!.
Con una comodidad inusual, en otras mujeres, llegué a la fuente del amor... y sentí una sed abrasadora.
“¡Oh, Dios, cuanto la amo, y cuanto la deseo!”.- Musité, en mi oración.
Mi lengua resbaló por sus grandes labios, como resbala la de un niño por el perímetro de la boca de un tarro de miel, y su anatomía se convulsionó... y su caudal de espuma blanca hizo su aparición.
¡Fue la alborada de un nuevo día!. Fue el despertar sublime, casi sacro, de aquella mujer enamorada. Fue el despertar de las diosas y los dioses del Olimpo. Habíamos entrado, sin entrar, en el desbordante mundo del imperio de los sentidos. Habíamos comulgado nuestros cuerpos y bebido la sangre de nuestras almas, como si de un rito religioso se tratase.

-- Dígale que pase.- Autorizó, la señora Sánchez.
Dolores era una mujer mejicana, joven, elegante, sumamente nerviosa, y de fuerte carácter.
Siempre que hacía una exposición, sobre algo concreto, era tan lacónica y concisa, que semejaba a un telegrama. Ahora bien, idéntico comportamiento deseaba. No le gustaban los rodeos, ni los adornos, ni las frases hechas. Tampoco aceptaba las experiencias laborales, que no viniesen respaldadas por algún documento acreditativo. Y durante la entrevista, en su rostro no podía leerse absolutamente nada: semejaba al perfecto jugador de pocker.
Dolores Sánchez era una envidiable ejecutiva que conocía a las mil maravillas su trabajo. De ahí, que después de haber archivado en su cerebro la entrevista, y haberla analizado, daba la respuesta.
-- ¿Adónde puedo enviarle mi decisión final, e inapelable?.- Me preguntó mecánicamente.
-- En la solicitud he puesto el hotel, dónde me hospedo.
-- De acuerdo.- Tomó aliento, me miró fijamente, y añadió. Con un “sí” o con un “no”, usted recibirá noticias mías. ¡Buenos días!.
Levantándose, me ofreció su mano, la que estreché cordialmente, y sin dejar de mirarla.
¡Ah!. Recuerdo que antes de traspasar el umbral de la puerta, volví a mirarla... ¡cómo mujer!... aun sabiendo el grave riesgo que estaba corriendo: perder el puesto vacante, que una decena solicitábamos. No sé porqué lo hice, pero lo hice.. Quizás, aun no estando seguro de ello, porque siempre me ha gustado jugar con fuego. Quizá, porque me gustó y me gusta estudiar las reacciones femeninas, ante situaciones imprevistas. Quizá, porque sigo siendo un imbécil. Quizá, porque me siento seguro de mí mismo, ante ellas, aunque el físico no me ayude. Quizá, porque todavía no hallé la horma de mi zapato. Quizá, porque soy transparente, y no me gustar esconder aquello que pueda manifestar o decir. Además, ahora que lo recuerdo, no he conocido a ninguna mujer que le desagrade que la halaguen, siempre y cuando no se sienta irrespetada.
Resumiendo: mi mirada de hombre a mujer estuvo recompensada con una ligera mueca de coquetería.

-- ¿Cómo te ha ido?.- Me preguntó, Nicole.
-- Tengo la sensación de que no me ha ido del todo mal.
Dio un salto hasta agarrarse a mi cuello, y me besó, diez o quince veces.
-- Tu est magnifique, Luís!... Espérame un instante, por favor, y salgamos a celebrarlo.
Mientras Nicole buscaba y rebuscaba por el cuarto de baño su diminuta braguita blanca (jamás he conocido a personas menos ordenadas que las francesas), tiré mi chaqueta sobre la butaca... mi camisa tocó el suelo... mis pantalones saltaron por los aires... mi slip desapareció... etc., etc., etc.
Al entrar en el cuarto de baño me sorprendió: había encontrado su prenda íntima, y estaba secándose el pelo.
La miré fijamente.
Me miró, de igual modo.
Yo estaba serio.
Ella era feliz.
Me acerqué y la estreché entre mis brazos.
Exhaustos, una vez mas, buscamos la razón de nuestro amor.
Después de comer, fui a entrevistarme con monsieur Camp. Y Nicole aprovechó para ir de compras, acercarse a su domicilio, cambiarse de ropa y traer un pequeño equipaje, al hotel: Nicole estaba organizándose para vivir conmigo todos los días, minutos y segundos de mi estancia en París.
Al día siguiente, y después de haber vivido otra noche de amor, escribí lo siguiente:
Yo estuve dentro de tí, ayer.
Purifiqué tu sangre y tu savia,
penetré tu equilibrio y tu alma,
y bebí y bebí y bebí tu aliento.
¡Yo estuve dentro de tí, ayer!.
Me susurraste en tu oído de tí,
me envolviste con tu voz de viento...
y yo lloré, entregándome entero.
¿Te das cuenta, amor mío,
qué bello es hacer el amor?.




X.





-- Por favor, al 167 del Bulevar. Malesherbes. Es el edificio que está al lado del Consulado de España.
Aquel taxista, como la gran mayoría de los actuales, era del interior del País. Por momentos, daba la impresión de que conocía algo la capital, pero lo que no sabía todavía era que, en caso de atasco, ciertas calles no deben tomarse, en las horas punta. Y eso sólo lo saben los veteranos o los propios parisinos.
Llegué a aquella conclusión, porque circuló por el Parque Monceau, atravesando la plaza de la República Dominicana y la del General Catroux: lo último que haría cualquier residente de París, a semejante hora. ¿Pero, que le podíamos pedir a esos pobres hombres de la campaña francesa?. Bastante suerte tienen con no perderse, ¡qué no es poco!.
Después de una gran dosis de paciencia, llegamos al 167.
Cuándo descendí del taxi y me vi ante la fachada de aquel edificio, los recuerdos (¡siempre los malditos o benditos recuerdos!) que afloraron a mi mente fueron muchos: unos, gratos; desagradables, otros.
Abonado el importe de la carrera, me dirigí a la conserje (que no era la misma de los años 60, a Dios gracias) y ella misma pulsó el botón del tercer piso, y posteriormente cerró la puerta metálica.
¡Que casualidad!. ¡Definitivamente, el mundo es mucho más diminuto de lo que todos creemos!.
“Es un pañuelo”.- Dicen, unos.
“Es como la cabeza de un alfiler”.- Dicen, otros.
Allí había vivido yo, en los 60, pero en el segundo piso. En el primero, vivían los señores Santucci: padrinos de bautismo de mi fallecido hijo, Jean-Louis. En el cuarto, Françoise Sagan y su padre. En el quinto, los señores Fejto. Y en el sexto, una bellísima australiana que trabajaba en un estudio fotográfico.
¡Cómo me hubiera gustado saludar a “bonjour tristesse”, como llamábamos a Françoise, a la época, por ser el título de su primer libro publicado!. Era una criatura fascinante y encantadora, a pesar de no ayudarla su físico. Y aunque tenía fama de ser muy prepotente y de carácter fuerte, yo, en las tres o cuatro oportunidades que tuve para hablar con ella, estuve siempre en desacuerdo: conmigo demostró ser una persona muy accesible.
Creo que cuando pulsé el timbre de la puerta, mis ojos estaban húmedos: en mi corazón había una gran pena. ¡Otra vez, la maldita despedida!. Otra vez ese morir, un poco mas. Otra vez, cara a cara con la cruda verdad: la maldita noria.
Estuve a punto de regresar en el mismo ascensor, pero me contuve. Yo no podía hacerle tal cosa a mi muy amada Nicole, ya que ella significaba mucho para mí. Nicole me había dado todo, durante mis tres meses de estancia. Nicole sabía que mis dos contratos habían finalizado: el de la Unesco, bajo las órdenes de doña Dolores Sánchez, y el de la Radiodifusión-Televisión Francesa, dirigido por el señor Camp.
-- Entre, por favor, monsieur Luís.
-- ¿Qué haces aquí?.- Pregunté, sorprendido.
Nicole no me había dicho, durante las trece semanas, que Margarite estaba con ella. ¿Por qué?.
-- ¡Que agradable sorpresa, monsieur Luís!.- En su cara se reflejaba una sincera alegría, al verme. Y en la mía, también.
Encontré a Margarite mucho más refinada, más mujer y más guapa. Y así se lo manifesté.
-- Qu’est-ce que tu es belle, mon Dieu!.
Como buena francesa, y como pago a mi gentileza, me regaló los cuatro besos reglamentarios. Y a continuación, me informó que la señorita Nicole no estaba en casa, pero que llegaría enseguida.
-- Excuse-moi, monsieur, le telephone...
Desapareció de la escena sin omitir la reverencia a la que está obligada, por su rango... y reapareció, de igual modo. Margarite tenía muy clara su posición social, ante mí, a pesar de haber hecho el amor conmigo, en dos ocasiones. Y en ningún momento dejó de ser quien realmente era: la sirvienta de la casa.
-- Por favor, Margarite, déjate de tanta reverencia. Tu y yo hemos sido buenos amigos.
-- Merçi.
-- Todavía te considero como esa buena amiga, que nunca se olvida.
-- Moi aussi.
-- Déjame verte, otra vez.
-- La señorita Nicole acaba de llamarme para decirme que se retrasará un par de horas. D’habitude elle arrive à l’heure... mais aujord’hui, elle est en retard.
-- ¡Nicole, Nicole!.- Exclamé.
Conociendo como creo conocer a Nicole, el mensaje estaba claro.
-- ¡Que inteligente y maravillosa es Nicole!. ¿Estás de acuerdo conmigo, Margarite?.
-- Mais, oui.
-- Siempre dispuesta a regalármelo todo, absolutamente todo.
-- C’est vrai.
-- Y en ese todo estás tú... ¿no es cierto?.
-- Peut être, bien.
Ambos lo comprendimos y lo aceptamos, de inmediato. Tanto, que no dudamos en abrazarnos y besarnos... una, otra y otra vez.
Mas cual no sería mi sorpresa (jamás conoceré a las mujeres), cuando Margarite se desembarazó de mí y salió del salón, como alma que lleva el diablo, camino de la ducha.
“¡Estas francesas son únicas!.- Pensé.
Al igual que en la representación de una revista musical, Margarite reapareció en escena con un salto de cama (probablemente de Nicole) sumamente atrevido, sumamente vaporoso, sumamente transparente, sumamente excitante.
Debajo de aquella prenda, sus formas resaltaban y su casi inexistente monte de Venus semejaba la bandera de la revolución. Giró sobre si misma, de forma y manera que sus muslos quedaron totalmente al descubierto.
-- Ça va?.- Me preguntó.
-- Mais, oui, mon lapin.
Tomó mi mano y me acompañó hasta el cuarto de baño... para desaparecer, de nuevo.
Cuando regresé al salón, Margarite estaba sentada en una de las butacas con los pies pegados a sus nalgas, y la cabeza apoyada en las rodillas. ¡Estaba para que no se moviese!. Y escribo esta expresión, porque me enloquecieron y me enloquecen los “polvos sofá”: piernas colgadas en mis hombros, manos clavadas en los glúteos de mi pareja... y las rodillas en la alfombra.
Adivinando mis pensamientos, Margarite dio un salto y se puso de pie, sobre la butaca. Se abalanzó a mi cuello y se dejó resbalar, hasta tocar suelo.
-- ¡Me estás volviendo loco, ma poupée!.
-- Je sais.
Asiendo mi mano, me llevó hasta el cuarto de huéspedes: una habitación que se me tornó chocante, ya que todo en ella era de color rosa. Recorrí con la mirada la totalidad de la estancia y sólo pude encontrar la base de una lámpara, de color blanco.
“¡Que raro!.- Me dije. Hasta dónde yo sabía, el color rosa no era el preferido de Nicole. ¿Tanto habían cambiado sus gustos?”.
Dejé a un lado mis preguntas y me concentré con algo que se me venía encima: penetrar a Margarite. Penetrar a Margarite no era nada fácil. Y no lo era, porque su vagina no tenía elasticidad: hacer el amor con ella era algo así como intentar introducir un dedo por una cerradura o quitarle la virginidad a cualquier mozuela... un tanto talludita. ¡Horrible y doloroso!.
Margarite, sabedora del tiempo disponible y de la dificultad que tenía en los coitos, me ayudó con la misma ansiedad que el borracho descorcha la botella de vino. En primer lugar, quería robarle al tiempo su parsimonia y sus interrogantes. Y en segundo lugar, quería sentir el peso de mi cuerpo sobre su vientre, y mis dedos clavados en sus nalgas, para mayor facilidad. Quería sentir, antes de, mi boca y mi lengua en sus senos y en su cáliz. Quería devorar mi potencia, para que hubiera una mayor lubricación. Quería, en suma, volver a ser mía, cuanto antes... después de tantos años.
¡Y así fué!.
Fue mía; y yo, de ella. Fuimos dos locos recorriendo los valles, los ríos y los mares de una pasión incontrolada. Fuimos dos dementes que se adentraron en las cavernas de lo humano, para explorarlas de nuevo, para sentir la grandiosidad de ellas, y la estrechez é incomodidad de las mismas. Nos convertimos en dos exploradores para oír los ecos que generan las caricias, para sentir la humedad que emana de las paredes, y para beber de los arroyos. Fuimos realmente dos estupendos amantes: sabedores de que aquella tarde de amor sería la última de nuestras vidas... tan distantes y tan incompatibles. Porque si alguna vez volviésemos a vernos (circunstancia improbable), ambos caminaríamos ya por la segunda edad. Y a esas alturas de la vida (nuestra ó de casi todos) el sexo se hace mecánico; y no fantasía. Porque, al igual que en periodismo, hacer el amor es un oficio, como otro cualquiera. Y cuando lo sabático se adueña de nosotros, la mecánica se pierde; y la fantasía aflora. ¡Triste inversión, ésta!.
-- ¿Jamás volveremos a vernos, Luís?.
-- Yo creo que no. Y si volviésemos a vernos, los reflejos, las apetencias y las cadencias estarán deteriorados, supongo.
-- Eso no es verdad. Conozco al amante de una amiga mía, que tiene sesenta años, y a veces la satura.
-- ¿Qué quieres decirme con eso de que la satura?.
-- Que en cuanto la tiene delante, se echa a ella, como un obseso. Sólo piensa en hacer el amor... y desvía los diálogos, para hablarle de sexo.
-- ¿Y eso es malo, Margarite?.
-- Segun ella, sí.
-- Pues, yo supongo que cuando lleguemos a esa etapa de la vida, ninguno sentirá la tentación de desnudarse, siquiera. Lo único que sabremos hacer es recordar las batallas, como los guerreros, Margarite. ¡Cómo los guerreros!.
-- No te comprendo.
-- No importa.
-- Qu’est ce que tu vais dire?.- Insistió.
-- Que ya todo habrá pasado. Que ya nada será igual. Que todo será mentira... aunque la naturaleza nos siga otorgando sus dones, puesto que el sexo nunca muere.
Durante unos minutos guardé silencio, mientras ella se duchaba. La miraba, una y otra vez, y pensaba en lo rápida que se nos pasa la vida, cuando oí su voz.
-- Estás triste, ¿qué piensas?.
-- ¿De verdad quieres saberlo?.
-- Oui.
-- No creo que te guste oírlo.
-- Por favor, dímelo.
-- Estaba pensando en nuestra despedida.
-- Et alors?.
Clavé mis ojos en los de ella, y transformé mis pensamientos en palabras.
-- ¡Adiós, mi muy querida Margarite!. ¡Adiós, mi fiel... perdón, nuestra fiel Margarite!. ¿Qué sería de los cerdos, como yo, si en el mundo no existiesen mujeres como tú?.
-- C’est ne pas vrai.
-- ¡Es cierto, Margarite, es cierto!. Gracias a estos pastos, y señalé sus senos y su sexo, los animales, como yo, podemos alimentar las tierras que necesitan de estiércol, para germinar.
-- Je comprends rien.
-- No importa, créeme.
-- Bésame, Luís.
-- ¿Dónde?.
-- Par tout, cheri, par tout.

Estábamos escuchando a la orquesta de Frank Pourcel, cuando el timbre de la puerta anunciaba la llegada de alguien.
“¡Que fastidio!. ¡Adiós a la orquesta de Frank Pourcel!”.- Se me ocurrió pensar.
La orquesta de Frank Pourcel siempre ha sido y es una de mis favoritas. No sé si son las melodías que interpreta o si es en realidad la originalidad del director. Pero, de lo que sí estoy seguro es de sus arreglos.
-- ¿Quien podrá ser?.- Pregunté.
-- Mademoiselle Nicole. Bien sûr.
En un impulso de ansiedad, besé apasionadamente a Margarite, al tiempo que mi mano pudo sentir (quizás, por última vez) la tersura de unos preciosos senos, cuando ella giró su cuerpo para dirigirse a la puerta principal.
-- Ça va Luís?.- Gritó Nicole, desabrochándose el abrigo de paño, de color negro, que le entregó a Margarite.
-- Je ne sais pas mon cheri.- Respondí, con tristeza.
Corrió hasta mí y me besó, emocionada.
Segundos mas tarde (todavía la tenía entre mis brazos) hizo su entrada en el salón una mujer de mi edad, aproximadamente. (Siempre me resultó difícil calcular la edad de la mujer francesa. O mejor dicho, la edad de la parisina). Aquella mujer vestía un elegante traje chaqueta de color burdeos, que hacía juego con sus zapatos... o sus zapatos, que debe ser lo correcto, hacían juego con el traje chaqueta.
“¡Muy elegante, sí señor!”.- Me dije.
De su largo cuello pendía una fina cadena de oro, con una gran perla.
“¿A quien le había visto aquella cadena?”.- Me pregunté.
Sacó los guantes, y extendió su mano hacia mí.
-- ¿Así que tu eres Luís?. ¡El Luís español!. ¡El gran Luís!. ¡El maravilloso Luís!... ¡Vaya, vaya!... Al saber que te ibas, no quise perderme la oportunidad de conocerte.
-- Pues, aquí me tienes.- Le respondí, de mal agrado.
-- Ella es...
Nicole se detuvo, como si algo la molestase. E inmediatamente, hizo una profunda inspiración, y continuó.
-- Ella es Hala, mi mejor amiga, mi mejor compañera, mi mejor asesora, mi mayor confidente, mi... mi...
Nicole, como si de un golpe de tos se tratase, estalló en llanto y me abrazó con todas sus fuerzas.
-- Je t’aime Luís, je t’aime!... Et je t’aimerai toujours... parce que...
-- Por favor, no digas mas, mi amor.- Le dije, con lágrimas en los ojos, reteniendo aquel abrazo nuestro, para no verla.
Apoyé mi barbilla sobre sus cabellos y pude sentir aquel perfume, tan suyo. Levanté los párpados y clavé mi mirada en los ojos, grandes y negros, de Hala... hasta que decidió acercarse a nosotros... y abrazarnos, también.
-- ¿Por qué no nos sentamos?.- Aconsejó Hala, dueña y señora de la incómoda situación.
Como Hala había dicho, en el transcurso de nuestra conversación, éramos adultos. Y como tales, deberíamos hacer un análisis frío de nuestras vidas. Efectivamente, éramos personas de nivel alto, en cuanto a vivencias. Efectivamente, formábamos el envidiable triángulo, de los sueños inacabados. Formábamos un pequeño grupo de seres que sabíamos de lealtad, de respeto y de amor. Y al mismo tiempo, éramos criaturas de la vida, unidos y separados por circunstancias distintas.
-- ... unidos por lo mas sublime y enternecedor: el amor.- Finalizara, Hala.
Pero lo que ella no dijo es que estábamos separados por el tiempo, por la distancia, por mi falta de continuidad, por la intransigencia del padre de Nicole, por las normas de una gran religión... y por algo que jamás mencioné: la guerra de Argelia.
¡Que guerra más idiota.- Había vaticinado yo, hace años. ¿Las luchas fratricidas entre el F.L.N. y el M. N. A., adónde nos llevarán?. A ningún sitio. Porque dejar de servir a la Francia para seguir siendo, por los siglos de los siglos, eternos y marginados servidores de otros, será una triste realidad.
Hala era una libanesa (creo que se nacionalizara francesa) de familia muy acomodada, que profesaba la religión católica, apostólica y romana. La familia de ella estaba ligada a los señores Bismout por vínculos comerciales, solamente: los padres de Hala habían sido los representantes oficiales de las Empresas Bismout, en la ciudad de Argel. ¿Y qué mejor lugar, una vez desencadenada la guerra, que París?.
Cuando dejaron Argelia y se instalaron en la capital francesa, Nicole era todavía una niña de dieciocho años. Hala, en aquel entonces, tenía treinta. Y cuando los señores Bismout se plantearon la necesidad de que ya se acercaba la hora de que Nicole se fuera preparando para la sucesión, nombraron a Hala Asesora Ejecutiva de Finanzas.
“A partir de ahora, querida Nicole, deberás sentarte al lado de Hala, para que vayas bebiendo en las fuentes de la mas alta gerencia”.- Ordenara, el señor Bismout.
Hala y Nicole tuvieron que pasar juntas, meses y meses. Aquellas comidas y cenas de trabajo; aquellos cambios de impresiones sobre vinos, quesos, moda, etc.; aquellas idas y venidas a reuniones sociales, múltiples, provocaron un giro de ciento ochenta grados en sus comportamientos, sin apenas pensarlo, sin apenas percibirlo. Y sin percatarse de ello, Hala y Nicole fueron desnudando sus gustos y preferencias por los museos, por los conciertos, por las salidas al campo. Y comenzaron a manifestarse, la una a la otra, lo que debía ponerse, para tal o cual reunión.
“¡Estás elegantísima!”.- Exclamaba, una.
“Et toi aussi”.- Respondía, la otra.
Posteriormente, empezaron a darse consejos sobre que tipo de ropa íntima debía ponerse cada cual, en función de su anatomía.
“¡Estás de lo mas sexi!”.
“Tu crois?”.
Y como broche final, cada una de ellas elegía el perfume de la otra: el que deseaba percibir.
“Oh, lá, lá!. ¡Que excitante lo encuentro!”.
“C’est pour toi”.
En sus visitas trimestrales a los distribuidores, aprendieron a dormir en la misma habitación del hotel, para ahorrar gastos; a ducharse juntas, porque resultaba más cómodo; a besarse de forma distinta, por efectos del alcohol y de la euforia, etc., etc., etc.
En la fecha en que yo estaba despidiéndome de ellas y de mi querido París, Hala y Nicole cumplían cuatro años de vida en común, como tantas y tantas parejas de amantes. Y según me confesara Hala, formaban la pareja ideal: se respetaban (yo había sido la excepción que confirma toda regla) y se amaban.
Nicole seguía apoyada en mi hombro y asida a mi mano, en silencio: había enmudecido. Sólo de vez en cuando me abrazaba con fuerza y me besaba. Nicole lo estaba pasando muy mal y creo que llegué a sentir pena, por ella. No podía imaginármela como novia o amante de Hala. No podía imaginármela en un mundo homosexual, en un mundo anti natura, anti social y autodegradante. Por mucho que me esforcé -¡y juro que lo hice!- no logré imaginármela en una misma cama, y amada por Hala. Me resultó imposible aceptar aquella cruda verdad, cuando habíamos vivido, Nicole y yo, tres maravillosos meses de amor sublime, apasionado y real.
-- Espera un momento, Hala... Nicole me ama. Nicole aceptaría ser mi esposa y madre de nuestros hijos, si no la presionaras.- Protesté, a mitad del monólogo.
-- No, mon enfant.- Me respondió Hala, con seguridad.
Rebobinando las escenas de esos tres meses con Nicole, mi mente no admitía como Hala había podido resistir tantas semanas sin verla y sin hacer el amor con ella.
-- ¿En que momento del día o de la noche la has visto?.- Pregunté, apesadumbrado.
-- Te responderé a ello, querido Luís.
Me pareció que Hala nos miraba con ansiedad y envidia, entremezcladas. Su innegable personalidad, su carácter fuerte y por ser la autora de aquel melodrama, le dieron el derecho de proclamarse en la primera actriz.
-- Voyons!.- Inhaló un poco de aire, y sin dejar de mirarnos, continuó. Nicole, para que lo sepas, jamás me ha ocultado vuestro amor. Nicole, al quedarse sola, te estuvo esperando durante mucho tiempo, para nada.
-- Yo nunca...
-- Nicole ha sufrido mucho, por tí... y por tu silencio. Nicole, como podrías haber imaginado, pasó por momentos muy difíciles. Y cuando las circunstancias me acercaron a ella, estaba deshecha, desesperada.
-- Perdóname, mi vida.- Le supliqué a Nicole.
-- Se sintió usada, prostituida, engañada. Y yo, sin buscarlo, me sentí involucrada... por ser su mejor amiga y su confidente. La ayudé todo lo mejor que supe y pude. La consolé como mejor sabía y entendía. Pero... su belleza interna, su envidiable sensibilidad, su lealtad hacia la persona amada y sus encantos físicos... fueron minando mi amistad hacia ella. Y de aquella sincera amistad, y sin darme cuenta, pasé a enamorarme apasionadamente de ella.
-- ¿Y quien no se enamora de esta criatura?.- Le pregunté, con gran sinceridad.
-- Tienes razón, Luís. Pero, debo confesarte que llegué a asustarme, pues jamás tuve inclinaciones sexuales hacia las mujeres. ¡Jamás!.
-- Mira, Hala. Yo no voy a buscar aquí una explicación al porqué de la homosexualidad. Ni estoy capacitado para ello, ni quiero hacerlo. Lo que sí tengo claro es que nadie se vuelve. Simplemente, se es homosexual, y ya. ¡Ah!, y lo que quiero que entiendas, es que jamás he tenido nada en contra de los homosexuales. Para mí, sois personas que me merecéis idéntico respeto, que el resto.
-- Aunque ahora puedas dudarlo, los hombres siempre me han gustado, como a cualquier mujer. Y he pasado mis noches de insomnio, como cualquier jovencita, por culpa de algún muchacho que me traía por la calle de la amargura. Pero, jamás, jamás, he soñado con ninguna mujer.
-- Con eso no me dices nada, porque yo también lo he vivido.
-- ¿De verdad?.
-- Te doy mi palabra de honor, que es así.
-- No sé que fue lo que pasó, Luís, pero así están las cosas, en este hogar. Y hoy, a esta fecha, puedo jurarte que la amo con toda mi alma, que la quiero, que la deseo y que soy inmensamente feliz, a su lado. Y por ella estoy dispuesta a dar mi vida, si fuese necesario.
-- No lo dudo.
-- Es más. Reconozco que Nicole tiene mas experiencia que yo, en el amor; ya que ella lo vivió contigo. Porque no sé si ella te lo ha dicho, pero te puedo asegurar que nunca hizo el amor con otro hombre. La única experiencia has sido tú. Cosa que yo, por ejemplo, no tengo. ¡Jamás me he acostado con ningún hombre!. Así que tuvimos que aprender a hacer el amor, a través de revistas y películas. Incroyable!.
-- Déjate de frases hechas, por favor.- Le corté, tajante.
Al llegar a este punto, Hala se levantó de la butaca y se postró de rodillas, ante nosotros. ¿Por qué?.
Supuse, al verla en aquella postura, que su futuro lo estaba poniendo en nuestras manos, y a nuestra voluntad. Supuse que quería demostrarnos que ella era inocente, que no debíamos condenarla. Pero, al mismo tiempo, tuve el presentimiento de que Hala nos estaba diciendo que aquella realidad no era regresiva. ¡La suerte ya estaba echada, desde hacía cuatro años!. Y eso era así, porque no dejé un solo instante de observarla y analizarla. Hala me había ganado el futuro de Nicole. Hala y Nicole seguirían viviendo juntas hasta que la muerte las separase. De eso no quedaba la menor duda. Se amaban, y eso era lo importante.
Como si quisiera recompensarnos por el gran dolor que nos estaba causando, o por el miedo que estaba sintiendo, Hala se incorporó... y besó apasionadamente los labios de Nicole.
-- Ma cherie, je t’aime... et tu le sais.- Le dijo, emocionada.
-- Moi, aussi.- Le respondió Nicole, llorando.
-- Deseo amaros mucho, a los dos... Es cierto... Tan cierto, que durante estos tres últimos meses he permitido, sin quejarme, que os vieseis y os amaseis. Y en mis largas noches de soledad, me planteé este triángulo, una y mil veces, ya que no me resultó difícil adivinar vuestras entregas, vuestros goces, vuestras lágrimas... Lágrimas que bebí, en silencio, con las mías... Oh, merde!... Por este gran amor que le profeso a Nicole, tuve que entender, y entendí, que seguíais enamorados, que necesitabais veros, y hablar, y cambiar impresiones. Queríais y necesitabais amaros nuevamente, para tener la seguridad de que no se trataba de un simple y hermoso recuerdo, sino de una aplastante realidad. Y henos aquí, abrazados y llorando... por amor.
Hala hizo una pequeña pausa.
-- Quiero que sepas algo, Luís.
-- ¿Cómo qué?.
-- Siempre que quieras o que necesites ver a Nicole, las puertas de esta casa estarán abiertas, de par en par, para recibirte. Et encore...
-- Por favor, Hala, no digas algo, de lo que luego tengas que arrepentirte.
-- Te juro que aceptaré las condiciones que me impongáis.
-- Suponía que ibas a decirlo.
-- Pero lo haré por ella, sólo por ella... pues de tí, mon cher ami, tengo una imagen que en nada te favorece.
-- Te corregiré ese error, si me lo explicas.
-- Debo decirte, antes de que abandones esta casa, que...
-- Perdón.- Dijo Margarite, indicando el teléfono. Mademoiselle Nicole, de chez vous.
-- Margarite, no te vayas, por favor.- Le ordenó Hala, al tiempo que Nicole se iba hacia el teléfono.
Presumo de conocer a los franceses un poco mas, que ellos, a mí. Bueno, cuando digo franceses, quiero decir parisinos. Ya que los parisinos son una casta, aparte. Lo único que tienen en común con el resto de los galos es que cuando hablan por teléfono no hay forma humana de enterarse de la conversación: podrían estar sentados sobre nuestras rodillas, y tampoco oiríamos nada. Son, y debemos reconocerlo, la discreción y la privacidad personificadas. Así que cuando Nicole devolvió el teléfono a su posición habitual, lo único que hemos podido oír fue el clic del mismo. Clic que aprovechó Hala, como si de un pistoletazo de salida se tratase, para descargar un gran cúmulo de acusaciones, sobre mí.
-- Puedes sentarte, Margarite.
-- Merçi.
-- Bien... Quiero decirte, querido Luís, que tu conducta ha sido, para mí, la del clásico dragueur, la del insaciable buscón, la del amante infiel.
-- ¿En que te basas?.- Pregunté, enfadado.
-- Supiste enamorar a una niña de diecisiete o dieciocho años, llenando su cabecita de promesas incumplidas. Y no creo que haya que felicitarte, por ello. Le juraste un amor romántico, limpio y feliz. La llevaste por el camino de la experiencia física adornando las posesiones con ritos y prácticas... que los jóvenes descartan, por inexpertos, ya que siguen creyendo que lo único que le produce placer a las jovencitas es una penetración machista: rápida, dura y profunda. En una palabra, la casi violación. ¿No es así?.
-- ¿No me digas que la convenciste con esos asquerosos argumentos?. Tengo la impresión, mi querida Hala, de que te estás desviando del camino.- La interrumpí con seguridad y prepotencia.
-- Pas de tout... Después de conquistada Nicole, vino el análisis de vuestra situación: un análisis calculado y estudiado. La señorita Bismout, a parte de ser una niña muy hermosa, era y es la única heredera de una inmensa fortuna, de un gigantesco imperio comercial... ¿Voy bien, amigo mío?.
-- Ya veremos.
-- A la señorita Bismout, una vez que tuvieses la seguridad de que te amaba, le hablarías de matrimonio, y comenzarías a tramitar el divorcio... si es que los españoles podéis divorciaros, que no lo sé. ¡Pero, nunca antes de estar seguro de su amor!. Ya que el Luís que está con nosotras, en este momento, no iba arriesgar su matrimonio bien o mal avenido por un amor de adolescente. Y en el supuesto de que todo marchase a las mil maravillas, y su padre de ella (como así ha sido) se negase a vuestro matrimonio, buscarías la vergüenza y el deshonor de la familia dejando a Nicole en cinta.
-- Tais toi!.- Chilló, entre sollozos, Nicole.
-- ¡No puedo callarme, amor mío, y perdóname!.- La contrarió Hala.
-- C’est suffi!.- Le recriminó Nicole.
Hala, regresó a su saber estar, y continuó, como si nada.
-- ¿Sabes por qué llegué a esas conclusiones?. Porque tú, Luís, no has sabido guardarle el respeto que ella se merecía. Tú, cuando Nicole no podía hacer el amor contigo porque tenía que salir con sus padres, o simplemente, porque tenía la regla, lo hiciste con la primera mujer que se te puso por delante, sin importarte lo mas mínimo. Y esto no podrás negármelo, ya que con nosotros se encuentra la fiel Margarite, y ella puede corroborar lo que estoy diciendo. Tú, para mí, no fuiste mas que un grand salaud. Sí, Luís, un cerdo asqueroso que ha sabido jugar con la inocencia y el amor de una adolescente, locamante enamorada de tí. Tú, para mí, no fuiste mas que un semental que siempre está dispuesto a montar a cualquier hembra. O sea, un tipo sin escrúpulos, amoral, sin amor por nadie, sin respeto a nadie, sin el mas mínimo sentido de la lealtad y el honor. Para mí has sido (hoy, no lo sé) un mercenario cualquiera, él que siempre está dispuesto a luchar en cualquier frente, con tal de obtener sendos beneficios. También has sido, siempre bajo mi perspectiva, un vulgar sicario, que asesinó inexorablemente un mundo de ilusiones; un triste cazador de fortunas, que equivocó la ubicación de la mina; un imbécil proxeneta, sin prostitutas.
-- ¿Has terminado, Hala?.- Le pregunté, emocionado, por la injusticia.
-- ¡No!. Todavía, no... Para mí, y lo repetiré hasta cansarme, tu eres basura, mierda. ¿Comprendes?... Por eso (y que conste que ha sido idea mía, pues Nicole no quería)... por eso, repito, le dije a Nicole que le iba a demostrar quien eres realmente, dejándote un par de horas con Margarite, para que pudieses acostarte con ella, ya que la tienes dominada y seducida, también. ¿O acaso vas a negarme que no habéis hecho el amor, hoy?... No creo que seas capaz de negarlo, si en verdad eres un hombre; cosa, que dudo.
De repente se hizo el silencio. Mi mente clasificaba todo lo escuchado, y no podía dar crédito a tanta verdad. Momento, que ella aprovechó para disparar una cruel pregunta.
-- ¿Te das cuenta, querida Nicole, quien es este rabo caliente?.
-- ¡No, no y no, mademoiselle Hala!.- Chilló, con lágrimas en los ojos, Margarite.
Aquella negativa, tan contundente, explotó como una bomba, en pleno salón. Aquella rotundidad no dio tiempo a nada, ni a nadie. Margarite acababa de demostrarnos su gran amor y lealtad, hacia la señorita Nicole, mintiendo de aquella manera.
-- ¡No, no y no, mademoiselle Hala!.
Margarite estaba dispuesta a jugárselo todo con tal de no manchar mi imagen; ya que con ella, causaría mas daño a la señorita Nicole. Y ella, Margarite, sabía del gran amor que todavía nos profesábamos. Así que, pasase lo que pasase, la fiel sirvienta rompería la baraja, aunque para ello tuviera que jurar y perjurar, en falso.
-- Mademoiselle Hala, usted me va a perdonar, pero no puedo permitirle, y se lo digo con los mayores respetos, esa serie de suposiciones suyas... ¡qué no son ciertas!... Yo conozco a monsieur Luís desde hace bastantes años,... est-ce que vous le connaissez?. Monsieur Luís demostró siempre un gran amor y respeto por mademoiselle Nicole. Y el señor Luís, ¡porque a mí me consta!, se desesperó y sufrió mucho cuando monsieur Bismout obligó a la señorita a que se fuera a Túnez... Yo atendí muchas, pero que muchas veces el teléfono cuando monsieur Luís llamaba solicitándome información sobre ella. Yo lo he visto llorar de desesperación. Y lo que usted acaba de decir no es justo. Usted quiere generalizar el comportamiento del señor, por los comentarios que le hicieron... o para confundir a la señorita Nicole.
-- ¿Vas a negarme que vosotros dos, y nos señaló, no habéis hecho el amor, a espaldas de la señorita Nicole?.- Le preguntó, furiosa.
-- Jamás he negado, y monsieur Luís, tampoco, que hayamos hecho el amor. Pero...
-- ¿Lo ves, querida?.- Interrumpió Hala.
-- La señorita Nicole lo sabe... Hicimos el amor para hacerle un favor a la señorita Nicole, pues no queríamos... ¡he dicho, no queríamos!... que se acostase con ninguna otra. ¿Y sabe usted lo que pasó?... Que pronunciaba el nombre de la señorita Nicole cuando me besaba... o cuando... usted ya sabe... cuando el hombre termina... Y cuando una tarde monsieur Luís creyó que lo que estábamos haciendo era algo inmoral, me dijo que nunca mas volveríamos a vernos... ¡y lo cumplió!. ¡Vaya si lo cumplió!.
-- Mon Dieu, qu’est-ce que c’est vrai!.- Exclamó, sollozando, Nicole.
-- Ça ne va pas.- Susurró Hala.
-- Por esa razón tengo que negar lo que usted está dando por hecho, mademoiselle Hala. Además... ¿quiere usted decirme que concepto tiene de mí?... Yo no soy ninguna puta, aunque usted lo piense. Y como no soy esa puta, que usted piensa que soy, esta tarde monsieur Luís no se ha acostado conmigo. ¿Y sabe por qué?. Porque él sabe respetar a las mujeres... El señor Luís y yo hemos estado hablando, todo el tiempo, de la señorita Nicole; pero no, de usted... porque entendí que ninguna de las dos le había informado de la vida que se vive en esta casa. Y si no lo hice, fue por dos razones. Primera y principal, porque ustedes dos son mis patronas. Y segunda y última, porque no quería darle a monsieur Luís un disgusto: el que está sintiendo, desde que ustedes llegaron... Monsieur Luís ama a la señorita Nicole. Y con la señorita Nicole quiere llegar a formar un hogar... que usted no puede darle. La vida que se vive en esta casa no es la que soñó la señorita Nicole, ni la que le permitirían el señor y la señora Bismout... si supiesen la verdad. ¿Por qué no le dice la verdad a los padres, eh?... Porque, si lo hiciera, los señores Bismout la devolverían al desierto de Argelia. ¿Y que sería de usted?. ¿De qué viviría?... Mire, señorita Hala, usted se supo aprovechar de la familia Bismout, al ponerla en el puesto que la han dado.
-- ¿Pero, quien diablos se cree usted que es, en esta casa?.- se indignó, Hala.
-- Yo no soy nada mas que una fiel sirvienta. ¡Pero, honrada!. Y lo que sucedió aquí, se lo voy a decir con claridad, aunque me cueste el puesto.
-- ¡Cállate, Margarite, por favor!.- Protestó, Nicole.
-- No, mademoiselle. Perdóneme, pero no voy a callarme... Usted, señorita Hala, le llenó la cabeza de pajaritos, a la señorita Bismout. Usted se tomó la libertad de hablar mal de monsieur Luís, sin conocerlo, por lo que le oyó al señor Bismout. Usted jugó con ella un juego peligroso. Y ahora, ¡oh, mon Dieu!, se cree la dueña de todos nosotros. C’est incroyable!... Y si ustedes me dan su permiso, deseo retirarme de inmediato... ya que terminaré vomitando sobre esta alfombra. Buenas noches, madesmoiselles. Buenas noches, monsieur.
Margarite salió de escena, con tal seguridad en si misma, que nos dejó atónitos.
“¿Qué postura tendré que adoptar?”.- Me pregunté, al verla salir.
Miraba los decorados y mi boca estaba seca. Sentía vergüenza de mí mismo. La mirada suplicante de Nicole me decía que guardase silencio y que dejara las cosas, como habían quedado. Miraba aquellos ojos, enrojecidos por el llanto, y mi corazón se aceleraba, por mis remordimientos. Escuchaba su respiración entrecortada, y me ahogaba en mi mismo.
“Yo te he amado siempre, y te seguiré amando, Nicole”.- Gritaba mi conciencia.
Nicole había sido, y seguía siendo todo, para mí. Pero sabiendo la verdad de ellas, no podía aceptar aquella locura. No podía compartir con Hala, ni con nadie, a Nicole... salvo que hubiera perdido el sentido; ya que la formación que yo había recibido, desde el colegio de doña Rosa Balboa hasta la Universidad, me prohibía tales libertades.
La verdad, la más cruda verdad, era que me sentía decepcionado. No, porque Nicole hubiese hecho el amor con Hala o con otra mujer. No, nada de eso. Estaba decepcionado de mí mismo, por no haber interrumpido la defensa de Margarite, y por permitir que aquella pobre sirvienta cargara con mi propia cobardía. Sin embargo, soy consciente de que si lo hubiese hecho, habría puesto todo patas arriba: mi verdad sería tan aplastante, que el dolor que le hubiese causado a Nicole sería imperdonable.
“¿Por qué me había enseñado, mi muy amada Españita, a no mentir?. Perdóname, querida Españita, pero si sigo tu credo, el mundo aplastará a Nicole. Y yo no puedo permitirlo”.- Reflexioné.
Pienso desde hace muchos, muchos años, que mi ángel de la guarda está constantemente a mi lado, y que me protege. Y gracias a esa protección suya, mi ángel me sacó de múltiples apuros. Me sacó de tantos, que ya llegué a creer que no le debo nada porque esa es su misión: la de protegerme. Sin embargo, en honor a esa verdad que tanto preconizo, Hala me dijo una larga serie de verdades, que nunca creí estar en posesión de ellas. ¡Pero, ahí estaban!. Hala había hecho un buen retrato hablado de mí, en el que yo no era capaz de reconocerme.
“Creo que Hala se merece a Nicole... y que yo no debo inmiscuirme en sus vidas”.- Volvió a gritar, mi conciencia.
Hala, debo admitirlo, luchó y se enfrentó a una sociedad hipócrita e intransigente. Y por añadidura, a unos estamentos religiosos y a un escándalo callado. No, por prohibido; sino porque tal escándalo llevaba, tras sí, una firma poderosa: el imperio de los Bismout. Y si Hala corrió con Nicole grandes y graves riesgos, ¿qué hice yo, mientras tanto?...
Yo, por mi cobardía, ni luché, ni corrí ningún riesgo. Simplemente, desaparecí de la escena, escondí mi cabeza en la arena de las lamentaciones y me despreocupé de todo. Y hoy, desde aquí, me pregunto: ¿llegué realmente a amar a Nicole... o ha sido simplemente un gran resplandor, al haber sido capaz de enamorar a una preciosa adolescente, única hija de un judío multimillonario?. Pienso, y confieso estar de acuerdo con Hala, que yo nunca tuve nada que perder; y sí, mucho que ganar.
En medio de aquel ambiente me sentí tenso y enfadado, muy enfadado. Pero, ¿con quien?... ¡Con la verdad, supongo!.
En algunas culturas, como la española: la nuestra, “le menage a trois” o “le menage a quatre” es inmoral e impropio de los mas firmes principios básicos. Quizá, porque el concepto “compartir” sólo es válido para los hombres: jamás, para las mujeres. El macho (yo, me excluyo) se cree el rey de la creación, y las hembras, son un simple complemento de la misma. Por tanto, cuando un hombre forma un hogar, no quiere decir que está renunciando a las mujeres de los demás congéneres; sino que aquella es la elegida, la favorita y la que merece ser la madre de sus hijos. ¡Nada mas!. Pero, de ahí a que tenga que desistir de futuras conquistas, va un abismo; ya que él, desde el principio de los días, ha sido educado para ello... aunque la mujer, posteriormente, lo niegue.
Si el hombre participa en una orgía (dónde el intercambio de parejas es primordial o así fué establecido) es porque se siente sólo o insatisfecho. Si la mujer participa en esa misma orgía, es porque es una ramera o una ninfómana. ¿Por qué no la incluimos en el primer apartado?. Porque la respuesta es muy clara: el hombre no ha nacido para ser transmisor de conductas sexuales plenas. La conducta sexual plena lleva implícita una potencia viril, que nos ha sido negada por la propia naturaleza. Y la naturaleza nos ha asignado el papel de “jeringuilla inyectora de semen”. Nada mas y nada menos, que eso.
Fue la mujer la que descubrió que el sexo sirve para algo mas que para procrear. Fue la mujer, a través de su clítoris, la que nos abrió las puertas de un mundo nuevo, de un mundo fantasioso, de un mundo que todavía no somos capaces de entender y dominar. Y no lo ha descubierto por el simple placer del placer. ¡No!. Lo ha descubierto porque sabe de nuestras insatisfacciones, de nuestros desequilibrios, de nuestra vanidad, de nuestro afán de conquista, de nuestra debilidad por lo desconocido. Por esa razón, y por otras mas, la mujer quiso y quiere complacernos. Y ya que nos complace, injusto es que la descalifiquemos.
Cuando los hombres nos sentimos defraudados, decepcionados o equivocados, nuestras pócimas se reducen a dos: el alcohol y las mujeres. Tanto en uno, como en las otras, el hombre quema su potencial físico. Y al quemarlo, lo único que consigue es su autodestrucción: física y mental.
En vista de que nada mas justificaba mi presencia en aquella casa, y aprovechando la salida de Margarite, me despedí, con una gran frialdad.
-- No, Luís, por favor. No nos separemos de esta manera.
-- C’est tout que je peux faire.
-- Viens ici.
-- Laisse-moi
-- Au revoire, Luís. Bonne chance!.
-- Merçi.
Antes de cerrar la puerta, quise guardar en mis retinas la imagen de Margarite, llorando.
-- Adiós, Margarite... ¡Ah!. Toma mi tarjeta. Y si alguna vez vas a España, o necesites algo de allá, no dudes en venir a verme o en llamarme. En mí, querida Margarite, tienes y tendrás siempre a un verdadero amigo que te quiere... y que difícilmente se olvidará de tí.
-- Merçi.
-- Sin tu quererlo, ni buscarlo, has pasado a ser ese bello personaje de la obra de mi vida: el que nunca podré omitir. Has sido también, y ojalá no cambies nunca, la representante del mas puro sentido de la lealtad y de la amistad. Eres, ¿por qué no decirlo?, la personificación del sacrificio por los débiles. Y por todo ello, mereces ocupar el mas alto sitial de una sociedad que poco a poco se está degradando.
-- No entiendo.
-- Es igual. Mais je t’aime, Margarite!.
-- Moi aussi.
Que agradable me resulta hoy recordar, con unos años de distancia, la ternura que me regaló aquella muchacha cuando nos despedimos, a las puertas del ascensor. Pero que tristeza siento, por un gran amor perdido. Me parece mentira, a estas alturas de mi vida, que todavía sienta amor por Nicole. ¡Que asquerosa, y al mismo tiempo, que hermosa es la vida!. ¡Cuantos secretos quedan escritos para la eternidad, en la ciudad más acogedora, más cosmopolita, más maravillosa del mundo: París!. Y que sorpresa me causa hoy al releer mi “Opus 63”:
Cogí tu mano temprana,
en la mañana del Sena:
una barcaza con sonido ronco,
una lágrima con sabor de espera,
una noche, ¡ya pasada!,
unos labios, en temblor,
y el titular de un Diario:
“L’Algerie reste française”.
Así nació nuestro amor.
Tú, judía. Yo, un español
(des salaudes étrangers)
bajo el terror y la guerra,
bajo el odio y el rencor,
bajo aquel tejado gris
de un París...
que ya no queda.

Así se acabó
el mal sabor...
de una guerra.
Lo releo, una y mil veces, y a mi memoria vienen, y se van, imágenes. Imágenes claras y confusas, o confusas y claras. Situaciones que no he sabido o no he querido resolver, en su momento. Cascada de vivencias imprevistas... o imprevistas vivencias, en cascada. Un eterno girar de la noria: amor y guerra... o guerra y amor. Un amor que nació y creció con Españita: blanco, puro y transparente. Un amor que sembré en el corazón de Mercedes y que cosechó mi primera decepción, mi primer desprecio y mis primeras náuseas. Un amor desbordado que quiso bendecir Fray de Santamaría, por la gran amistad que nos unió, ante el altar de la Iglesia de la Colegiata de Vigo, y que me regaló los mejores hijos del mundo: Luís-Antonio, Jean-Louis y Tatiana. Pero, ese gran amor no lo supe cuidar, no lo supe mimar, no lo supe compreder... ni tampoco respetar. ¡Que hijo de puta he sido!.
Y este autoanálisis constante, me lleva a una conclusión: que he vivido y vivo una guerra permanente -real o ficticia- contra mi mismo. Una guerra que de antemano tengo perdida, porque mis armas están siempre obsoletas. Una guerra en la que nunca se me ha juzgado, como debería ser; sino que se me abandonó a la peor de las desgracias: dejándome como simple prisionero, y a mi propia suerte. Y si alguna vez he sido liberado -cosa, que dudo- fué para incrustarme de nuevo en el campo de batalla: otra vez prisionero, otra vez olvidado, y otra vez subido a la noria.









































XI.





La comida y las botellas de Albariño fueron abundantes. No así nuestros diálogos, que fueron escasos.
Por nuestras mentes cabalgaba los fantasmas de la despedida, de nuestras entregas apasionadas, de nuestras libertades y de nuestros recuerdos. Estábamos cerca, muy cerca, el uno del otro; pero nuestros mundos internos, separados, muy separados.
Tomamos un par de cafés, cada uno, y los acompañamos con dos o tres copas de coñac. Como ninguno de los dos estábamos acostumbrados a tanto alcohol, el vino y el coñac nos jugaron una mala pasada: reíamos y cantábamos, sin saber por qué. Nos acariciábamos, por el todo y por nada. Fumábamos el mismo cigarrillo, sin recordar cuando lo habíamos encendido; y nos llamábamos mutuamente “locos”, en plena demencia.
May no consintió que yo abonase la cuenta, ordenando que se la cargaran en la suya.
-- ¡Quiero pagar, yo!.- Chilló, entre carcajadas estruendosas. Y pago yo, porque me da la real gana... Y me da la real gana, porque soy la mujer más feliz y mas desdichada de toda la Tierra... No, señor, ¡soy la más feliz del mundo!... Y soy la más feliz, porque encontré a mi hombre, porque tengo lo que siempre he soñado, porque...
-- Cállate, May, por favor. Estás dando un espectáculo, y no está bien.
-- ¡Y a mí que me importa!... Quiero que sepan todos que eres mi hombre, ¡y vaya hombre!.
-- Te lo ruego, por favor, guarda silencio.
-- Por si no lo conocen, les presento a maese Luís. Él siempre comedido, cortés, respetuoso, y todo un señor... con los pies sobre la tierra.
Soltó esta retahíla de calificativos, con reverencias al estilo medieval... y casi se cae al suelo, de bruces.
Ante aquella situación, y con un simple ademán, pedí las llaves de su habitación. Con grandes protestas, por su parte, y con alguna que otra grosería en mis oídos, subí a May hasta el dormitorio. Y después de muchos esfuerzos, la eché sobre la cama... la desnudé... y me acosté a su lado.
Encendí un cigarrillo. No sé por qué lo hice, ya que jamás había fumado en cama. Y al soltar la primera bocanada, vi como el humo ascendió hasta el foco del techo, vacío. Busqué y rebusqué en el cajón de la mesilla de noche y en el bolso de mano... hasta que ¡por fin! hallé una hoja de papel, en blanco: la que forraba el fondo de la gaveta.
“¡Menos mal!”.- Me dije.
La hoja de papel ya la tenía, pero me falta un lápiz o un bolígrafo. Como no pude encontrar algo que se le pareciese, opté por una de sus barras labiales, y regresé a su lado. ¿Por qué tendría barras, si nunca se pintara los labios?.
May dormía profundamente. Su respiración era fuerte. Su boca semi cerrada se abría, de tanto en cuanto, para permitirle a la lengua humedecer aquellos carnosos labios... que yo tanto había besado. Su nariz, ligeramente ancha y respingona, se contraía, cómo si quisiera preguntarle al pasado, al presente o al futuro, qué iba a ser de ella, de mí, de nosotros. Los dedos de sus manos interpretaban la melodía del silencio sobre el teclado blanco y negro del sueño. Sus párpados coqueteaban con los ojos, ocultos por la muerte momentánea y finita. Me acerqué lo mas que pude a su cara para poder aspirar su aliento: un aliento, siempre aromático. ¡Era inconcebible!. Pero, el aliento de May era así.
Extendí la hoja de papel. Sujeté la barra de labios. Y me dejé deslizar por la inagotable belleza de la fantasía.
Quiero confesar a los cuatro vientos
lo muy feliz que me has hecho;
cuando nada me ofreciste,
cuando nada me aceptaste.

Al romper con mi encierro
pude confesarte cuanto te amo,
cuanto necesito tenerte a mi lado
y cuanto permaneceré en el viento.

Porque el viento que aspiras,
yo lo respiro.
Y cual ladrón, en celo
espero su regreso:
tu lo respiras,
y yo lo aspiro.

Sentí sobre mi vientre caer la mano de May, cuando ella cambió de postura. Su sueño seguía siendo profundo, y su cálido aliento quemaba mi costado. También quemaba mi alma la sinceridad de su inconsciencia: la confianza que me ofrecía, desde su reposo.
Por primera vez nos encontrábamos en una habitación de hotel, y dábamos la sensación de haber estado muchas más veces: quizás, desde antes de nuestro antes.
Ella era feliz, desde su sueño. Yo era feliz, desde mis sueños. Ella estaba ausente del presente. Yo estaba ausente del futuro. Ella vagaba por la nada. Yo lo hacía, por el todo. Ella estaba profundamente dormida. Yo, profundamente despierto. Ella estaba inerte. Yo, muerto. Ella era ella. Yo, nadie.
Recordaba (¡oh Dios, siempre recordando!)... Recordaba una excursión del colegio de doña Rosa Balboa. Habíamos salido a las afueras del pueblo. Después de mucho caminar, jugar y comer, doña Rosa nos obligó a hacer una pequeña siesta.
“Los niños tienen que dormir la siesta. Después, ya jugareis”.- Ordenara.
Y en minúsculos grupos nos echamos, sin dejar de protestar, sobre la verde hierba de aquel monte, desde dónde se divisaba el pequeño pueblo de Sarria y las hermosísimas praderas de Las Insuas, con sus frondosos árboles. También podíamos ver el serpenteante espejo que nos regalaba el riachuelo que pasaba por los costados de los hoteles Roma y Burgalesa, cerca de la estación del ferrocarril. Y un poco mas a la izquierda, río arriba, estaba la Feculera de patatas: una fábrica de putrefacción que le robara la transparencia al río, cubriéndolo con un inmundo y espeso manto de espuma blanca... que terminó exterminando centenares y centenares de truchas, que jugueteaban entre las redondeadas y babosas piedras.
Pues bien, bajo las sombras de los castaños fuimos acomodándonos, por parejas. Sí, sí, por parejas... porque nadie entendía que los infantes de siete, nueve ú once años necesitábamos de una compañera, de una amiga, del naciente amor y del resplandor de las almas: de la pureza del blanco.
Españita y yo éramos dos infantiles criaturas, a las que Dios había elegido, para ejemplo de las demás. Españita y yo, con el paso de los años de colegio, nos dimos cuenta de que nos necesitábamos tanto; como el pez, el agua; como el pintor, el lienzo; como el escultor, la piedra; como el borracho, la botella; como el poeta, el alma.
Recuerdo, al recordar, cuantos recuerdos albergan mis años, cuanta felicidad, cuanta ternura y cuanta amargura. A veces, me perece imposible que pueda recordar tanto, tanto y tanto. Pero otras, soy consciente de que tengo ese poder. Ese poder divino, agnóstico, demencial, me permite seguir aquí, entre estas páginas, como las aceras de las calles de mi pueblo: expectante... a un mañana, sin mañana; a un mañana, de ahora mismo; a un mañana, de ayer; a ese mañana, de siempre. Porque jamás he visto, ni conocido el mañana. Jamás conocí el hoy. ¡Siempre, el maldito ayer!. Y en ese AYER están aquellos castaños, aquellos pinos, aquel verde, aquel riachuelo, aquella escuela, aquella niña, aquel amor, aquella maestra... y aquella pasión. En aquel AYER estoy ahora. Y a mi lado está Españita con su uniforme azul, del que pendía, bajo su barbilla, una preciosa mariposa blanca: formada por las redondas puntas del cuello de su camisa. Y a mi lado está Españita con su raya al medio, para darle libertad a las dos coletas de pelo negro y brillante, que estaban coronadas por lacitos blancos. Y a mi lado, y ahora, está Españita dormida. Y a mi lado está su respiración. Y a mi lado está su sueño de infanta, su pureza, su tranquilidad, su calor, su belleza y su tos. A mi lado está su vida, que es mi vida. A mi lado está su mano, que es mi mano. A mi lado está su olor a leche materna, a agua de colonia, a candor, a frescor de la brisa de la mañana, a volar de paloma: su olor a NIÑA. Y aquella niña fue mía, sólo mía. Aquella niña, sin quererlo, apoyó su manita en mi vientre, al girar sobre si misma, mientras dormía sobre la verde hierba del campo. Y aquellos diminutos dedos pude tocarlos, acariciarlos y besarlos, con lágrimas emocionadas. ¡Que feliz era!... ¿Quién era feliz?... ¡Los dos, sí!. Los dos éramos felices: ella, en su sueño; yo, con mis sueños.
Cuando Españita abrió los ojos y se encontró con su manita en la mía, y humedecida por mis lágrimas, se asustó. La transparencia de su mirada, que todavía recuerdo, atravesó mis ojos, mis venas y mi corazón. Su boquita (un tanto entreabierta, por su casi constante tos) quería reprocharme mi atrevimiento. Sin embargo, (¡que grande eres, Dios mío. O que loco, no lo sé!) Españita y yo detuvimos el tiempo del tiempo, paralizamos el movimiento del movimiento, y parimos el silencio del silencio. Le devolvimos a Dios todo lo que había hecho por nosotros: lo que éramos, lo que sentíamos, lo que sabíamos hacer. Y lo único que yo sabía hacer, cuando la tenía a mi lado, era amar. Le dimos a Dios la opción de permitirnos seguir viviendo o de quedarnos así: paralizados, estáticos, muertos.... pero llenos de vida. Aquel amor era nuestro. Y como nuestro que era, haríamos con él lo que nos dictasen nuestros sentimientos. Por ejemplo, lo que hacían nuestros padres o nuestra maestra con nosotros y con los mendigos; lo que hacían las mariposas con las flores, a la luz del sol; lo que hacían los pajaritos, entre las ramas; lo que hacía el viento con los árboles, en plena tormenta; lo que hacía la gallina con sus polluelos, al salir de los cascarones; lo que hacía la máquina del tren, antes de un paso a nivel. Pero, lo que nunca haríamos (bajo juramento) era lo que le hacía el perro a la perra: olerla, lamerla y montarla. O lo que le hacía el gato a la gata: lastimarla. ¡Como maullaba la gata de la señora Josefa: la cantinera!. O lo que le hacía el toro a las vacas: montarla, empujarla y correr con ella por la pradera. O lo que le hacía el burro a la burra o a la yegua con aquella cosa tan grande, tan gorda y tan oscura. ¡Que vergüenza sintió Españita cuando vio la escena, ante el ultramarinos de Luisa!. O lo que les hacían los chicos mayores a las chicas, entre los trigales y maizales. ¡Eso, jamás!.
“Esas cosas sólo las hace la gente mala, la gente inmoral”.- Me dijera Españita, durante el trayecto a su casa, con aquella voz, tan suya.
Tenía razón. Sin embargo no descartamos, cuando fuéramos más grandes, el darnos unos besos, como se daban los artistas, en las películas de amor. Esos besos eran muy bonitos.
“Aunque a mí me ponen muy nerviosa, cuando los veo”.- Respondiera Españita.
Pero para que esos besos se hiciesen realidad teníamos que esperar, saber esperar. Y así lo habíamos jurado. Y así lo hemos cumplido hasta que... la vida nos separó, ¡para siempre!: al cumplir los diez años, a Españita la enviaron a estudiar a La Coruña.
Aun hoy, no dejo de preguntarme por qué. ¿Por qué a mi padre la Renfe lo trasladó a Zaragoza, cuando faltaban dos años para que Españita regresase?. ¿Por qué la Renfe, él o quien sea no me preguntó si me gustaba el cambio de residencia?.
“¡Tengo diecisiete años!”.- Protesté.
“¿Y qué?”.- Me respondió, mi padre.
Pienso que nadie lo ha hecho porque los adolescentes éramos niños. Y los niños no tenían (ahora, no lo sé) ni voz ni voto, ante los mayores.
“¡Menuda injusticia!”.- Sigo pensando.
Por consiguiente, y con todo el dolor de mi corazón, Españita regresó a Sarria... y yo ya no estaba. Porque en Sarria, su padre, don Dimas, tenía sus propiedades, su comercio de tejidos, su bella esposa, sus hijos, su vida... y a ella: el más grande y puro amor de mi vida.
Durante estos veinticuatro años transcurridos no he llegado a entender por qué Dios nos había abandonado; por qué Dios no nos permitió seguir juntos, unidos, si yo la amaba tanto. ¿Acaso, Le pregunto, mi amor por ella era pecado?. Y si no lo era, como estoy seguro de que así ha sido, ¿por qué Le permitió al Destino que nos separase?. ¿Por qué, entonces, quiso privarme de su necesaria compañía?. ¿Por qué no me ayudó a componer el poema, dónde anunciase al mundo entero que yo amaba a Españita, y que yo la necesitaba?. ¿Por qué Tú, Dios mío, a tantos años de distancia, me sigues poniendo a Españita en el corazón, en el alma, cuando intento ser feliz?. ¿Acaso Tú has olvidado que los mortales envejecemos y que aquella niña tiene ahora cuarenta años: dos menos, que yo tengo?. ¡Claro que no lo Has olvidado!. Simplemente, Tu no puedes saberlo porque en el espejo que Te miras no aparecen arrugas, ni canas, ni fatiga en el alma. Tampoco Sabes que las mujeres olvidan mas fácilmente el primer amor; cosa que los hombres, no. Y podría demostrártelo, si a ella le preguntases hoy cómo era yo. Seguro que no me recuerda, lo mas mínimo. ¿Entonces, por qué diablos está Españita aquí, y ahora?. ¿No Te das cuenta que en este instante estoy al lado de May, en un cuarto de hotel, y con ella desnuda?. ¿Como Puedes ser tan jodido, a veces?... Sabes que aquella niña simbolizó, simboliza y simbolizará siempre la pureza, el sublime amor. Y voy a decirte algo... Españita es eso, y mucho más: eres Tú, con forma de mujer. Como también lo es mi hija, y no es ningún secreto para Tí. Así que, por favor, déjame tranquilo y saca a Españita de esta cama, porque terminarás volviéndome loco. ¿No Te das cuenta de que ahora, después de un cuarto de siglo, Españita ya no existe?... ¡Que diablos sabrás Tú del tiempo... y de lo que es capaz de archivar la mente humana!.
No puedo precisar cuanto tiempo he necesitado para quedarme dormido. Sólo sé que me desperté al sentir sobre mis labios, los de May. Y en aquel despertar, la encontré guapísima. Allí estaba ella, a mi lado, con su sonrisa fresca, juvenil. Allí estaba ella vestida con su piel bronceada por el sol, mostrándome las rayas de sus nalgas y regalándome el aroma exquisito de su suave perfume.
-- ¿Qué es esto?.- Tendió su mano y me señaló la hoja de papel garabateada y la barra de labios, prácticamente inservibles. ¡Me vas a volver loca!. Y no sólo eso, sino que tú también terminarás en el manicomio, como sigas obsesionándote conmigo.
-- No me importaría.
-- ¡Eres increíble, Luís!. ¿Cómo puedes escribir esto, si casi no me conoces?. ¿Que coño te está pasando, eh?.
-- Yo no he escrito eso.
-- Esta letra es la tuya. Y esta barra de labios, es mía... O a lo peor, resulta que estuvo alguien aquí, mientras dormía, y nos jugó una mala pasada. Sí, probablemente ha sido eso, ¿no crees?.
-- Eso lo has escrito tú. Los anteriores poemas los has escrito tú. Y los siguientes, ¡para que lo entiendas de una puñetera vez!, también los escribirás tú.
-- ¡Estás loco de remate!.
-- Puedes seguir llamándome loco, durante toda la tarde, si así lo deseas... Y por favor, no me mires con esa cara de tonta, porque de tonta no tienes nada de nada. ¿De acuerdo?.
-- ¿Yo?. No me hagas reír, por favor, Luís... Yo no pude haber escrito eso, ya que no soy capaz de escribir ni una simple carta a mi novio.
Aquí se detuvo, como si acabase de gritar una blasfemia, en plena misa. Al hacerse el silencio, clavó sus ojos en los míos, implorando perdón y comprensión. Me miraba una y otra vez, conteniendo la respiración. Y a los pocos segundos, al ver mis lágrimas resbalando por mi rostro, me besó temblante.
¡Pobre May!. Menuda lucha interna estaba sufriendo, por mi culpa. ¿Es que yo, maldita sea, tengo que estar siempre dónde no debo?. ¿Por qué cojones tengo que enamorarme de mujeres estupendas, tan de repente?. ¿Por qué siento la necesidad de confesarles que las amo, en tan corto espacio de tiempo?. ¿Es que nunca voy a saber que la gran mayoría de la gente no entendió, no entiende y no entenderá jamás que habemos seres, en este asqueroso mundo, que hemos nacido para amar?. ¿Es qué mi vivir ha sido, es y será una continuidad de breves secuencias, dónde las mujeres que me lo han dado todo, que me han amado con ternura, que han hecho el amor conmigo de manera apasionada y/o romántica, deben separarse de mí, por una ú otra razón?. ¿Es que no ha sido suficiente tortura tener que separarme de Españita (mi primer y gran amor), de Mercedes (mi primera novia oficial), de Rosa (esposa y madre de mis hijos) o de Nicole?. ¡Juro, ante Dios, que sí!.
Probablemente, a pesar de mis años, no haya nacido, todavía... o no me haya formado para luchar en medio de la selva... o quizá siga viviendo un mundo irreal. ¡No lo sé!... O acaso necesito, ¡por qué no!, de un tratamiento psicológico o psiquiátrico, a fondo. Probablemente no he madurado lo suficiente y sigo inmerso en el mundo de mi infancia, en el maravilloso espacio del colegio de doña Rosa Balboa: del que nunca debí haber salido. Probablemente tuve y tengo miedo a ser hombre. O quizás, porque me asustan las tomas de decisiones trascendentales. Probablemente, porque siento la insaciable necesidad de apoyar mi cara entre los senos de una mujer, para poder conocer la paz que nos regala la muerte. ¡Debe ser hermoso morirse, y descansar!. Debe ser extraordinaria la cadenciosa sensación de irse, para siempre: caminar por ese interminable túnel hasta llegar a penetrar el blanco resplandor de la salida. Debe ser indescriptible oír el silencio del silencio, y que tantas veces he mencionado. Debe ser apetitoso saborear la savia de los cipreses; ya que, al fin y al cabo, se alimentarán de mi estiércol. Debe ser conmovedor el ver a millones de larvas jugueteando por entre las cavidades de mis huesos, para cumplir con la misión de “no retorno”. Debe ser alucinante llevarme conmigo a los seres mas queridos, a los que nunca olvidé... y hasta a aquellos que me han traicionado.
Creo que debo reflexionar y tomar la más savia y perfecta de las misiones: la del suicidio.
¿Por qué la sociedad, por un lado, y las Iglesias, por el otro, condenan el suicidio?. ¿Acaso con mi vida (que es mía, y sólo mía) no puedo hacer lo que a mí me dé la gana?. ¿Será que no soy realmente un ser libre?. Hasta la fecha he hecho con mi vida lo que he creído correcto... o lo que me ha parecido más cómodo. Y a nadie tuve que dar explicaciones. Si he querido comer, comí. Si he querido beber, bebí. Si he querido correr riesgos (aunque reconozco que algunos fueron absurdos), los corrí. Si he querido amar, amé. Y si ahora quiero morir, ¿quién podrá impedírmelo; y quién, censurármelo?. Y si todavía no lo he hecho, y motivos no me han faltado, es por mis hijos. Mejor dicho: por mi hija, en concreto. Porque esa preciosa muñeca, en un mañana cercano, no me lo perdonaría. Y no me lo perdonaría porque, al tener solamente seis años, mañana (siempre ese maldito mañana) se sentirá decepcionada de mí. Y eso sí que no se lo deseo. Las otras mujeres, quizás, lo lamentarán, mas o menos. Pero nunca se sentirán copartícipes de mi desequilibrio, motivado a mis fantasías forjadas entre sus brazos. ¡Estoy harto, muy harto!. Estoy cansado de ser el pañuelo dónde secan mi semen y su celo. Estoy cansado de ser el pañuelo dónde enjugan las últimas lágrimas (como ha hecho May), dónde suenan los mocos de niña (como haría Españita), dónde vomitan el asco por su pareja (como lo han hecho algunas casadas, amantes o novias de otros), o simplemente dónde escupen, para no manchar el suelo. Eso de haber sido el pañuelo de las demás me convulsiona, me revela, y me enfada. Como me sentí enfadado cuando May recordó a su novio. Aunque, a fuerza de ser sincero y justo, era lógico que lo recordara, puesto que se sentía enamorada de él. Yo, aunque me costase trabajo admitirlo, no era otra cosa mas que una aventura de verano, con la que se encontró cómoda. Pero, ¡nada mas!.
May deseaba conocer, debido a su juventud, cómo, dónde y cuando nacen los poetas. May deseaba vivir irresponsablemente los “cómo, dónde y cuando”, sin pararse a pensar en las consecuencias. Pero lo que no deseaba, y quisiera estar seguro de ello, era causar daño, a nadie: ni a su novio ni a ella. Y he ahí la cuestión. Por eso, al besarme temblante, dejó al descubierto su terrible lucha interna: se encontraba en la cama de un humilde hotel, a las orillas de una playa de ensueño, en una isla incomparable, con un hombre que le doblaba la edad, y en las alas del tiempo. ¡Pobre May!.
Encendí un cigarrillo. La besé, y salí de la habitación. Quería estar solo. Necesitaba estar solo. Solo, de May. Solo, de mí, Solo, y en la soledad. Y en aquella soledad, me hallé a solas con mi soledad.
Después de mucho caminar, hacia la parte oeste de la isla, me detuve ante una gigantesca araña, de color amarillo huevo, y con pintas negras: semejaba una maruxiña. Estaba tejiendo su red, su trampa, su futuro: su subsistencia. Estaba demostrando, a quienes quisieran detenerse, que la vida, por si misma, no regala nada. Y también, que el fin, sí justifica los medios. Estaba luchando contra el viento de poniente y contra los detractores. Estaba sembrando, en el aire, su bien ganada cosecha. Y todo ello lo estaba realizando sigilosamente, minuciosamente, secretamente: de sol a sol, si fuese preciso. Aquella araña era sabedora que, una vez terminada su siembra, debería saber esperar la cosecha, con paciencia, con infinita paciencia. Pero, eso sí, vigilando sin desmayo su red. De todo ello dependía su propia vida.
No puedo recordar por cuanto tiempo estuve frente a ella. Lo que sí recuerdo es que mientras observaba cada uno de sus movimientos, yo pensé en mí. ¿Dónde estaban mi secreto y mi sigilo?. Mi secreto, para ella, estaba en mi pasado. Mi secreto, para mí, estaba en el futuro.
Cada día que pasa, pienso que sé mucho menos que el anterior. Creo que vivo y escribo en presente de indicativo. Y sin embargo, no dejo de pensar: recordando mi pasado. Como si cualquier pasado fuera o fuese mejor que el presente o el futuro. ¡Que gran error!. A veces soy consciente de que debo y tengo que pensar en presente: en mi presente. Y mi presente es May, y nuestras circunstancias. Es su estancia en la isla, y a mi lado. Es su sensibilidad, ante unos pobres poemas, que yo he escrito. Es su desatada pasión, penetrando por los poros de mi piel. Es su ignorado pasado, siempre interesante. Es su presente... que se tambalea.
Confieso solemnemente, ahora que estoy solo, que Españita estuvo y está en cada mujer. Y que hoy esa mujer se llama May. Y que hoy la necesito. Como también necesito de sus ojos, para ver con claridad el oscuro camino de la vida. Como también necesito de su voz, para hacer llegar a los cuatro vientos los nobles impulsos de mi alma. Y también de sus manos, para poder sentir la maravillosa sensación del tacto con el aire, con las flores, con las olas y con su piel. Y de sus labios, para suavizar los míos y aplacar mi horrible sed. Y necesito de su pecho, terso y marcado, para poder sentir seguridad, protección, calor y hogar. Y de sus piernas, para caminar con mas firmeza, con mas constancia, por los escabrosos senderos que nos llevan a la muerte. Necesito el silencio de su templo para poder orar con mas piedad y con mas fe. Necesito de su amor para seguir amando. Y cuando llegue la noche, y May y yo busquemos justicia real y humana, nuestros cuerpos y nuestras almas comulgarán un presente de sudor y lágrimas: mi cuerpo penetrará el suyo; y ella, mis sentidos.
Encendí un cigarrillo y comencé a deshacer el camino hecho, sin dejar de divisar nuestra playa. Y a medida que me iba acercando a mi tienda, de mis ojos brotaron unas lágrimas de ansiedad, de miedo y de fracaso.
“¡Te amo, May!”.- Grité al viento y al mar, con desesperación.
Me encontraba en los límites de mis dominios, y a mis oídos iban llegando (a cada paso que daba y con mayor nitidez) las notas de una canción que se estaba dando a conocer en España: “Bella sin alma”.
“Y ahora siéntate en esta esquina.
Esta vez escúchame, sin interrumpirme.
Hace tanto tiempo que
quiero decírtelo:
vivir contigo, aunque sea inútil, todo
sin alegría, sin una lágrima...”.
Creo que la letra de la canción era, mas o menos, así.
¡Era mi radio!... y yo no recordaba haberlo dejado encendido. Eso significaba que May estaba esperándome. No, May no estaba esperándome. Esas eran imaginaciones mías. ¿Estaba, acaso, volviéndome loco, por mi obsesión?. No, señor. No me estaba volviendo loco, porque los malditos aparatejos esos no se encienden solos. May estaba ahí: en mi tienda. ¿Para qué?. Supuestamente, para darme una explicación. ¿Pero, por qué?. Ella no tenía que justificarse de nada. Al contrario. Sería yo quien tuviera que aclararle mi anterior comportamiento, al salir de su habitación repentinamente, y sin decir una sola palabra.
-- ¡Hola, pobre diablo!... Eso dice la canción.- Me dijo, saludándome.
Su encantadora sonrisa y su tono de voz, me envolvieron.
-- ¡Hola, May!.- Le correspondí con alegría y tristeza, entremezcladas.
-- ¿Qué emisora es ésta?.
-- Querida señorita, esa emisora es La voz de Vigo. Hoy, por una serie de razones, que no vienen al caso, es una pobre emisora. Pero, cuando se inauguró, en el año de 1.957, tuvo que enfrentarse a Radio Vigo, de la cadena SER: una emisora que era una institución, por aquel entonces. Pues bien, una serie de jóvenes llegamos a esta ciudad, procedentes de La Coruña, con ideas nuevas, con ganas de triunfo, y sobre todo con la seguridad de que nos comeríamos el mundo.
-- ¿Y que pasó?.
-- Algo muy sencillo. Teníamos que romper con el estatismo, con la monotonía y con una chabacanería que había impuesto un latinoamericano, llamado Boby Deglané.
-- ¿Tan ordinario era?.
-- Para mí, y lo digo bajo mi responsabilidad, aquellas presentaciones a “grito pelao” no se correspondían con lo que a nosotros nos habían dicho de la Radio. Los locutores (se nos había aconsejado. Yo diría, ordenado) son unos simples invitados en cada uno de los hogares, dónde la emisora estaba sintonizada. Y ninguna persona, que se precie de cortés, se dirige a los allí presentes, a gritos. Y eso era lo que aquel profesional hacía: gritar como una parturienta.
-- Mi tía, por el contrario, me habló muy bien de ese señor.
-- No es necesario que te diga que en esta vida debe haber de todo. Pero, después de recorrer medio mundo y de haber escuchado muchas emisoras, sigo creyendo que aquella radio era insoportable. Pero, dejemos eso... Quería decirte que, como sucede casi siempre, la gente no cree en los jóvenes, no tiene confianza en los jóvenes, y nuestra lucha por la audiencia fue muy dura... ¡Pero, la ganamos!. ¡Ya lo creo, que sí!.
A continuación, le hablé de los programas, dónde los radioyentes eran los mayores colaboradores. Dónde ellos, sin saberlo, escribían muchos de los guiones que se emitían. Le dije también, que La voz de Vigo había competido en programas con las de la B.B.C. de Londres, con la R.A.I. italiana, con Radio Oporto y alguna que otra emisora de la península escandinava. También le dije que a nosotros se nos oía diariamente en Burdeos y en Londres; ya que a partir de las doce de la noche, su “entrada en el éter” (así se denominaba entonces) era de banda ancha, pues el resto de las emisoras de provincias finalizaban sus programaciones a medianoche. Le hablé también de las niñas de aquel tiempo (hoy, mujeres de mi edad), las que, a través de sus votos, nos imponían los cantantes y las melodías del momento. Otra de las razones de mi orgullo personal es que (por unirme una gran amistad con uno de los hijos del Cónsul de España, en Estados Unidos), la ciudad de Vigo fue la primera que pudo oír y escuchar a un cantante desconocido, de nacionalidad norteamericana, con un estilo desconcertante, que se llama Elvis Presley. ¡La primera de España!. Le recordé que era un pequeño microsurco, en 45 r.p.m., y dentro de la funda me llegara una nota en la que se me pedía mi opinión sobre aquel controversial cantante de rock.
-- Grabación ésta que incluimos en nuestro programa semanal titulado “Vigo, Europa, sábado”, y que arrasó con todo, y con todos. Aquel programa duraba hasta las tres de la madrugada, y las voces que lo presentaban eran de una calidad increíble.
-- ¿Cómo cuales, por ejemplo?.
-- Tu no puedes recordarlas... Pero, te daré sus nombres... Elena Mosquera (mi compañera de informativos), Pily Martínez Ledo, Maricarmen Requejo, María do Carmen (la portuguesa), Luciano Rodríguez (nuestro director), Félix Vidal... y la mía.
-- ¡Bravo!.- Chilló, May, acompañándose de fuertes aplausos.
Reímos, y nos besamos apasionadamente.
-- Sentémonos, y sígueme contando cosas. Así podré enterarme de tu pasado.
Le conté, arrastrado por la emoción del momento, la anécdota del día de la inauguración de la Emisora, cuando el señor Solís Ruíz, acompañado por don Rafael Fernández Martínez (Gobernador Civil de Pontevedra), hicieron su entrada en los estudios, sitos en la avenida de García Barbón, y me reclamó por qué no llevaba la camisa de Falange.
-- ¿Y que pasó?.
-- Nada en particular... Simplemente, yo había estado toda la noche de juerga y no tuviera tiempo a pasar por la Pensión. Y la camisa que llevaba, que era blanca, me la había manchado de carmín, una amiga. Por lo que una compañera del departamento de administración me prestara una pañoleta, la que anudé al cuello.
Lo que no le confesé fue que mi compañero Félix Vidal tenía una admiradora en Gondomar, y que ésta le enviaba sacos de fruta... y en una ocasión, un pollo. Ni que hubo una muchachita de Playa América que me llamaba llorando todas las noches al programa “Las mil y una melodías” y me confesaba sus deseos de conocerme, pues se había enamorado de mí... y que mi voz la obligaba a masturbarse, cada noche. Ni de los magreos que les propinaban ciertos compañeros a algunas de las adolescentes que subían al monte del Castro para conocer a sus locutores favoritos. Ni del impacto que me causara la cantante griega, Libia Lotti, que actuó durante meses en el Hotel Universo de Pontevedra, y con la que llegué a fraguar una bonita amistad. Ni de las preciosas piernas de Maricarmen Requejo. ¡Que piernas, Dios mío!. Cada vez que las cruzada (sentada sobre la tapa del piano del estudio y apoyando sus pies sobre la del teclado) aquellos muslos quedaban al descubierto, y de mis axilas fluían ríos de sudor... y de mi mente, fantasías que ni debo ni puedo escribir.
Sí le hablé de los extraordinarios programas de música de jazz, que escribía y presentaba Emilio del Río, conmigo. Y de las tardes de sábado que pasé en el chalet de Quique Barreras, disfrutando de su virtuosidad, ante el piano. ¡Cómo tocaba el piano!. Y de las docenas de ostras que ingeríamos en Casa Anuncia, después de una noche de placer. Y de la noche que tuve que disfrazarme de camarero, por no tener smoking, para poder ver y estar con María Rosa. ¡Que ridículo me encontré!. Y sobre todo, del gran honor que ha sido para mí conocer, tratar y consolidar una muy fuerte amistad con los señores Álvaro Cunqueiro, José María Castroviejo y José Filgueira Valverde... a pesar de la gran diferencia de años que me separaban de ellos.
-- ¡Madre mía, cuantas cosas has vivido, Luís!.
-- Creo, que cómo todo el mundo.
Mi vida ha sido una amalgama de azulejos y colores que no combinan con el resto de la decoración. Pienso que no he sido preparado para luchar en esta selva. O yo no supe prepararme. ¡No lo sé!. De lo que sí estoy seguro es de que me entregué a mis semejantes, en cuerpo y alma, siguiendo una línea recta: sin demagogia, sin frases hechas y sin engañar a nadie. Y sin embargo, mis semejantes, en un alto porcentaje, me respondieron con traiciones o indiferencias, a pesar de ser un fiel amigo de mis amigos.
-- Hay algo muy significativo y que me llama la atención, en lo poco que te conozco... De cuanto te he oído en estos días hay unas constantes: dolor y decepción... A ver si soy capaz de explicarme, ante tantos recuerdos tuyos... El recuerdo de Españita: ¡tu gran amor!.
-- Perdona, May. Españita no ha sido sólo mi gran amor. Ha sido también mi mejor compañera de colegio, mi mejor amiga y mi mejor confidente. Imagínate si era así, que cuando Españita faltaba a clase, por la razón que fuere, yo me pasaba el día llorando, por su ausencia. Y nuestra maestra, doña Rosa, lo sabía. Mas, sin embargo, jamás fui motivo de mofa o de crítica, por mis sentimientos hacia ella.
-- Bien, eso ya está aclarado... El recuerdo de tus amigos: los que murieron de hambre.
-- Muertes, éstas, que no figuran en ninguna estadística. Porque ese era el triste resultado de los años de aquella época: los bien o mal llamados años del hambre. Y a mí, por mi estatura, ya que a mis doce años medía 1,82, me tocó cargarlos hasta el final.
-- Los capanillazos que te asestó en la cabeza el Superior de los Padres Mercedarios, en Sarria.
-- ¡Menudo salvaje!.- Exclamé. Recuerdo que me lo encontré, hace unos seis o siete años, y le dije eso mismo... pero con otras palabras: “que no era merecedor de llevar sobre el pecho la Cruz de los Padres Mercedarios”.
-- La entrega de aquella niña portuguesa a un sucio borracho, por un mendrugo de pan.
-- Sí.
-- La mendiga pariendo, en plena calle, sin que nadie le prestase ayuda.
Aproveché la pausa de May para encender otro cigarrillo.
-- Después, y corrígeme si estoy equivocada, comenzaste a caminar demasiado pronto por los senderos de los adultos, cuando sólo eras un niño grande.
-- Es posible.
-- ¿Sabrías decirme por qué tomaste esa actitud?.
-- Verás. Siempre he creído que el amor es la bandera más honrosa que podemos portar. Y creo también que la he llevado con orgullo y con esperanza, ofreciendo a las jóvenes lo mejor de mí mismo.
-- Y lo mejor de ti mismo era el sexo. ¿No es así?.
-- Estás equivocada, muy equivocada, May. Yo quise ser el mejor amigo, el mejor novio y, porqué no, el mejor amante. Pero, y a las experiencias me remito, no ha podido ser. Y esto si me preocupó, porque jamás he creído que yo estaba en posesión de la verdad. En resumen, que algo grave falló en mí.
-- Una pregunta... ¿Has sido feliz, en algún momento?.
Inhalé una buena bocanada de humo, para ganarle tiempo al tiempo.
-- ¡Sí, muy feliz!... Aunque en pequeñas dosis.
-- Pues, aférrate a ellas, y no las olvides.
-- Es fácil decir eso, May. Pero, te recuerdo que la gran mayoría de los humanos memorizamos más lo malo y negativo, que lo sublime y hermoso... cuando debería ser lo contrario.
-- Se me ocurre una idea... ¿Por qué no analizamos, si no tienes inconveniente, caso por caso?.
-- Porque nos darían las tantas de la madrugada.
-- Yo no tengo prisa. Hasta que finalice mi estancia en estas islas, disponemos de muchas horas, todavía.
-- Dudo, querida May, que halles interesantes tales análisis. Creo que es más agradable que hablemos de esta isla de Monte agudo, o de la de San Martín, o de esa otra: la de Viños.
-- No intentes desviar el tema, Luís. Seré yo quien decida si son o no interesantes los análisis. Piensa, por un momento, que todavía soy joven y que gracias a tus errores, yo puedo aprender muchas cosas... ¿Por qué no empezamos por Españita?.
-- ¡Mi muy querida Españita!.- Emití un hondo suspiro, al pronunciar su nombre. No sé por qué razón, a todas las personas a las que os he hablado de ella, queréis saber mas, mucho mas, de tal criatura. Debe ser, me imagino, que aquella niña es algo así como la pureza y conciencia, mías.
-- ¡Tal vez!.
-- De ella poco o nada mas que decir... Me gustaría que algún día llegases a comprender lo mucho que la he amado... Es más, en puntuales momentos de la vida, le he pedido a Dios que me dé fuerzas para seguir amándola, hasta el fin de mis días... Ella ha sido para mí la diosa Eros o el dios Cupido. Ella ha sido, seguro que inconscientemente, la que me enseñó a amar y a respetar a las mujeres. Porque en toda mujer, y así lo siento, hay un espacio mas o menos grande de Españita. En tí, por ejemplo, también hay un pedazo de ella.
-- Eso me honra.
-- Ahora bien, tenemos que ser conscientes de que la Españita que yo he amado, la Españita que yo conocía, mejor que la palma de mi mano, ya no existe. Hoy, quizás, es una señora mas: de esas que pululan por los parques con los hijos; de esas que van al Casino, pintorreadas y cargadas de alhajas, de mal gusto; de esas presuntuosas de apellidos comprados con su virginidad; de esas que se pasan la vida lamentándose de lo que pudo haber sido, y no fué; de esas que arrastran kilos de grasa, bajo enormes fajas... o una insoportable gilipollas, como yo. ¡Quién lo sabe!.
-- Tampoco, exageres... Otra cosa... ¿Qué has sentido cuando presenciaste la escena del borracho con la niña portuguesa?.
-- ¡Asco, y rabia!... desde mi perspectiva infantil, claro... Asco, por lo sucios que estaban, ambos. Asco, porque hubo un momento en que él vomitó y escupió sobre ella. Y esas guarrerías no las he visto en los animales irracionales... ¿Rabia?. Pues, sí. Sentí rabia, por mi impotencia, por no poder asestar una fuerte patada en la boca de aquel viejo asqueroso, cuando ella chillaba, cuando ella se contorsionaba... como si estuviese sufriendo un ataque epiléptico... ¿Y sabes que hacía aquel cabrón?... Que cuanto más chillaba ella, mas empujaba él: como si quisiera clavarla contra el suelo de la indigencia. Y como única defensa, ella golpeaba sus riñones, con los talones... Creo que aquel niño, que era yo, pensó en coger una piedra para golpearle la cabeza a aquel hijo de puta. Pero, el miedo se apoderó de él, y se quedó, me quedé quieto... Y desde ese día me juré que si alguien le hacía tales cosas a Españita o a mi hermana, lo mataría.
-- ¿Qué ha supuesto, para tí, haber presenciado el parto de aquella mendiga, siendo un niño?.
-- ¡Y tan niño!... Yo debía tener unos ocho o nueve años... Sentí, como en el caso anterior, lo mismo: asco y rabia. Asco, por la falta de higiene... Rabia, por haber aprendido a distinguir a los hijos de puta: a esas ratas de la sociedad que comulgaban normalmente los domingos. Para un niño, como yo lo era entonces, aquel menosprecio, aquella indiferencia de los viandantes era un acto despreciable é inhumano. Hoy, sin embargo, no me sorprendería tal actitud. La vida me enseñó a prepararme contra todo y contra todos. Vea lo que vea, oiga lo que oiga, hoy me resbala... ¿Y sabes por qué?... Porque los compañeros te traicionan, los amigos te decepcionan, los profesores y los representantes de la Ley se parcializan, los patrones te chupan la sangre, y la Iglesia... Respecto a la Iglesia no quiero que mi comentario se interprete como una vulgar blasfemia... Soy, y lo confieso con mucho orgullo, católico, apostólico y romano. Sin embargo, nuestra querida Iglesia me pone de mal humor, y voy a decirte por qué... No entiendo, por ejemplo, como esta Iglesia es capaz de llevar, bajo palio, a nuestro Jefe del Estado, cuando algunos magistrados de ella se están cagando hasta en Dios, por tener que complacerlo. Y Roma, que también tiene su historia, no dice ni pío.
-- La Iglesia es muy clara, Luís, “haz lo que te digo; no, lo que yo hago”.
-- Sí.- Afirmé, en todo irónico.
Encendí otro cigarrillo, y continué.
-- Lo más triste de esta historia, querida May, es que la criatura que acababa de nacer, a la puerta de dos cloacas, la mantendremos envuelta en mierda y en sangre, el resto de su vida, con el consentimiento de todos nosotros. Al fin y a la postre, aquella criatura no era otra cosa que el arma a esgrimir por la Iglesia, por los políticos, por los demagogos y por una emergente sociedad (en la clandestinidad), para uso y abuso de ellos mismos: ¡pobres infelices!.
-- Caray contigo, Luís, golpeas fuerte.
Al decirme esto, May se levantó, se acercó a mí y me dio un beso... que nunca supe valorar, realmente: ¿era una felicitación o se estaba compadeciendo de mí?. ¡No lo sé!.
Abrazada a mí, continuó con su interrogatorio.
-- Uno de tus personajes que me llamó mucho la atención, por cierto, es el de tu maestra. Y eso que lo has tocado de pasada. Es un personaje, así me lo parece, que tiene un gran peso específico, y que sin embargo deseaste que pasase desapercibido. Pareciera que se trataba de ese entrañable ser que todos conocemos, que todos respetamos; pero que, por una serie de circunstancias, deseas ignorar ú olvidar. ¿Por qué?.
-- Pienso que estás en un error.
-- Entonces, háblame de ella.
-- ¿De ella?.
-- Sí, de ella.
-- ¿Qué quieres que te diga?... Probablemente, Dios no lo quiera, doña Rosa Balboa ya falleció. Y en el supuesto de que estuviera viva, todavía me gustaría verla, abrazarla, y darle un montón de besos... Doña Rosa era una viuda mas de la guerra. De una guerra que nos regaló la República y Franco, o ambos. Doña Rosa, desde mi perspectiva infantil, era una señora muy interesante y muy cariñosa, con todos nosotros. Era la maestra que nos infundía amor y respeto, hacia los demás. De hecho, la adorábamos. Era un ser increíble... Su edad, si soy capaz de calcular, debería estar entre los treinta y treinta y cinco. Era muy grande: alta y fuerte. Era, sin ser guapa, muy atractiva. La recordaré siempre con aquellas gafas de sol, de montura blanca. En mi memoria quedaron muy marcados sus labios: grandes y carnosos. Su boca y sus ojos, también, grandes. Sus piernas... ¡qué muslos tan bonitos!... Bueno, ese es mi recuerdo. Quizá, sólo eran grandes, vete tú a saber... En mi memoria de entonces, aquellas piernas me volvían loco. Y con el pasar de los años, ya que siempre me sentaba en la primera fila, por mis travesuras, fui descubriendo el grosor de sus muslos, el color de sus bragas, y en una ocasión pude verle el negro púbico, gracias a la transparencia de su prenda íntima o gracias a nuestra inocencia. Sí, señorita... ¡Qué cruces de piernas daba doña Rosa!... Me imagino que, al ser todos unos niños, no le daba importancia a su comodidad. Sin embargo, había algunos niños que estaban enamorados de ella, porque me lo confesaron. Yo, por el contrario, no me enamoré de ella, porque mi amor era Españita. Y aunque la amaba, no pude evitar el soñar con doña Rosa... Aquellos sueños, sin yo desearlo, me robaron la niñez, e intuitivamente fui imaginando los miles y miles de secretos que me escondía la vida. Oía los relatos de los niños mayores, y mi fantasía enloquecía. En mi privacidad, pensaba en las experiencias que ellos me habían relatado. Y aquellos relatos, recordados en el silencio de mi habitación, sumados a los cruces de piernas de nuestra maestra, me adelantaron el proceso: comenzaron las masturbaciones; y con ellas, el siempre apetitoso placer corporal. Unos goces que, semanas después, llevé al retrete de la escuela, con asiduidad obsesiva. ¡Doña Rosa era mi amante!... Fue la amante a la que yo satisfacía... hasta tres y cuatro veces, por día. Fue la amante a la que nunca amé; pero, quizás, la que más deseé... Y desde el mundo de mis sueños en despierto, fue la mujer que me permitió todo un catálogo de apetencias, de ambiciones, de locuras salvajes: desde meterle la mano entre las piernas, por debajo de la mesa, hasta mamarle las tetas; desde meterle los dedos en su vagina, hasta chuparle la lengua; desde desnudarla totalmente, hasta morderle los labios; desde hacerme una paja, delante de todos, hasta beber mi eyaculación. ¡Todo me estaba permitido, en mi fantasía!... También me enseñó a amar la anatomía y las matemáticas, sin olvidar la narrativa y la poesía. Y en su labor docente debió ser buena, pues al llegar al inicio del bachillerato, sus alumnos fuimos felicitados por los nuevos maestros. Y en mi caso, no me sorprendió la felicitación; ya que me prometí algo importante: “tu cuerpo, a cambio de sentirte orgullosa de mí, como estudiante”. Ese ha sido mi lema y mi juramento.
-- Que curiosa es la vida, Luís, o que tradicionalista. ¡No lo sé!. Y no lo sé, porque a mí me sucedió algo muy parecido.
¡Por fin iba a saber algo mas de May!. Me acomodé sobre la colchoneta de aire, y me dispuse a escucharla, muy atentamente.
-- Debe ser la convivencia de tantas y tantas horas, al lado de esa persona. ¿No crees?.
-- Pudiera ser. Aunque esos personajes, y me estoy refiriendo a los educadores, son los que coinciden con nuestro despertar al mundo de la fantasía, del amor, de lo desconocido, de lo apetente... y la madre naturaleza se encarga del resto. Esto, por una parte. Y por la otra, no sé si a vosotras os sucede otro tanto, nos encontramos con que en esa etapa de nuestro desarrollo nuestra potencia sexual es ilimitada. A los muchachos, por ejemplo, se nos presenta la erección, por cualquier causa: un simple olor, un cruce de piernas, un escote, una fotografía, un relato, una ida al retrete por parte de la niña que nos atrae...
-- ¿Que pasa, con eso?.
-- Que nos la imaginamos con su braguita a la altura de las rodillas... y ya se rompe el punto de equilibrio emocional.
-- Nosotras, aunque no puedo asegurártelo, no creo que lleguemos a tanto. A mí personalmente lo que siempre me ha llamado la atención es el subconsciente. Llegó a asustarme.
-- ¡Ay, ay, ay, mi querida May!.
-- ¿Por qué te asombras?.
-- ¿Te das cuenta que quieres entrar en el amplio universo del tan controversial austríaco, y de religión judía?.
-- El de Sigmund Freud o el de otros. Me da igual.
-- Sigmund Freud, supongo que lo sabrás, ha sido el que sustituyó la hipnosis por la libre asociación de ideas; para, así, explorar la personalidad de cada uno de nosotros. Ha sido el que le dio un papel preponderante y decisivo a la sexualidad. Ha sido, también, el que distinguió tres zonas de la personalidad: el “yo”, el “super yo”, y el “ello”. Y que conste que estas distinciones las puedes encontrar en cualquier diccionario. Pero, como me las sé de memoria, te las recordaré... El “yo” procede de la educación y la experiencia. El “super yo”, dónde radica el ideal de perfección del individuo. Y el “ello”, mucho más profundo, es el oscuro dominio de la vocación a la saciedad del instinto... sin trabas estéticas, ni morales.
-- ¡Casi nada!.- Exclamó, con extrañeza.
-- A mí personalmente me da miedo, porque miedo tuve y tengo al leerlo, ya que soy consciente de que no estoy debidamente formado como para estudiar “la interpretación de los sueños”, por ejemplo.
-- Pues, a mí me atrae. Y me atrae, porque lo comparo a la espada de Damocles, la que pende sobre nosotros, sin apenas darnos cuenta... Verás... Yo he llegado a casa, muchas veces, con fuerte cansancio físico, por haber jugado, por haber saltado, o de tanto correr. Y a pesar de ese cansancio, me ponía a estudiar hasta la hora de la cena: las nueve o nueve y media. Y según mi tía, debía acostarme temprano, pues a la mañana siguiente no había forma o manera de despertarme. Tan era así, que se veía obligada a sacarme materialmente de la cama; pues, aun sentada, volvía a quedarme dormida.
-- ¿No me digas?.- Pregunté, riéndome.
-- ¡Es cierto, Luís!. Hasta creo que llegué a quedarme dormida, de pie. Pues, bien. Después de rezar mis oraciones, apagaba la luz y me disponía a dormir. ¡Ya, ya!. ¡De eso, nada!. Y aquí es adónde quería llegar... Muchas noches, infinidad de noches, no lograba quedarme dormida. Y eso era motivado a que pensaba en el compañero de clase que me gustaba y con el que había estado charlando, a la hora del recreo. Y al recordarlo, me ponía nerviosa y empezaba a dar vueltas y más vueltas. Y cuantas más vueltas daba, más nerviosa me ponía, y más enfadada... hasta que por fin el sueño me vencía. Y yo me pregunto, ¿a quien vencía el sueño?... A mí, no. Mi cuerpo dormía; pero yo, no. ¿Y sabes por qué he llegado a esta conclusión?. Porque me he despertado muchas noches, ¡muchísimas!, sobresaltada por el mismo sueño. Un sueño en el que nunca estaba mi compañero de clase. El que estaba, era mi profesor de Física y Química: el profesor al que sólo le prestaba la atención lógica y necesaria, por la materia que impartía. Un profesor que jamás supe si me gustaba. Pienso que no. Pero, sí sabía a que compañeras mías las traía por la calle de la amargura.
-- ¿Que veías en ese sueño, May?.
-- Unas veces, me besaba detrás de las orejas, en el cuello y en la boca. Otras, me acariciaba las piernas y me apretaba contra él. Y otras, me apretaba las nalgas, me levantaba la falda y metía la mano entre las piernas. Y ese era siempre el final: el que me provocaba el sobresalto. ¡Era horrible!... Al abrir los ojos y comprobar que sólo se trataba del maldito sueño, me tranquilizaba; pero, mi cuerpo estaba empapado de sudor. La frente, el pecho, la barriga y los muslos eran ríos de agua... Y... bueno... ya te lo puedes imaginar.
-- ¿Te masturbabas?.
-- Tardé bastante en tomar esa decisión, pero... sí.
-- ¡Lo ves!... Voy a decirte lo que pienso, aunque no tengo la menor idea de psicología... Aquellos besos y aquellas caricias las necesitabas, May. Probablemente tu cuerpo, despierto ya a las más hermosas sensaciones orgánicas, luchaba contra tu inexperiencia juvenil o contra tu tozudez... ¿A qué edad comenzaste a tener esos sueños?.
-- Alrededor de los doce o trece años. Si, eso es, a los trece. Porque ahora recuerdo que al año siguiente empezó la moda de la minifalda.
-- Me estás hablando del 68 o 69.
-- Sí... Pues, bien. Al venir la moda, todas las niñas nos lanzamos a la calle mostrando los muslos, contra la aprobación de nuestros padres. Nuestras madres, sin embargo, nos encontraban graciosas.... Marchábamos en grupos, por la calle del Príncipe, y los muchachos no hacían mas que mirarnos. Pero, los señores mayores, nos miraban con tanto morbo, que nos desnudaban. Eran unas miradas fijas, hirientes y asquerosas que golpeaban nuestros sentidos; como la fusta, al caballo, en el final de la carrera.
-- Teníais que comprender que para esas generaciones era una especie de desnudo, en plena calle.
-- Quizás, fuese una moda demasiado vanguardista, lo reconozco... Pero, como te iba diciendo, unas a otras nos avisábamos de los mirones, entre risas nerviosas, y miedo.
-- ¿Miedo?.
-- Miedo a las burradas de algunos muchachos. Pero, como te decía, les teníamos mas miedo a los viejos, aunque no nos decían nada. ¡Aquellas miradas nos desnudaban!... Recuerdo, por ejemplo, a un niño bien que me dijo: “Si llegas a estar más cachonda, te mueres”. Y otro, que tendría unos veinticinco años, le dijo a una de mis amigas (la que por cierto tiene unas piernas preciosas, pero que es muy tímida) la mayor salvajada, que te puedas imaginar: “como estornudes, te muerdo el bollito, neniña”.
-- ¿Y no le pegasteis una hostia?.
-- Preferimos callarnos... Con esto, quiero decirte que las niñas de entonces, si recordásemos todos los piropos obscenos que nos han dicho, podríamos escribir un libro más gordo, que El Quijote.
-- ¿Por qué no pensasteis que aquellos comportamientos eran el producto de una represión incalificable?.
-- Las niñas de trece años no podíamos imaginar semejante cosa. Éramos niñas, nada más. Y las niñas no estábamos preparadas para escuchar vulgaridades. Y lo peor de todo aquello era que teníamos que guardar silencio, pues si nuestras familias se enteraban, no nos dejarían seguir la moda. Para mí (y lo digo ahora; no, entonces) se trataba de una especie de violaciones mentales... y dirigidas a nosotras.
Los minuciosos relatos de May los encontré demasiado íntimos; y al mismo tiempo, excitantes. ¿Y por qué escribo esto?. Porque sigo pensando que existen mujeres (pocas, por supuesto) que saben de antemano que la confesión de ciertas intimidades suyas pone al hombre al rojo vivo. Y esas mismas disfrutan una barbaridad al vernos nerviosos, excitados, desencajados, y sin saber que hacer. Quieren, simplemente, humillarnos y lanzarnos contra la pared de “tu te has confundido, conmigo”, para satisfacer su ego.
Yo, a renglón seguido, y por haberme revelado aquella confidencia, le disparé la siguiente pregunta letal: “¿cuándo te masturbaste, como Dios manda, por vez primera?”.
Mi pregunta tuvo una reacción instantánea. Los ojos de May se clavaron en los míos, como si quisiera asesinarme. Y lo entendí perfectamente, pues la mujer, por muy joven que ésta sea, no permite que nadie entre en su intimidad: la intimidad femenina no se puede violar, jamás. Y mucho menos, cuando ella me había confesado que a los trece años... Claro que ella sabía la diferencia que existe entre los trece años y los siguientes. De ahí que no le gustase desvelar tanta intimidad. Mientras que la de nosotros la aireamos a los cuatro vientos, como si de un trofeo se tratase; ya que a todos aquellos que consideramos nuestros amigos, nos falta tiempo para informarles de una verdad... siempre aumentada y fantástica.
Inmediatamente, y sin dejar de mirarla, busqué un antídoto. Tenía que rectificar la pregunta, o perdería su amistad.
-- Perdóname, May. No he querido herirte, como mi pregunta. Simplemente, me apoyé en aquello de “a mí me sucedió algo parecido”. ¿Recuerdas?. Porque yo, si no lo has olvidado, acababa de confesarte que doña Rosa había sido mi amante, y por qué. Así que, por favor, olvídala.
Las mujeres, desde que llegan a este mundo, son una preciosa caja de Pandora: te sorprenden, a la mínima. Y si fuesen un libro, jamás el hombre adivinaría el contenido de la hoja siguiente. La vida íntima de una mujer es un sagrario inviolable. Es un puzzle, al que siempre le faltan piezas. Es un reloj automático, sin manecillas. Es una composición química, dónde la fórmula sólo la tiene Dios. Es una composición musical, dónde el ritmo lo pone cada una de ellas. Es la perfección del ser, sin ser.
-- No me ha molestado tu pregunta, Luís; sino que a través de ella buscas una concreción. No me parece ético que tú, o quien sea, quiera saber en que momento de mi vida tuvo lugar algo tan trascendente é íntimo. Es sólo eso. Sin embargo, es cierto, y creo que ya te lo dije, que no he podido evitar las caricias que mis sueños me ocultaron, por mis despertares. ¡Jamás llegaré a saber hasta dónde!. Pero, de ahí a que quieras oír de mis labios el cómo, cuándo y de que manera se iniciaron, hay un abismo. En mi caso, mi amante era un ser repugnante, asqueroso y degenerado, que quería corromper a una virginal criatura. ¡Que ingenua era, Dios mío!.
-- Y perdiste.
-- Sí, lo reconozco... Llegó un momento en que ante tanta excitación, mi instinto animal buscó por mi cuerpo el cómo aplacar aquellas secreciones... Pero, de aquel degenerado me vengué. ¡Claro que me vengué!.
En este punto, May había perdido su autodominio. Su mirada perdida en un punto inconcreto era fría, muy fría. Y ello me impresionó. Sin dejar de mirarla y estudiarla, hice un gran esfuerzo para imaginármela de niña, y guardé silencio. Quería saber cómo era realmente. Y para lograrlo, tenía que esperar.
“Ahora o nunca”.- Pensé.
Tenía que saber esperar a que aquella furia contenida rodase por el empedrado de los recuerdos. Tenía ganas de fumar un cigarrillo, pero no lo encendí, por miedo a desconcertarla. Estaba a punto de estallar, y no sería yo quien evitase la explosión.
-- Recuerdo que estaba con unas compañeras en la chocolatería Bonilla, y a la media hora apareció él. El local estaba prácticamente vació. Dudó en la elección, pero optó por sentarse en la mesa de enfrente: frente a mí. Cuando coincidieron nuestras miradas, lo saludé de igual manera que en el Instituto. Como no sabía que debería hacer, me levanté y me fui al servicio. Me miré en el espejo y me encontré nerviosa, y con cara de pocos amigos. Intenté verme las piernas en el espejo, pero me fue imposible: estaba muy alto. Levanté la falda y me ceñí cuanto pude la braguita. No sé por qué hice eso, pero lo hice. Quizás, porque al sentir mi sexo aprisionado, me encontré mas aliviada... o más protegida. ¡No lo sé!. Regresé a la mesa y, al sentarme, levanté lo mas que pude la minifalda.. No me atreví a mirarme, pero tuve la sensación de que me había pasado: mi prenda íntima o estaba al descubierto o se la había tragado mi sexo; pues, al sentarme, noté un fuerte tirón en él.
May hizo una larga pausa, y yo tuve la tentación de encender un cigarrillo. Pero, volví a contenerme.
“No la distraigas”.- Me dije.
-- ¡Lo logré, Luís, vaya si lo logré!. Cambié mi mirada y vi a mi ex-profesor mirándome las piernas... o la braga... o lo que fuera, por debajo de la mesa ¡Me estaba mirando, con ojos de loco!... ¡Acababa de atrapar en mis redes a aquel hijo de puta, como tu les llamas!. Ahora iba a saber quien era aquella niña, a la que le robó su castidad, su infancia y su pureza. Ahora iba a saber aquel cabrón quien era aquella niña, a la que obligó a acariciarse, contra todo principio... Aquel hombre me había robado mi ingenuidad: saltar a la cuerda o jugar al escondite eran mis preferencias. Aquel hombre me cambió el juego de la mariola por poesías: las que hacía llegar a Julián, mi compañero de estudios. Aquel hombre me cambió las manos de mis amigas por las de Julián: las que alguna vez tropezaron con mis nacientes senos, en despierto... Y a partir de ahí, sin saber el porqué, me gustaba rozar mis senos contra la espalda de alguien, contra los cristales de las ventanas, contra los azulejos del cuarto de baño, contra el espejo de mi armario, contra todo. Era una tentación, que no supe vencer. Sobre todo, la de sentir el frío de los cristales o de los azulejos. ¡Es de un contraste superexcitante!. Y lo más curioso es que nunca me avergoncé de ello.
May interrumpió su relato para buscar mi cajetilla de cigarrillos. La abrió con desesperación, y encendió uno. Inhaló el humo de la primera bocanada, con su mirada perdida en los rincones del pasado. Tenía una expresión dura, indefinida, y llena de ira. Sin siquiera mirarme, continuó mecánicamente aquel relato.
-- Al comprobar que no quitaba sus ojos de mis piernas, las descrucé... y separé las rodillas. Aquella mirada suya la mantuvo perdida entre mis muslos, mientras su lengua humedecía los labios, en un movimiento giratorio... En aquel entonces, no supe descifrar el mensaje. ¡Que hijo de puta!... Me miró a los ojos... y le sonreí. Y él me sonrió, también. Pero, de nuevo, volví a dudar. ¿Qué debía hacer?. ¿Qué podía hacer yo para que viniese a nuestra mesa, sin despertar sospecha entre mis amigas?. ¿Qué harán las mujeres, hechas y derechas, ante una situación así?, me preguntara... Como mis quince años no daban para mas, me acodé en la mesa... y separé bastante mas las rodillas. ¡Ahora, sí!. En ese instante no tenía la menor duda de que me estaba viendo al completo, pues cambió su posición, dejándose resbalar por su asiento, para que el campo de visión fuese más amplio. Con lo que quiero decir que me estaba viendo el escaso y naciente vello de mi sexo, a través de la braguita transparente... caso de que ésta estuviera en su sitio. Durante unos minutos lo abandoné intencionadamente en la soledad de aquel decorado y me puse a dialogar con mis amigas. Al cabo de un rato, regresé a él. Lo encontré sudoroso y desencajado. Cuando nuestras miradas volvieron a encontrarse, volví a sonreírle. Y mi sorpresa fue mayúscula: no fui correspondida, como antes. Estaba serio, muy serio, y aquella aptitud suya me asustó. Pero no podía dar marcha atrás. ¡De eso, nada!. Así que abrí el bolso... y dejé caer mi libreta telefónica... o se la tiré a los pies. No lo sé. Sólo sé que estaba muy nerviosa. Y cuando se levantó a cogerme la libreta, yo ya estaba en cuclillas, frente a él... y mostrándole todo: había separado cuanto pude las rodillas; y de nuevo, otro tirón en mi sexo. ¿Qué le quise decir, con aquella vulgar postura?. Le dije que tenía, ante él, a una virgen. Le dije que, si era medianamente inteligente, adivinaría que me tenía al alcance de su mano... En vista de que no reaccionaba, al entregarme la libreta le di las gracias, y le susurré que me gustaría hablar con él... ¡a solas!... y que lo esperaba en la antigua parada de los tranvías de Bayona: frente al Teatro García Barbón.... Y así fue... Cuando llegué, el ya me esperaba. Subí a la moto, y nos fuimos al Monte del Castro. Tomamos unos refrescos en el restaurante, y paseamos por los alrededores de la Emisora La voz de Vigo.... Después, lo de siempre... Me llenó de halagos, como estudiante. Me dijo unas diez veces que yo llegaría muy lejos, por ser inteligente y constante. Me piropeó, eso sí, con mucha discreción, diciéndome que había cambiado mucho en estos años, que ya era toda una mujer y que muy pronto los muchachos andarían detrás de mí, como locos. Que aparentaba mas años, de los que tenía. Que estaba guapísima con la minifalda, que me embellecía las piernas y que me hacía mucho mas alta. Que lamentaba tener el doble de mi edad, pero que no le importaría esperarme, hasta que yo quisiera. Que estaba seguro de que podíamos ser muy felices... con su amistad, claro. Etc., etc., etc. Pero, lo que no se atrevió a decirme es que le gustaría besarme, que le gustaría acostarse conmigo... y que fuese la de turno... Continuamos caminando hasta el mirador de los enamorados. Como la experiencia la dan los años, al detenernos, se situó detrás. Y mientras mirábamos estas islas Cíes fui sintiendo su erección, entre las nalgas. Fingí no darme cuenta, y esperé. ¡No podía perderme aquella oportunidad!. Tenía que averiguar hasta dónde era capaz de llegar, conmigo... Y aquel degenerado me fue acorralando, más y más, contra la balaustrada metálica, como si no le importase que pudiera caerme al vacío. Apoyó las manos en la barandilla, dejando mi cuerpo preso... en su cuerpo. ¡Aquel maldito pene estaba tan duro, que me lastimaba en el coxis!... Me besó en el cuello, una y otra vez. Dejó la barandilla y sujetó mis senos, buscando con los dedos los pezones... ¡Yo tenía razón!... Aquel indeseable no respetaba nada. Ni siquiera a una pobre adolescente. ¡Que asco, me estaba dando!. Pero tenía que seguir siendo fuerte, tenía que esperar. No podía estropear mi venganza. No podía hacer trampa en el juego que yo misma eligiera. Así que seguí haciéndome la ingenua. Quería saber dónde muere el instinto animal. Quería saber hasta dónde es capaz de llegar un corruptor de menores... Sin dejar de lamerme el cuello y las orejas, me obligó a reclinarme en la barandilla y empezó a montarme, como los perros. Tuve la impresión de que quería entrar en mí, por entre las nalgas: me embestía sin el menor recato. Y a cada embestida, mis pies se separaban del suelo, y la minifalda se acercaba más y más a la cintura: ¡mi braga y su pantalón llegaron a estar en contacto!... Ya faltaba poco, me dije... Y era cierto... Sin mas preámbulos, metió la mano en el interior de la braguita y comenzó a pellizcarme la vulva, el muy cerdo. En vista de que yo no oponía resistencia, me giró, poniéndome cara a cara. Bajó la cremallera del pantalón... sacó el pene... separó la prenda... me sentó en el pequeño muro, dónde está encastrada la balaustrada... y me separó las piernas...Y como si todo estuviese aceptado, me dijo: “ahora vas a saber lo que es bueno, muñequita. Abre más las piernas, ya verás que cachonda te voy a poner.
¿A ella o a mí?.- Pensé. Porque con aquel relato tan pormenorizado el que estaba a punto de perder los sentidos era yo.
-- Jugándomelo todo, todavía tuve la sangre fría de obedecerle, y separé las piernas... Sentí sobre mi sexo el roce y el calor del pene, que descendía hacia la entrada de la vagina,... cuando, sin dudarlo, le metí un rodillazo de muerte en los testículos. El chillido que dio, debió oírse en todo el parque. Debió ser tan grande el dolor que le causé, que no pudo evitar las lágrimas... “Ésta, le dije, es mi venganza, por haberme tratado como a una puta y por haberme magreado, en mis noches de insomnio. Y ya puedes darle gracias a Dios por haberte dejado con vida; pues de tener un arma en este instante, te hubiese matado”.
-- ¿Cómo reaccionó?.- Osé por romper el monólogo.
-- Eché a correr, como una desesperada. Y una vez fuera de peligro, dejé de correr y caminé despacio, muy despacio, hasta la calle del Príncipe.
-- ¿Cómo te sentiste, May?.
-- Después del rodillazo, feliz. Es más, seguí recibiendo, como de costumbre, miradas y piropos de los chavales, y... aunque no me creas, ya no sentí miedo. Aquel asqueroso me había dado, sin saberlo, el mejor regalo: una fuerza y una seguridad, increíbles.
No podía dar crédito a la narración de May. Primero, porque no sintió en ningún momento el más mínimo pudor, a pesar de la abundancia de detalles. Detalles que me negara, minutos antes, cuando le formulara la pregunta que desencadenó su rabia, incontrolada. Segundo, porque durante todo el tiempo que invirtió en contarme la historia del pobre profesor, su mirada no se encontró con la mía: May estuvo ausente. Y al estarlo, tuve la sensación de que estaba inventando una de esas fantasías, que la gran mayoría de las quinceañeras le cuentan a sus madres o a sus mas íntimas amigas. Fantasías que, en mas de una ocasión, causaron graves problemas entre familias cercanas, y entre la propia familia. Porque las fantasías de las adolescentes, a fuerza de repetirlas mil veces, llegan a convertirse en “verdades a medias”, que luego llegan a creérselas. Y no sólo eso, sino que esa obsesión por la mentira puede llegar a minar sus mentes, hasta el extremo de darle forma de real irrealidad. Y la única realidad, nada irreal, es que la fantasía les atrae. Y al atraerles tales fantasías, el resultado obtenido puede causar espanto. Sólo pensarlo, me da escalofríos.
Jamás hubiese creído, por no conocer el campo de la psicología, que la mente humana nos obligase a ser tan crueles, tan bárbaros, tan vengativos, tan inhumanos. Tampoco puedo entender como una serie de sueños erótico-infantiles pueden generar tanto odio y tanta sed de venganza. Al fin y al cabo, al despertar sabemos que nada es verdad, que todo ha sido fruto de nuestro subconsciente. Por tanto, May sabía que el tal profesor no era culpable de nada, puesto de nunca se le insinuó, ni nunca la buscó. Y sin embargo, necesitó vengarse. Y yo me pregunto, ¿vengarse de qué, y por qué?.
Admito, por ejemplo, que cuando despertamos de alguno de nuestros sueños, sentimos rabia o sentimos miedo. En el primer caso, porque lo que estábamos viviendo era tan bonito, tan sublime y tan gratificante, que nos dio rabia, por no haber llegado hasta el final. En el segundo caso, porque al despertar sentimos todavía el miedo de que algún día pueda ser realidad. Y esto, si nos condiciona. Pero, jamás, en el primer ejemplo; ya que el personaje que traemos a nuestra privacidad es producto de nuestra ansiedad.
May, en su narración, reconoció que aquel infeliz profesor nunca la viera como mujer, que nunca la había tenido en cuenta, como tal. Pues, bien. Quizá, ese era precisamente su problema: el no haberla tenido en cuenta. Lo que May no admitía era que menospreciasen su belleza física, cuando ella sabía, y sabe, que es muy bonita. Y que si la madre naturaleza le regaló ese don, los hombres y las mujeres tenemos la obligación de venerarla. ¡Maldita vanidad!. ¿Qué pasaría, por el contrario, si sus congéneres, sin importar el sexo, la asediásemos con piropos, con insinuaciones, con invitaciones y con halagos desmedidos?. ¿Se vengaría de todos nosotros?. Para mí, May se inventó esa historia, precisamente por no haber sido acosada, sabiéndose bella y atractiva. Fuese lo que fuese, verdad o ficción, lo que sí me quedaba claro era que ella es capaz de odiar, hasta límites insospechados; capaz de desencadenar una tragedia, por el mero hecho de no bailar a su ritmo; capaz de descuartizar al hombre que no supo, o no pudo, satisfacer sus deseos; capaz de hundirlo en el fango más absoluto, porque ha llegado tarde a la cita; capaz de vejarlo, porque ha dejado de amarla; capaz de manchar su honor, porque se ha ido con otra; o capaz de asesinarlo, por una simple sospecha de bisexualidad.
Encendí un cigarrillo, esperando reaccionar. Lo que May acababa de confesarme, cierto o incierto, no tenía cabida en mi mente. No llegué a saber si me había decepcionado o si me daba pena.. Hasta aquel momento, May me gustaba mucho: por su belleza, su personalidad y su inteligencia. Y también, la encontraba sensitiva y cariñosa, en su convivencia conmigo; y muy apasionada, en nuestra privacidad. May era la mujer soñada, la que busqué, desde siempre. Y esa criatura estaba conmigo, en mi tienda de campaña, y frente a frente: sin que sus rodillas estuvieran separadas. Era la representación de una juventud, que yo estaba perdiendo. Era la compañía que llenaba mi soledad. Era el estimulante de la vida, por la vida. Era el interrogante de mi futuro. Pero, no era mi seguridad, por el poco tiempo que llevábamos juntos. No era todavía quien pudiera creer que la amaba y que la quería para mí, y para siempre.
Su mirada dejara de ser fría. Su expresión recobrara la normalidad, y en la comisura de sus labios se dibujaba una preciosa y fresca sonrisa.
-- ¿Por qué no bajamos a la playa, Luís?.
-- Preferiría quedarme aquí, contigo, si no te importa.
-- Está haciendo mucho calor.
-- Lo sé. Pero ardo en deseos de besarte, de acariciarte y de sentir los latidos de tus sienes, sobre mi pecho.
-- Huy, huy, huy, lo que te estás buscando.- Y estalló en carcajadas.
Se levantó... se sacó el vestido camisero... y también el bikini.
-- ¡Te amo, May!.
-- Shisss.
-- ¡Te quiero, May!.
-- Ven, mi poeta, ven.
Me incorporé y me encontré pesado, torpe y viejo.
-- Abrázame... Eso es... Entre mis brazos te sentirás mas seguro, tonto.
-- ¿Cómo he podido enamorarme de tí, tan pronto?.
-- No digas nada... Vive el momento... y hagamos el amor.






XII.





La tormenta que se había desencadenado me recordó las tropicales: truenos y relámpagos se sucedían, a ritmo de cumbia. La cantidad de agua caída, por metro cuadrado (como dirían los expertos) fuera espantosa e inimaginable. Tal fue la cantidad, que según descendía arrastraba todo, a su paso. La playa de Nuestra Señora, nuestra playa, comenzaba a mostrar las nacientes cicatrices que iban tallando los improvisados riachuelos. Aquellas corrientes de agua estaban dejando huellas, por doquier, hasta tal punto que el pequeño montículo, dónde había instalado mi tienda, llegó a convertirse en otra isla mas, en el paraíso de las islas.
May, un tanto asustada, tomó la decisión de irnos al hotel; pues, al no cesar de llover, existían muchas probabilidades de que la tienda fuese arrastrada hasta la playa. Y así lo hicimos, llevándonos la ropa, mis papeles y el fiel aparato de radio.
Los días habían pasado con la velocidad del agua descargada por la tormenta. Con la misma velocidad que los caballitos de la noria. Con la misma cadencia que el cartero, de mi calle. ¿Por qué no existirán días lentos, para la felicidad; y días veloces, para la tristeza?. ¿Por qué se hará tan larga la espera de un bebé; y tan corta, la llegada de la muerte?.
La fecha del fin de nuestro romance estaba próxima, muy próxima. Esa cruda realidad me trastornaba, sobremanera. Me sentía nervioso y estresado. Un estrés que se fue apoderando de mí con unas horribles sensaciones de claustrofobia: mis brazos y mis piernas se plagaban de gotitas cristalinas, que me provocaban un frío polar. Y cuando esto me sucedía, tenía que salir al exterior, sintiendo un miedo espantoso, al hacerlo. Era un miedo incontrolado: el miedo de saberme solo. Y cuando caía la noche y apagaba la luz, para intentar dormir, volvía a encenderla porque la oscuridad me aterraba. ¡Maldita ansiedad!. Creo que llegué a pensar que me encontraba bajo el dintel del salón de la demencia: un paso mas, y la muerte de mi equilibrio psíquico llegaría.
May me había dado en aquella semana y media (ya que prorrogara su estancia, por no haberse presentado quienes habían alquilado la habitación que ocupaba) una gran felicidad: la misma que me diera Nicole Bismout, cuando París era nuestro.
Mientras May dormía su siesta, yo me puse a leer a uno de mis autores favoritos: Rómulo Gallegos. De él, había leído La trepadora, Doña Bárbara y Pobre negro. Y esa tarde, comencé “Sobre la misma tierra”. Nunca supe, a decir verdad, por qué me gusta Rómulo Gallegos; pero, sí sé por qué me dice algo Andrés Eloy Blanco, por ejemplo.
A pesar de que la lectura es una de mis fuertes pasiones, estaba perdiendo el tiempo: no era capaz de memorizar lo leído, no era capaz de concentrarme, ya que May y yo estábamos a punto de separarnos.
Al hallarme al borde de la separación de la persona amada, busqué refugio en la lectura, otra vez más. Y dentro de ella, la poesía. Odio con toda mi alma la demagogia y la corrupción, la política y los juegos de salón, la mentira y el escarnio. Pero, amo con igual intensidad a mis semejantes, aunque aparentemente sólo lo haga a través de la mujer: el ser más perfecto de la creación. Y por estar convencido de ello, dudo que pueda cambiar mis esquemas. Porque también amo a los perros, a los árboles, a los peces y a las aves. Adoro los ríos, las montañas y los valles. Disfruto hasta la saciedad, cuando intento comprender un cuadro, una escultura, las olas del mar y una obertura. Me embriagan, mucho más que el vino, las manos de mi hija, la nieve de la sierra, la gran sabana venezolana, las aldeas de mi tierra gallega, la barca del pescador, las arrugas de los ancianos, el desnudo de la mujer que amo, el olor del rosal y el aliento de May: no existe un aroma más embriagador que el aliento de ella. Y para disfrutar de él, acerqué mi cara a la suya. ¡Que exquisitez, Dios mío!.
Después de aspirar su respirar, durante unos minutos, me senté sobre la almohada, para contemplarla. Y dejé de hacerlo, cuando me sentí ahogado por mis propias lágrimas. ¡Cuanto amor sentía por ella!. ¡Cuánto la echaría de menos!. ¡Cuánto la recordaría!. ¡Cuánto escribiré sobre ella!. ¡Cuanto dolor me causará la despedida!.
-- ¡Te amo, May!. Te juro, por mi vida, que te seguiré amando hasta el fin de mis días.- Le susurré, al oído, sin despertarla.
En el interior de mi cámara fotográfica guardaba, para el recuerdo, una serie de fotografías. De todas ellas, la que más recuerdos me traería era aquella que le hiciera, después de subirla a un pequeño monolito, portando un largo vestido, hasta los tobillos, de color ceniza. El vestido era muy sencillo: magas cortas, con volantes; por la base de los senos, haciendo las veces de sujetador, pasaba otro volante; y otro más, hacía de cinturón; y a unos diez centímetros, por debajo de las rodillas, una ancha banda acampanaba ligeramente el modelo. ¿Por qué me gustó ese vestido, desde la primera vez?. Quizás, porque le resaltaba sus senos, perfectos. Quizás, porque no modificaba su vientre y su cintura. Quizás, porque sus muslos daban la sensación de no estar cubiertos. Quizás, porque la hacía mas niña.
Por mi mente cabalgaban los jinetes de sus cabellos sueltos, de su ternura, de su inocencia, de su vientre preñado de virginidad, de su aliento de verano, de su vestido de piel rosada, de sus delicadas manos y de su húmedo cáliz. Cáliz, nido o sagrario, dónde guardaba mi comunión diaria, con pasión. Sobrecogedor templo, erigido sobre hermosas y robustas columnas, dónde yo recé la oración del silencio, dónde oí los pasos del viento, dónde me hice mas hombre, dónde dejé mi verbo.
Inmediatamente sentí la necesidad de escribir algo, para la posteridad. Bajé de la almohada. Busqué papel, y lápiz. Y escribí “Quien por amar, te ama”.
“Porque mi barca, sin viento, sin marinero ni estrella, dormida en la arena está. Y pienso que puedes aún moverla, May; pues tus cabellos sueltos, tu ternura y tu inocencia, pueden llevarla a puerto... y también, a tu presencia. Y es que tu aliento de verano cálido, resbaló por mi piel. Y por tu vientre, la esperanza de mi mano y mi septiembre. Y en esta cama, la locura y lo divino. Locura, la que me provoca tu carne. Divino, el amor que ama, amándote. Por eso cabalgué por el sendero de tu nido y oí tus pasos de viento. Por eso, ese vestido de piel rosada, empapado de sudor y esperanza, me envolvió con ternura, y me llevó hasta mi barca...
Te amo y te amaré cómo sabemos hacerlo quienes tanto hemos sufrido. Te amo y te amaré, aun cuando he sido un pobre soñador, al que la vida le tiene prohibido ser amado; al que la vida lo destinó como simple toalla higiénica; al que la vida lo dejó con la miel, en los labios; al que la vida le pasó al cobro las facturas de otros; al que la vida lo echó descuartizado, a los perros de presa; al que la vida quiere que comulgue con ruedas de molino, mostrándome a los necios, a los inservibles, como triunfadores.”
El calor era insoportable. Dejé lo escrito, sobre la mesilla, y abrí la puerta de aquel ridículo cuarto de baño, para que circulara un poco de aire. Destapé el cuerpo sudoroso de May, antes de regresar a la atalaya: la almohada de nuestros sueños y de nuestros goces. Reflexioné con amargura sobre las pocas horas que nos quedaban, juntos. Y retomé la hoja de papel y el lápiz, para escribir sobre aquella victoria... y sobre esta derrota.
Media hora mas tarde, dejé mis cuartillas. Besé su vientre, sus senos y su boca... y me dispuse a dormir. Desperté alrededor de las ocho. Todavía seguía lloviendo torrencialmente. Y cuando abrí los ojos, sólo estaba conmigo mi propia soledad. Me metí bajo la ducha, buscando un poco de frescor: el calor era asfixiante. Sin secarme, me acerqué a la ventana, intentando adivinar el paisaje. No se veía absolutamente nada: sólo la lluvia. Encendí un cigarrillo, y seguí perdido en la nada de mi nada. No sé lo que buscaba, si es que realmente buscaba algo. No sé si pude ver, al no ver nada. No sé si pude pensar, no pensando. De pronto, May se me apareció, borrosa: su figura carecía de nitidez. Estaba en la esquina del sendero que conduce hasta mi tienda soportando el torrencial aguacero. Sin dudarlo un instante, bajé los escalones, de dos en dos. Corrí hasta ella, y la abracé con toda mi alma.
-- ¡Te amo, mi vida!.- Chillé.
-- Shisss.
De nuevo el silencio se hizo silencio.
-- ¿Qué te pasa?.- Pregunté.
-- Pienso en mañana, Luís.
-- No me dejes, May, por favor. Te prometo...
-- Shisss.
-- ¿Por qué no aceptas que te has enamorado de mí?.
-- Por favor, cállate.
-- ¿Por qué no sueltas todo lo que llevas dentro?.
-- No me hagas mas daño, Luís.
-- Jamás te lo haría, May. Puedes estar segura.
-- Por favor, cállate, Luís.
-- ¡Te amo, May!. ¿Y sabes por qué?...
-- ¡Déjame!.- El chillido de May se oyó en toda la isla.
Con un gesto de rabia, se deshizo de mis brazos, y echó a correr, escaleras arriba. Estuve tentado a seguirla, pero me detuve. Sabía, por experiencia, que a la mujer hay que dejarla sola, cuando ella entra en su privacidad. Y si la privacidad es sagrada para todos; para la mujer, mucho más. Tenía que ser yo, en ese instante, el que soportase la tormenta. Tenía que darle el tiempo necesario para que se autoanalizase. Tenía que regalarle la libertad de elegir. Tenía que llegar ella, por sí misma y sin ningún tipo de presión, a una dura conclusión. Así que continué empapándome, bajo aquella tromba de agua, durante una media hora.
Al entrar en la habitación, May estaba echada sobre la cama, boca abajo. Me acerqué a ella y le dije que debería cambiarse de ropa; pues, de lo contrario, se expondría a un catarro.
No me respondió.
Entré en el cuarto de baño y le traje una toalla, que dejé a su lado. Y regresé a él, para secarme.
-- Por favor, amor mío, sécate, o permíteme que te seque.
-- ¡Déjame tranquila, coño!.- Y estalló en llanto.
-- Por favor, May, sé razonable.
Saltó de la cama, y se abrazó a mí, con todas sus fuerzas.
-- Perdóname, Luís.
No le contesté. Simplemente, acaricié sus cabellos.
-- Estoy siendo muy injusta contigo. No sé lo que me pasa.
Desabotoné su blusa... y se la saqué.
-- Voy a secarte.
No pude hacerlo, pues se acercó hasta la mesilla, tomó mis cuartillas (las que escribiera, mientras ella dormía) y me dio con ellas, en la cara.
-- ¿Qué te pasa, cielo?.
-- ¿Por qué, coño, tienes que escribir tanto, sobre nosotros?.
-- Porque estoy locamente enamorado de ti, May.
-- De verdad, que no puedo entenderlo, Luís. Ni tampoco me lo creo.
-- ¿Estás ciega, acaso?.
-- No me lo puedo creer, porque no hace muchos días que nos conocemos. Y todavía nos conocemos muy poco. Nadie conoce a nadie, Luís, no te engañes. Simplemente, te he gustado, y te gusto. ¡Nada mas!. Te gusto, porque soy agraciada, porque soy bonita, porque lo hemos pasado muy bien... porque hemos hecho el amor... porque ahora estamos durmiendo, en la misma cama... ¿Qué mas quieres, como hombre?... ¡Joder, Luís, a ti te han salido redondas las vacaciones!... ¡Ay, Dios mío!. Los hombres sois así, y no vais a cambiar. Os topáis con una buena chavala... y ya empezáis a maquinar “¿cómo me la podré tirar?”. Y si la tal chavala está de vacaciones, y se deja tirar, ¡joder, ya me dirás!... ¡Negocio redondo!. ¿O no?...
-- Me estás ofendiendo, May. Y no me lo merezco.
-- Jamás, pensáis en las consecuencias. Y que conste que no me estoy refiriendo a un posible embarazo. Me estoy refiriendo, a que no analizáis la importancia que tiene para nosotras el acostarse con un tío. Y no sois capaces de hacerlo, porque lo único que podemos encontrar en vuestras cabezas es ¡un coño!. Sólo os mueve la polla y la aventura.
-- En mi caso, eso no es cierto, y tu debes saberlo. Yo ya he pasado esa etapa dónde...
-- ¡No me hagas reír!.
-- No seas dura conmigo, May. Te lo pido, por favor.
-- Espera un momento. Yo no estoy siendo dura contigo, Luís. Estoy reflejando una realidad. Además, quiero decirte que no es tuya la culpa, de lo que ha pasado. ¡Lo sé... y me jode!... La culpa ha sido mía, sólo mía... Mía, porque no debí jugar a la ruleta del verano, como juegan algunas amigas mías... A ellas les va ese rollo; pero, a mí, no... ¡Odio el verano!. ¡Sí, lo odio!. Lo odio, porque en verano siempre me toca vivir algo... de lo que luego tengo que arrepentirme. ¡Este maldito cabrón, siempre me ha jodido!... De una ú otra manera, siempre me jodió.
Encendí un cigarrillo.
-- ¿Sabes a qué conclusión he llegado, cuando estaba bajo la lluvia?... Que el maldito verano debe ponerme en celo; cómo a las gatas, el mes de enero... ¡Siempre caigo!... Esta estación del año, para mí, es una catapulta. Una catapulta que me lanza al vacío de lo desconocido: al Coliseum de las fieras, para que los depredadores hagan su agosto, conmigo. Y nunca mejor dicho, aunque hoy se acabe este mes.
-- Creo que estás siendo muy injusta: contigo y conmigo.
-- ¿Injusta, dices?... ¡No me jodas mas, Luís!... Injusta he sido con mi novio; no, contigo. Y no sólo injusta, sino irresponsable, porque él no se merece esto. El no se merece que lo haya traicionado, que lo haya defraudado, que haya quebrantado la fidelidad que le prometí. Me he comportado como una puta. ¿O no es cierto?.
-- Por favor, permíteme que te explique.
-- ¡Me cago en la puta leche, déjame terminar!.
-- Adelante.
-- Me he entregado a ti, cual puta. Y además, de puta, pago la cama.
-- ¡May, eso no te lo permito!.
-- ¿Sabes por qué estoy cabreada?. Porque fui yo la que te pidió que me hicieras el amor; porque fui yo quien te ha ido a buscar a la tienda, a la playa y al restaurante; porque fui yo quien te permitió situaciones y actos, que jamás creí que pudiera realizar con un hombre, por mucho que lo quisiera. Y por si no fuesen suficientes mis correteos, todavía terminé enamorándome de ti. ,¡Sí, lo que oyes!. ¡Me he enamorado de ti, Luís!... ¿Era eso lo que querías oír?. Pues, ya lo has oído.
May estalló en llanto. Aquel llanto abrió todos los poros de mi alma, y el vello de mis brazos se erizó. Mis piernas temblaban, de igual manera que cuando acompañé a mi querido hijo Jean Louis, hasta su última morada. Y la saliva que tragaba, me hacía daño.
Mi única preocupación, en aquel momento, era la de secar el cuerpo de ella, para que no cogiese un catarro. Sin ningún titubeo, la desnudé... con la mayor ternura y respeto... y la metí en cama.
Nada nos dijimos, antes de quedarnos dormidos.
Golpearon la puerta. Despertamos. Era el camarero. Vino a recordarnos que iban a cerrar la cocina, por si necesitábamos algo. De mutuo acuerdo, decidimos bajar, a cenar.
-- ¿Cómo encuentras las ostras, hoy, May?.
-- Están como el vino, impresionantes. Ha sido una buena idea, ¿no crees?.
-- La idea ha sido tuya.- Le corregí.
-- No, ha sido tuya.
-- Que, no, que ha sido tuya, cielo.
-- Tonto, mas que tonto.
Estallamos en carcajadas, y nos besamos, no sé cuantas veces. Éramos felices. Volvíamos a ser felices, porque la felicidad era compartida, era mutua, y estaba presente.
Terminamos de cenar y tomamos café.
-- Parece que dejó de llover. ¿Por qué no damos un paseo hasta el faro?.
-- ¿A cual, de los tres?. ¿Al de Cíes, al del Príncipe o al de Peito?.
-- Al que fuimos, el otro día.
-- Ese es el de Cíes. Aunque no creo que podamos llegar, por el agua acumulada.
-- Silencio, señores, les habla el gran experto del lugar.- Dijo, May, con sorna.
-- Hombre, presumo de conocer bien estas islas.
-- ¿Y a mí?.
-- Muy pronto, también, si Dios quiere.
-- ¿Entonces, qué me propone este caballero?.
-- Otra botella de Albariño, pero... en la habitación.
-- ¿ ?.
-- ¿De acuerdo?.
-- Lo que mi poeta diga. Las musas sólo somos fuente; nunca, río.
-- Las jóvenes aprendéis rápido.
-- ¿Acaso, a mis dieciocho años, soy vieja?.
-- Si te comparo con las adolescentes de ahora, casi, casi.
-- Ahí, estoy de acuerdo.
-- Gracias, señorita.- Le dije, con ironía.
-- Es verdad, lo que acabas de decir. Las quinceañeras, dentro de muy pocos años, van arrasar con todos, y con todo. En el ambiente ya se respira algo. Fíjate en mí, por ejemplo... Las de tu generación, aunque ganas no les faltasen, no pudieron venir solas a este lugar. Y no pudieron, porque los padres no se lo hubiesen permitido. Y si alguna que otra (que sí, las hubo), después de inventarse una historieta, pudo llegar hasta aquí... y alguien llegó a verla, seguro que la tildaron de inmoral, de sinvergüenza; o, a lo peor, de puta barata.
-- Si me lo permites, quiero aclararte algo, sobre eso... Los entonces llamados “niños bien, o de papá” han venido a estas islas. Mejor dicho, vinieron a la de San Martín, o isla del sur. ¿Y por qué vinieron a ella?. Porque a ésa no se puede llegar, si no tienes medios propios: una lancha. Por lo tanto, conociendo el percal, no resultará difícil adivinar los bacanales o las orgías que allá se habrán montado: desde andar en pelotas, hasta hacer el amor en cama redonda. Y si por una de esas casualidades de la vida, tales experiencias transcendían (y transcendieron) se comentaban en voz baja, y con mucho temor; pues nadie con dos dedos de frente osaría revelar las supuestas libertades de aquellos jóvenes, ya que, al hacerlo, se pondría en duda la conducta moral de aquellos renombrados apellidos. Y de hacerlo, sería tanto como buscarse el suicidio.
-- Para mí, ¿qué quieres que te diga?, lo entiendo y lo comprendo. Sí, y no me mires así... Reconozco la valentía que demostraron; y apruebo sus conductas, siempre y cuando, hayan sido honestos, con ellos mismos. Y quiero pensar, que sí lo han sido. De lo contrario, hubiesen provocado graves escándalos. También pienso que nosotras, las mujeres, deberíamos agradecerles aquellas siembras. Siembras, que han permitido estas cosechas.
Encendimos unos cigarrillos.
-- Te confieso, May, que me da mucho miedo el mundo que le tocará vivir a mi hija.
-- ¿Por qué?.
-- Quisiera saberlo, pero no lo sé.
-- Yo sí lo sé, Luís.- Afirmó, sin dejar de mirarme a los ojos.
-- Me gustaría que me lo explicaras.
-- ¿Estás seguro?.
-- ¡Sí!.
-- Muy bien... toma asiento, y no te caigas... ¿Sabes por qué tienes miedo?. Porque a tu hija no le permitirás... Mejor dicho, porque no aceptarás que tu muy amada y adorada hija se haya acostado con un muchacho, al que conoció en la playa, y el que, días después, le confesó que la amaba, que la quería, etc., etc. ¡Esa es la cuestión, querido Watson!... Yo sí puedo hacerlo; pero ella, no. Yo sí puedo acostarme con su padre; pero ella con el mío, no. Yo si puedo darle a su padre mi corazón y mi cuerpo, pero ella deberá mantenerse virgen y mártir. Yo si puedo ser la mujer de su padre, pero ella sólo podrá ser la mujer de su marido. A mí se me acepta la traición a mi novio; pero a ella, caso de hacerlo, se la castigaría duramente.
-- Pienso que estás exagerando la nota, May.
-- ¿Tu crees?. Yo, no lo creo. Reconozco que cuando me cabreo soy dura. Pero, aunque sea joven, ya empiezo a conocer a los hombres. A los hombres españoles, claro; porque no tuve la oportunidad de conocer a otros. Aunque, no debe haber grandes diferencias... Vosotros sois, como antes dije, unos perfectos amorales, cuando de conquistar una mujer se trata. Queréis comprobar que todavía sois capaces de conquistar al lucero del alba, porque os creéis irresistibles. Buscáis su cuerpo, para satisfacer el vuestro; porque en lo más hondo de vosotros mismos, os consideráis unos sementales.
-- A mí...
-- Déjame terminar... Creéis dominar todas las técnicas de la seducción; ya que nosotras somos, según vuestro criterio, unas facilonas, unas ignorantes y unas ninfómanas, me atrevería a decir. Y como tales ninfómanas, el hombre que llevamos a nuestro lado no sirve para nada. Y como no sirve para nada, se la pegamos con el primero que pase por delante de la puerta.
-- No creo que... - Intenté interrumpirla, por segunda vez.
-- Para que te enteres, el año pasado oí a un baboso que le decía a otro, cuando estaban mirando a una pareja, lo siguiente: “esa hija de puta necesita una polla, como la mía. Es mucha hembra, para ese gilipollas”. Así sois los hombres, querido. Unos faroleros y unos bocazas.
-- ¿Y con esa machada, qué intentas decirme, May?. Soy consciente que en este mundo hay una porrada de imbéciles, que asusta. Pero, eso no quiere decir, que lo seamos todos. Seamos serios, por favor.
-- ¡Ya!.
-- Espera un momento. Si así piensas, ¿por qué te acostaste conmigo?.
-- ¿De verdad, quieres saberlo, Luís?.
-- Pues, sí.
Debo confesar, que tuve miedo a la respuesta: May no estaba alejada de la cruda verdad. Tenía razón. ¡Claro que sí!. Tenía razón, porque todos conocemos a tipos que me avergüenzan, como hombre que soy: son esos cazadores furtivos, como yo les llamo, que se pasean por las calles, que frecuentan cafeterías, con el único fin de fulminar la presa, sin el menor escrúpulo. Y no les importa si la presa es una mujer casada, una estudiante universitaria, una muchacha de servir, una viuda (siempre, menos conflictiva), o una menor de edad. ¡Les importa tres pepinos!. Lo verdaderamente importante es conseguir carne de cama, aunque sea a costa de la mujer, novia o hija, de otros. A estos canallas les excita la idea de conquista; aunque con ella deshagan un hogar, o el suyo propio. Les apasiona la droga de lo desconocido, desconociendo a su pareja. Y a fuerza de tanto lanzar tantas veces la caña al río, terminan pescando... Yo he oído decir, por ejemplo, a uno de esos bocazas que mencionaba May, que “la mujer es la mejor y más perfecta máquina de extracción de semen, que Dios haya inventado”... ¡Que nadie se asuste, por favor!. Esa definición se la escuché a un joven de veintiocho años, que vivía en la calle Vázquez Varela, de Vigo, y que a pesar de tener novia formal, se dedicaba a cazar incautas... Después están los controlados. ¿Quiénes son esos?. Los controlados son aquellos que pasarán por esta vida sin haber traicionado a su pareja, porque ella no les dió la más mínima ocasión.
¡Que cabronada!.
Debe ser horrible, casi demencial, sentirse vigilado noche y día, como un vulgar delincuente. Tener que decir adónde se va, de dónde se viene, con quien ha hablado, a qué hora salió del trabajo, por qué se ha retrasado, por qué saludó a aquella chica, ¿quien es?, ¿de qué la conoces?, etc., etc. Y de esto último, y lo puedo jurar ante mi Virgencita del Pilar, yo sé un rato largo. Yo he sido otro que soportó ese infierno, de recién casado.
Miraba a May e intentaba adivinar su respuesta.
-- Voy a contestar, a tu pregunta, Luís... En primer lugar, yo no me he acostado contigo. Yo me acosté con el hombre que es capaz de escribir cosas que me emocionaron; porque, al hacerlo, presupongo que es sensible; que es capaz de hacer el amor, llorando de felicidad; que me desnuda con ternura, y sin prisa; que me envuelve en besos, casi castos; que penetra mis entrañas, como la santa Hostia, el alma de un niño; que bebe mis goces, como las hojas, el rocío... ¡Con ese hombre sí me acosté!. Y al hacerlo, le entregué todo: mi pasión y mi ansiedad... Y te voy a decir algo mas... Jamás me arrepentiré de haberlo hecho, porque ese hombre me demostró que es distinto, a los demás.
-- ¡Te amo, May!.
-- ¿Por qué me interrumpes, siempre?.
-- No fue mi intención.
-- Sigo... Sin embargo, no quiero seguir con él, por miedo a decepcionarlo. Prefiero, aun amándolo, dejarlo en el baúl de los bellos recuerdos, como tu dices. Y lo dejaré, me cueste lo que me cueste y con todo el dolor de mi corazón, porque no me considero digna de él. Ese hombre se merece a una mujer con idéntica sensibilidad, con igual formación y con un alto concepto del presente... Ha habido momentos, no lo niego, que dudé en convertirme en tu amante... en tu mujer deseada... en tu musa. Pero, ni me considero preparada para ello, ni sabría estar en el concierto de tu sinfonía, como tu dirías.
No quise interrumpirla. Encendí otro cigarrillo.
-- La botella de vino está en su punto.- Nos anunció el camarero.
-- Perfecto.- Respondí.
-- ¿Desean que se la suba a la habitación?.
-- Sí, por favor.- Le respondió, May.
May, buscó en su cesta de mano, color crema, la llave de la habitación.
-- Tenga.- Le dijo, entregándosela.
-- Y no olvide las copas.- Añadí.
Los dos, sin saber porqué, miramos al camarero, hasta que éste salió del local.
-- Mi querido, Luís, ¿qué estás pensando?.
-- En ese cercano mañana, sin ti... sin tu compañía... sin tus...
-- ¡Oh, Dios!. Tienes que aceptarlo, por favor.
-- No puedo.
-- No estropees las horas que nos quedan. Disfrutemos de ellas, a plenitud. Bajemos de una vez, por todas, de esta noria, como cantas en tus poemas.
-- Quisiera tener esa fuerza que tu tienes, aunque sólo fuese aparente. Pero me resulta imposible, May. Te necesito tanto, que no sé que voy hacer, sin ti.
-- Lo mismo que hiciste, cuando te separaste de Españita, para siempre. Lo que has hecho, cuando Mercedes te puso de patitas, en la calle. Lo que tuviste que seguir haciendo, cuando perdiste al ser más hermoso y querido: ¡tu hijo!... o cuando te separaron de Nicole... o cuando te separaste de tu muy amada esposa. Sí, sí, lo que oyes... Y no pongas esa cara de sorpresa, porque está claro que, aunque creas que no, todavía la quieres. ¿Y sabes por qué lo digo?. Porque de los hombres que conozco, en situación semejante a la tuya, no hablan de su ex con ese respeto, como tu lo haces.
-- Porque se lo merece.
-- ¿Lo ves?.
-- No digas tonterías, por favor.
-- Y lo peor, está por llegar. Y eso será cuando tengas que separarte de tu hija.
-- Calla, May.
-- No, señor. ¿Por qué voy a callarme?. Si lo hiciera, te estaría abandonando... y yo no quiero causarte daño. Por eso te hablo así, para que despiertes de este sueño... Quiero que tu despertar sea real, sin musa, sin poemas, sin todo esas cosas que tenéis los soñadores... Recuerdo que alguien me dijo, en alguna oportunidad, que los artistas sufrís, lo indecible... como los payasos. Creo que fue lo que me dijeron... Porque, parece ser, que vosotros los poetas, no asimiláis la vida: la vida cotidiana, monótona y llena de traiciones. ¡La que nos tocará vivir, a todos!. Y en esta vida real, la nuestra, sólo tienen cabida los fuertes. En esta vida amoral triunfan los que no tienen escrúpulos. Esta vida, querido Luís es una fábrica. Aquí hay que triunfar, a costa de cadáveres: devorando a los débiles, con brindis de champán. Lo tuyo, son sueños. Y los sueños pertenecen a otra vida.
-- ¡Joder!, y perdóname la expresión.
-- En nuestro caso, todo es más fácil. Sólo tienes que verme como una bonita muchacha... a la que has sabido conquistar. Que has satisfecho con ella, lo que ella te permitió. Que lo hemos pasado muy bien... Que somos unos tíos cojonudos. Y, colorín, colorado, este cuento se ha acabado.
-- Vamos a ver, mi cielo...
-- ¡Por el amor de Dios!. ¿Acaso, no escuchaste las razones?.
-- Sí.
-- ¿Entonces, por qué tantas vueltas, en redondo?.
-- Porque no quiero pasar por tu vida como un simple dragueur, como los llaman los franceses.
-- Tu sabes que no será así, Luís. Me has regalado respeto y felicidad, y eso jamás lo olvidaré. Sin embargo, y perdóname la vanidad, quisiera darte un consejo... ¡Sí, un consejo!... No ensalces ni sublimes tanto a las mujeres, porque te irá muy mal. Nosotras, y ahora hablo por todas ellas, somos criaturas forjadas en la fragua de la vida. Nos han hecho, en principio, para que caminemos a trompicones por los senderos, que nuestros ancestros pisaron. No hemos sido formadas para ser diosas, ni míticas esposas, ni ninfas virginales. Nada de eso. Hemos sido hechas para vivir y compartir con el resto de los mortales. Pero, eso sí, en igualdad de condiciones.
-- Debes aceptar que vuestra misión en la vida es distinta a la nuestra.
-- No es distinta. Simplemente, es diferente... Pero, déjame decirte lo que estoy pensando... ¿Qué pasa cuando nos tropezamos con una persona, como tú?. Pues... sencillamente, tenemos miedo.
-- ¿Miedo?.
-- Pues, sí. Miedo a ese mundo desconocido, y fuera de contexto. Miedo a vuestras pasiones, a vuestras confesiones, a vuestras lágrimas, a vuestro sentir. Miedo a ser reflejadas en vuestros escritos, en vuestros cuadros, en vuestras esculturas, o en vuestra música... Sentimos un miedo horrible, créeme... No es nada fácil beber vuestro aliento y vuestra sangre. Y si alguna corremos ese riesgo, que es lo que yo hice en estos días, es porque no hemos tenido tiempo a meditar o porque no os hemos tomado en serio. Sí, en verdad, tuviésemos la más mínima idea de como sois realmente, echaríamos a correr. Por eso, y te lo repito de nuevo, debes buscar a una mujer que piense y sienta como tú, que sí las hay. Bueno, a lo mejor no tantas, como pienso; pero, posiblemente, habrá algunas. Basta repasar las biografías de los artistas mas conocidos, y encontraremos una realidad inequívoca: tras ellos, hubo siempre una mujer que supo darles ese alimento de alma, que ellos necesitaron. Y también se dice que “tras un renombrado ejecutivo, está una valiosísima secretaria”... Así que no te desanimes, que esa mujer te está esperando en alguna parte.
-- Sí, pero también decís que detrás de un hombre inteligente se halla una mujer asombrada.
-- Luís, por favor, te estoy hablando en serio.
-- Perdóname ese chiste de mal gusto.
-- ¡Que tonto eres, Dios mío!.
Encendí un cigarrillo.
-- May, quisiera hacerte una pregunta.
-- ¿Por qué, no?.
-- Vamos a ver... Me parece que eres una mujer que atacas fuerte, pero no arriesgas. ¿Por qué no te metes en la política?. Ahora es un buen momento, para hacerlo.
-- ¿Por qué ahora, precisamente?.
-- Tras el asesinato de Carrero Blanco, el viejecito de Ferrol está soltando amarras. ¡Ya no es, lo que era!. Esto, mas tarde o más temprano, tendrá que cambiar.
-- ¿Qué quieres decir?.
-- Que van a emerger una larga serie de partidos políticos, que ahora están en la clandestinidad, y que puedes tener cabida en alguno. Aunque a mí, personalmente, me da miedo la mal llamada democracia. Dicen que es el estado ideal de los pueblos. Y yo que conozco países, llamados democráticos, tengo otro concepto. En ellos he visto que la capitalización de capitales, por parte de los políticos, es vergonzante. La prepotencia de éstos, y de sus familiares o amigos, es repugnante. Siempre que el partido, en el poder, haya obtenido la mayoría, la dictadura es idéntica. En una palabra, si la dictadura nuestra nos cuesta equis, la democracia, ¡Dios me libre de ella!, nos costará cien veces más.
-- No lo creo.
-- Si a la muerte de Franco pasásemos, como se rumorea, a una democracia... como la de Estados Unidos o la de Suecia, pues... ¿qué quieres que te diga?... Pero, si esa democracia es una copia de las de América latina, apaga, y vámonos... La seguridad personal, ¡ese bendito don que nos ofrece el Estado!, será aquella que tu misma te des, con una buena pistola al cinto, si no tienes dinero. Y si lo tienes, irás rodeada de guardaespaldas... Como en el viejo Oeste norteamericano, en el primer caso. Y como una nueva rica o de clase media alta, en el segundo... Los robos, a toda escala, se generalizarán. Después serán los delincuentes, los protegidos; ya que el Poder Judicial desaparecerá totalmente, porque el partido del poder lo politizará. ¿Y sabes por qué?. Porque tendrá que salvar de la quema a los corruptos, a los que los han designado, a los que se han enriquecido, de la noche a la mañana, con el dinero de todos nosotros. Y después, aparecerán las mafias de la prostitución, de la droga, de la construcción, de la educación privada, de los Laboratorios farmacéuticos, de los transportes... ¿Sigo?.
-- ¿Y todo eso que tiene que ver conmigo, Luís?.
-- Que sabes vender lo que no quieres, para ti.
-- Cambiemos de tema, porque no lo encuentro nada interesante... ¿Por qué no vamos a bebernos el vino, antes de que se caliente?.
-- Sí, con una condición.
-- ¿Cual?.
-- Que no me enfríes la otra cena.
-- ¡Asqueroso!.
-- ¿Yo?.
-- ¡Sí, tú!.
-- ¿Señorita, me gustaría saber lo que está pasando por tu cabecita?.
-- No te hagas el angelito, que ya eres mayorcito.
-- Pero, si yo no he dicho nada.
-- ¡Ya, ya!. El señor no ha dicho nada, pero lo ha dicho todo.
-- ¿Si tú lo dices?.
Subiendo las escaleras no dejamos de reírnos, pues mi mano buscaba el contacto con su sexo... que no llegué a acariciar.
Al abrir la puerta de la habitación, la mesa estaba...
-- ¡Fíjate, Luís, este camarero es un cielo!. ¿Te das cuenta?.
-- Seguro que también está enamorado, de ti.
-- Si estuviera aquí, le daría un beso, en señal de agradecimiento.
-- Pero, en la boca.
-- ¿Y por qué, no?.
-- ¿Si quieres, bajo a buscarlo?.
-- Si deseara hacerlo, no te necesitaría. Me basto sola.
-- Eres una asquerosa.
-- ¡Te quiero, Luís!.- Y se echó en mis brazos.
-- ¡Fea, mas que fea!.
-- ¡Guapo, mas que guapo!.
Afuera, tras los cristales, la lluvia golpeaba el silencio de la noche.
Adentro, sobre aquella cama, sus talones golpeaban con fuerza y con ritmo mis riñones.
¡Oh Dios, que bello es hacer el amor!.




































XIII.





En ese girar de la noria todo fue repitiéndose: la mañana y su frescor; el baño caliente, con los cuerpos todavía gozosos de la noche; los besos salados y el amor , dados dentro del agua del océano... Y como único testigo: el sol.
Nuestro astro rey iluminó nuestras caricias, nuestras entregas y las gotas de sudor que provocaban nuestros ayes. Y con su luz, llegué a creer que estaba iluminando el mañana: nuestro mañana.
Las olas volaban sobre los acantilados, imitando al Pegaso. Y las horas volaron a lomos del Pegaso como si quisieran huir de las islas, de la playa de Nuestra Señora, de nosotros mismos, del futuro incomprendido y de nuestra cortísima existencia.
Habíamos disfrutado de una vida que supo darnos, a ráfagas de aroma de primavera, el mejor de los regalos, como premio a la constancia, a la sinceridad y a la dicha de sabernos entender y comprender. Una existencia que, traída por el agua y por el sol, supo vivir el más reconfortante poema nupcial. Una etapa que, con mano diestra, y como había soñado en mi ayer, nos llevó hasta el paraíso de la razón insostenida, desnudando la esencia y presencia de este mundo: un mundo, a veces, complejo; a veces, traidor; a veces, monótono; y a veces, muerto.
Todo este querer saber, mirar y comprender, me enloquecía. Busqué en cuanto diccionario hallé a mi paso, el significado de noria. Busqué la razón del porqué sale el sol por el este y se pone por el oeste. Me molestaba ver los cauces de los ríos dirigiéndose a la mar; y por qué, con la llegada de la primavera, todo cuanto me rodeaba florecía. Quería luchar contra esas leyes, establecidas por la monotonía. Quería destrozar esa máquina compuesta por dos grandes ruedas, como reza en los diccionarios: una rueda horizontal, a manera de linterna, y movida por una caballería; y otra vertical, que engrana en la primera, y que lleva colgada una moroma con arcaduces para sacar agua del pozo. ¿De qué pozo?. Si en ese pozo estoy, y quiero salir de él.
Siento en lo mas hondo de mí que el día que sea capaz de salir de esa oscuridad, mataré a la caballería, para que la noria se detenga...¡y para siempre!. Me resulta muy duro ver pasar los arcaduces de la vida llevándose el agua de mi agua: mi esperanza. Y a medida que la extraen del pozo, me van dejando mas sólo, y más seco.
La fábrica de fécula de patata de Sarria se llevó por delante la pureza de las aguas del río Celeiro: el espejo dónde se reflejaba la belleza de aquel ángel (¿ángel o niña?) llamado Españita. Y en Españita se reflejaba mi alma, mi candor, mis sueños de mañana, mi poema inconcluso. ¡Todo eso y más se llevó!. Después, por el traslado de mi padre a Zaragoza, la noria con sus arcaduces me tiraron al río de la vida. Y por el río de la vida fui dando vueltas y más vueltas, golpeándome contra las piedras del fondo y amoratando mi destino. ¡Que injusta ha sido la vida, conmigo!. ¡Cuantas experiencias tuve que soportar!.
¡Cuánto he amado, Dios mío!... ¿y para qué?.
¡Cuánto he llorado!... ¿y para qué?.
¡Qué feliz me ha hecho!... ¿y de qué me ha servido?.
¡No lo sé!.
Todo ese saber mirar y admirar cuanto nos envuelve y rodea lo está acusando mi ser; porque aquella bendita criatura (¡otra mas, Dios mío!), llamada por mí y para mí, May, me había devuelto la tranquilidad física, la estabilidad psíquica, que me fueran negadas. Gracias a su correspondencia y a mi sólido amor, a su felicidad y a mi experiencia, al aire puro de la playa y de su aliento, a su juventud y a mi soledad, volví a ser grande, gigante. May era la personificación del reino. Y como dios que soy, tenía todo el derecho del mundo para permanecer en las islas Cíes.
Nosotros fuimos entregándonos en cada beso, en cada caricia, en cada mirada, como si hubiésemos perdido la razón de la razón. Y sin comprender la razón de aquella razón, intenté esculpir en el mármol de los siglos, y para los siglos, nuestros nombres: Españita, Rosa, Nicole, May y yo perduraríamos en el tiempo, mas allá de la muerte del último día.
Quienes pudieran leer estas reflexiones mías creerían que intento convencerles. ¡Nada mas lejos!. Yo no trato de convencer a nadie, porque yo sí estoy convencido. Y aunque lo intentara, en el supuesto de que fuera capaz de hacerlo, sería algo así como arar en la mar. Lo que sí intento, y esto no voy a negarlo, es que May sea una excepción, porque ella se la merece. Y se la merece, porque ella ha sabido ganarse mis mayores respetos y mi reconocimiento. Reconocimiento, al haber sido mía: durante 23 días. Reconocimiento, porque la May que conocí leyendo a Sacha Guitry y la May del 7 de setiembre, no eran la misma persona. La del 15 de agosto, por ejemplo, era una jovencita con ganas de vivir una aventura de verano. La del día de la despedida, era una mujer desesperada por las circunstancias.
Cada vez que pienso (¿por qué pienso, Dios mío?) y recuerdo la última comida que hicimos juntos, las palpitaciones de mi corazón resuenan en el interior de la caja, descompasadas. Una caja que guarda irremisiblemente los sentimientos de afecto, de ternura, de náusea y de odio... pero en compartimentos separados.
La comida la ingerimos a grandes tragos de vino y de lágrimas; ya que no tuve los necesarios argumentos para convencerla de que no estábamos siendo justos con nosotros mismos: no teníamos ningún derecho a matar un gran amor y a sepultar nuestras vidas. El único derecho que nos concedían la Iglesia, el Estado y las circunstancias, era el de decirnos adiós.
Cuando estaba cancelando el importe total de su estancia en las islas, May se mordió con tal fuerza el labio inferior, que tuve que prestarle un pañuelo para que limpiase la sangre, y enjugase las lágrimas.
Salimos del recinto del camping y nos dirigimos a mi tienda. En el interior, me dejé caer sobre la colchoneta, cerré los ojos, y comencé a llorar.
-- Tenemos que ser fuertes, Luís.
Hubiese preferido no oír su voz, no haberla conocido, y seguir con mi soledad. Hubiese querido tener la suficiente valentía para matarla, y dejarla enterrada en las entrañas de aquella bendita tierra. Así, sólo así, May seguiría siendo mía... ¡y para siempre!.
Mis ojos seguían cerrados, cuando sentí su mano acariciando mis tres o cuatro primeras canas. Recuerdo que aquellas mismas caricias me las había hecho muchas veces: cuando me manifestaba algo nuevo, cuando éramos felices, cuando mi amor por ella se despertó. Y aunque estábamos en la antesala del ocaso (¿de los dioses?) volví a sentir lo mismo. No tuve tiempo a entreabrir los ojos cuando sus labios se posaron sobre los míos. Aquellos labios me besaron como nunca antes lo habían hecho. ¿Era, acaso, el beso de Judas; o, por el contrario, era el beso al cadáver del ser querido?... No lo sé... Quizás era eso o lo contrario... ¿Qué era, Dios mío?... Era el lacre que sellaba el sobre de una bella historia de amor, para que el estiércol de la vida y el sucio polvo de las tormentas no lo manchasen, para que el transcurrir del tiempo no convirtiese en algo despreciable nuestras entregas, para que nuestros besos y nuestras confesiones no los borrase el olvido.
Como dos dementes, hundímos nuestros dedos en la espalda del otro. Lloramos mutua y desesperadamente, para que el destino nos permitiese volver a empezar, para que se nos permitiera subir a la noria de la vida. Llorábamos ante la transformación del amor en odio. Un odio hacia nada, en concreto. Y un odio hacia todo.
Los minutos pasaban. Y en su transcurrir, se acercaba mas, mucho más, la hora de zarpar aquel barco.
-- May esto es demasiado.
-- Por favor, mi vida... hazme feliz... hazme el amor, por favor.
-- No puedo, May... No podría, aunque lo intentase... Me volvería loco... Me volvería tan loco... que sería capaz de matarte.
-- Ven a mí, Luís... Relájate, corazón.
-- ¡Te amo!.
-- Shisss... Estate quieto... Relájate, mi bien... Así... Muy bien, amor mío... Dámelo... Déjame a mí... Eso es... Ven... ¡Te quiero!.
-- ¿Por qué me obligas?.
-- Entra, mi vida... No llores mas... y relájate... ¡Yaaa!.
El trayecto hasta el embarcadero fue mortificante. Tanto, que ninguno de los dos ha sido capaz de emitir un solo vocablo. Nuestro caminar semejaba al de los reos, camino del patíbulo. Íbamos camino del cementerio acompañando, por última vez, a nuestro amor. ¡Ya faltaba poco!. Ya la sepultura estaba cavada. Sólo teníamos que depositarlo en la fosa: la pala de los días se encargaría de cubrirlo con la tierra de la separación.
Sobre la cubierta del barco posé su maleta; y sentí, al hacerlo, un gran alivio. Tuve la impresión de haber cargado hasta allí con todo el peso de mi vida. Tuve la impresión de haberme desprendido del ataúd de la muerte: de mi propia vida.
Al sonar la sirena del barco, por primera vez, encendimos unos cigarrillos, que no llegamos a fumar. Al sonar aquella maldita sirena, por segunda vez, entrelazamos nuestras manos fuertemente, sin poder evitar las lágrimas. Y al sonar la sirena, por tercera y última vez, nos abrazamos con idéntica pasión y desespero que los náufragos, a la tabla. Fue una sensación como si el barco se hubiese hundido en alta mar, sin tiempo a nada, y sin la más mínima esperanza de sobrevivir.
Nuestro beso llegó a su final cuando, sin importarme nada, sentí mi cuerpo chocar contra el agua de la bahía.
Llegué a la orilla exhausto, desfallecido. Sentí en mi pecho un dolor fuerte; quizás, porque las lágrimas me impidieran respirar normalmente. Los que habían presenciado, desde el malecón, mi caída al agua me observaron con ojos de circunstancia. No entendían nada, porque nada sabían. Y aunque me hubiesen permitido una explicación, tampoco lo entenderían. Así que los miré con rabia, al pasar a su altura.
“¡Que coño les importará a estos imbéciles lo que acabo de hacer!”.- Exclamé, desde el silencio.
Mientras fui acortando la distancia que me separaba de la tienda, la silueta del barco rompía la planicie del azul del mar. Viendo como aquel barco se estaba llevando mi futuro, entré en la tienda y me eché sobre la colchoneta. ¡No quería ver nada mas!. ¿Para qué?.
La colchoneta la sentí caliente. Estaba húmeda, por el sudor de nuestros cuerpos y de nuestras lágrimas. Y sin saber porqué, besé y olfateé la sábana... y allí estaba todavía su olor. ¡May seguía en la tienda, y a mi lado!.
Me pregunté, a cada pulsación del corazón, si valdría la pena seguir viviendo, si mañana brillaría el sol, y si debería continuar por mas tiempo en la isla. Me pregunté si aquella niña (¡ya mujer!) o aquella mujer (¡todavía niña!) me había querido en algún momento... o si sólo me había usado como consolador, al estar separada de su novio... o si fuera el motivo de otra venganza, en su fantasía.
Es increíble que a estas alturas de mi vida no conozca todavía a las mujeres. Es increíble que, y después de tantos fracasos, siempre sean ellas las culpables. ¿No será más creíble que el que falla soy yo?. Porque, ante tantos fracasos, será absurdo pensar que yo estoy en posesión de la verdad; y ellas, no.
Estoy seguro de que algo en mí falla. Pero, ¿qué es lo que falla?. ¿Será, me lo sigo preguntando, que soy un payaso y que estoy aquí para entretener a los demás?. ¿Será que sólo me especialicé en el sexo, y olvidé otras prioridades?. ¿Habré nacido para vestir harapos?. ¿Será que me he puesto el listón demasiado alto?. ¿Presumiré mucho mas, de lo que realmente valgo?. ¿No será que miento, sin haber mentido nunca?. ¿No será que amo, sin haber dejado de amar a Españita?. Yo sólo sé, no sabiendo nada, que sigo solo, muy solo.
Creo que me cagué en Dios..., y me quedé dormido.



























XIV.





Alrededor de las diez de la mañana en la Comisaría de Policía de Betanzos se recibía la llamada telefónica de una ciudadana. Era una llamada desesperada, é inconcreta, como tantas mas que se reciben diariamente en las comisarías. Sin embargo, aquella provocó la salida inmediata de una unidad; ya que en los pueblos pequeños todos se conocen, y la señora que había efectuado la llamada era conocida en el puesto.
Los viandantes vieron pasar con estupor aquel vehículo, y cada cual abría un abanico de interrogantes.
-- ¿Qué pasaría?.- Preguntaban los más curiosos.
-- ¡Asaltaron el Banco!.- Respondían los sabihondos.
-- ¡Robaron la joyería!.- Exclamaban los fantasiosos.
-- ¡Mataron al administrador de los Naveira!.- Aseveraban los expertos.
-- Chocaron dos coches, en el Cantón.- Anunciaban los incrédulos.
Pero, cuando los peatones vieron que detrás el coche policial, y como si de una película americana se tratase, iba una ambulancia haciendo sonar la sirena, éstos echaron a correr tras los vehículos.
Otra circunstancia que despertó la curiosidad fue la velocidad endiablada de los coches. En Betanzos, villa tranquila y silenciosa, ese tipo de carreras no eran usuales, ya que allí todo pasa como en el Historia: lentamente, muy lentamente.
-- ¡Algo grave acaba de suceder!.- Comentó un médico, al teniente de alcalde.
-- ¿Por qué cree usted que pasó algo grave, don Sebastián?.
-- Porque de no ser así, esos conductores se han vuelto locos. Voy acercarme, por si acaso.
-- Si me permite, le acompaño.
-- ¿Cómo es posible que en los pueblos lleguen al lugar de los hechos los habitantes, antes que la propia policía?.- Se preguntó, don Sebastián.
-- Pues, ya lo ve usted.
En el Cantón Grande estaban casi todos, por lo que tuvieron dificultad para acceder al lugar los integrantes de los vehículos.
-- ¡Mataron a la señora Antonia!. ¡Es horrible!.- Gritaba una jovencita, envuelta en lágrimas.
Los agentes de la Policía no entendían nada. La llamada telefónica había denunciado otro tipo de noticia.
-- ¿Pero, qué cojones pasó aquí?.- Preguntaba uno de los policías, a un amigo suyo.
Con un poco de esfuerzo, ante tanto gentío, pudieron llegar hasta el segundo piso de aquel inmueble. Y la señora que había efectuado la llamada les explicó el porqué de su solicitud.
-- No sé que habrá podido suceder en el piso de arriba... Mi marido y yo oímos una explosión... Me pareció un cañonazo.
-- Para mí, fue un tiro.- Rectificó, el marido.
-- ¡Que sabrás, tú, si no has estado en la guerra!, digo yo... Creo que debemos subir, ¿no les parece?.- Sugirió la señora, a los policías.
-- ¿Sabe usted quien vive ahí arriba?.- Preguntó el policía más fornido.
-- El señor Luís.
-- ¿Qué señor Luís?.
-- ¡El señor Luís!. Un señor muy educado, muy culto, ¡y muy decente!... ¡Un gran señor, sí señor!. De los que ya no quedan, digo yo. Pero... ¿por qué no subimos?, digo yo.
-- ¿Y su familia?.
-- Vivía solo.
-- ¿Vivía?... ¿Por qué dice usted, vivía?.
-- Porque tuvo que haberle pasado algo, digo yo. Además, antes de llamarles, mi marido y yo subimos... y llamamos a la puerta.
-- ¿Y...?.
-- Nadie nos contestó, digo yo.
-- A lo mejor no hay nadie en casa.
-- Sí que estaba, porque lo vi llegar esta mañana, digo yo. Hacía días que no lo veíamos, pero esta mañana lo vi entrar, sí señor.
A través de la radio del coche policial, se solicitó autorización para entrar en el tercer piso. Y para que todo fuese más espectacular, minutos mas tarde llegaron los Bomberos. ¡Aquello era todo un espectáculo!.
-- ¡Que brutos y que exagerados somos la gente de los pueblos, don Sebastián!. Hay que ver la que hemos organizado, para nada.
-- Se ha olvidado usted de algo, amigo Ralo... Los de pueblo somos más espontáneos y más sinceros.
Después de asestar unos cortes alrededor de la cerradura, la puerta pudo abrirse. Justo a la entrada y a mano izquierda se encontraba la cocina. Allí estaba todo en su sitio, y en perfecto orden.
-- ¡Joder, como reluce!.- Exclamó, el policía encargado de las averiguaciones.
A continuación el salón comedor, pintado en blanco. Y al fondo, la hermosa galería: esa especie de balcón cerrado, que tanto abundan en Galicia. En la galería había dos butacas, de altas orejeras; y frente a ellas, un pequeña mesa de té, repleta de revistas, periódicos, libros, hojas manuscritas y dos cajetillas de cigarrillos. En la parte derecha, y al final de un ridículo pasillo, estaban el cuarto de baño y una enorme habitación. Sobre la cama, y boca abajo, yacía el cuerpo sin vida de aquel hombre... que se llamaba señor Luís, según la vecina del segundo.
Una vez comunicado el hallazgo, y al cabo de una hora, se personó el representante legal del Juzgado de Instrucción, quien instruyó las primeras diligencias y autorizó posteriormente el levantamiento del cadáver, y su traslado a la sala de autopsias del cementerio local.
Una vez pudieron darle la vuelta al cadáver, éste presentaba un tiro en la boca, con salida por el occipital: la mano derecha del difunto sujetaba todavía la pistola.
Como mandan los cánones, el representante del Juzgado permaneció en el domicilio del occiso, mientras los policías buscaban y rebuscaban algún indicio que pudiese sustentar el supuesto suicidio.
He aquí el informe:
“Primero.- El cadáver presenta un tiro, con arma de fuego, con entrada limpia por el paladar. Su nombre y apellidos están reflejados en el D.N.I., que se adjunta, y domiciliado en el lugar de los hechos. Nacido en esta ciudad de Betanzos (La Coruña). Estado civil, casado. Y de profesión, periodista.
Segundo.- Su domicilio (vivienda) se encontró en perfecto orden, por lo que se descarta inicialmente cualquier tipo de violencia, desde el exterior.
Tercero.- En el tocadiscos, todavía encendido, se encontró un disco titulado “Bella sin alma”, el que supuestamente escuchara o escuchaba el ya mencionado occiso, en el instante del hecho. Y en el interior de la funda del disco puede leerse una dedicatoria manuscrita “para que nunca te olvides de May”.
Cuarto.- En la máquina de escribir se encontró un folio de papel blanco, dónde podía constatarse la trascripción parcial de unas poesías, escritas a bolígrafo sobre otro folio. Dichos folios presentan aparentemente huellas de lágrimas o sudor, los que también se adjuntan para un posterior análisis de laboratorio, en Madrid.
Quinto.- A las trece horas y veintidós minutos se procedió al sellado del domicilio.”
-- Le repito, señor oficial, que el señor Luís era una persona muy querida y respetada. Jamás dio un escándalo o algo parecido, digo yo.
-- ¿Con qué personas del pueblo alternaba él?.
-- ¿Usted lleva poco tiempo aquí, no?... Hombre, como saber, saber, no diría yo tanto, digo yo. Pero usted sabe que en los pueblos una se entera de muchas cosas, sin querer, claro. Aunque mi marido me dice siempre que soy una chismosa, que me meto dónde no me llaman, digo yo. Bueno, eso lo dijo él. Y claro, como una oye bien, gracias a Dios, pues... una se entera de cosas.
-- ¿Y que es lo que usted sabe?.
-- Hombre, pues yo que sé... Ramón, mi marido, me dice siempre que hablo mucho y que me meto dónde no me llaman... Bueno, eso ya lo dije. ¡Pero, le juro que eso no es verdad, digo yo!... Lo que pasa es que en los pueblos...
-- Sí, sí, eso ya me lo ha dicho. Pero, lo que yo quiero saber es con que personas andaba.
-- ¡Con mujeres, no señor!. El señor Luís era muy serio, digo yo... El iba mucho al Casino con señores instruidos. ¡Y también iba a misa, sí señor!... Se le veía con jóvenes de largas melenas, que les llaman artistas. Por cierto, ¿sabe usted por qué les llaman artistas, digo yo?.
-- ¿Así qué iba mucho al Casino?.
-- Bueno, sabe usted, también se sentaba en la terraza del Capitolio, cuando hace bueno. Y escribía mucho en una libreta gorda, que siempre llevaba en la mano. Claro que yo no le puedo decir lo que escribía. ¿Me entiende usted?. Él se pasaba el día escribiendo, escribiendo, sin enterarse de nada, digo yo. ¡Ah!. También leía libros y revistas... Mi marido jamás leyó un libro, y eso que yo le compré dos, hace unos quince años... ¿Usted lee, señor policía?.
-- ¿Y qué mas?.
-- ¡Ah!. Hacía muchas fotos. Siempre llevaba una pequeña máquina de fotos. ¿Usted sabe por qué hacía tantas fotos?.
-- Yo, no.
-- Ah, pues yo, tampoco. Y se lo puedo jurar por la Santísima Virgen de los Remedios, que yo no lo sé.
-- Juan.- Llamó el oficial a uno de sus subordinados.
-- A sus órdenes.
-- Vete arriba y trae todas las fotos que encuentres... y la cámara, también.
-- Pero, el Juzgado lo precintó.
-- ¡No le hagas caso a ese gilipollas!. Trae lo que te dije, y precinta otra vez la puerta.
-- ¿Alguna otra cosa?.
-- No. De momento, no.
-- ¡A sus órdenes!.
-- Si quiere saber alguna cosa, digo yo, no tiene mas que...
-- No, muchas gracias. Si necesitase algo mas, ya la llamaría. ¡Buenos días!.
-- Perdone... ¿sabe usted si sufrió mucho, el señor Luís?... ¡Había mucha sangre!... Pobrecillo, que Dios lo tenga en la gloria, porque era muy bueno. Sí, señor.
La señora del segundo se despidió haciendo la señal de la cruz.
Al saberse la verdad, los curiosos que invadían el Cantón Grande empezaron a sacar conclusiones: desde que lo había asesinado un marido celoso, hasta que fuera la propia policía, por aquello de la censura.
-- Seguro que escribió algo contra Franco, y se lo cargaron.- Afirmó un señor alto, con unos bigotazos enormes.
-- Para mí, que le estaba poniendo los cuernos a algún señoritingo. ¡Menudas chavalas se gastaba, el pollo!.- Opinó un taxista.
En la Jefatura de Policía, y por unanimidad, se llegó a la conclusión de que aquel caso no ofrecía dudas: era un suicidio.
-- Así que tendremos que esperar a que el Médico forense nos traiga los resultados de la autopsia. Este caso está mas claro que el agua.- Concluyó el mando superior.
-- ¿Habrá que avisar a los familiares, no?.- Sugirió el policía más joven.
-- ¿A qué coño de familiares, si ya has oído que vivía solo?.- Protestó, el superior.
-- Él nació aquí. Alguno habrá, digo yo.
-- ¡Joder, tú también!... Vamos a terminar todos con el “y digo yo”... La mejor llamada a los familiares, si es que los tiene, la hará el propio pueblo. A estas horas ya habrá quien lo conocía, que es lo que hacía, y hasta que comía. ¡No preocuparos!. Nosotros, a esperar. El resto, viene solo.
-- Si me permite, jefe, le diré que no estoy de acuerdo.- Abogó, un tercero.
-- ¡Me cago en la leche puta!. ¿A qué ahora resulta que somos del F.B.I.?. ¡No me jodáis la paciencia!. A ver si veis menos televisión... Para mí, todo está claro, joder. Ese hijo de puta se pegó un tiro, ¿o no?... Mañana lo entierran, y santas pascuas... Por mí, ya le pueden dar mucho por el culo... Venga, vamos a comer, y por la tarde ya veremos lo que hacemos.
-- ¿Jefe, las fotos que traje, qué hago con ellas?.- Preguntó, Juan.
-- Déjalas sobre la mesa. Por la tarde las vemos.
-- Yo creí...
-- ¿No pretenderás que me ponga a verlas, ahora?. Primero, a comer. Y cuando vengamos... Por cierto, hoy te toca a ti pagar los cafés. Así que no te escaquées.
Alrededor de las cuatro de la tarde el doctor Núñez de las Cuevas, Médico forense, hizo entrega oficial del resultado de la autopsia.
-- ¿Suicidio, doctor Núñez?.
-- Sin duda, Castro.
-- ¿Usted lo conocía, por casualidad?.
-- Sí, aunque lo traté muy poco. Habré hablado con él en dos o tres ocasiones. La última vez, si mal no recuerdo, fue cuando presentó un libro suyo de poemas, aquí, en el Liceo... Mi hija, la pequeña, ya sabe como son las jóvenes, me pidió que se lo presentara, para que le dedicase el libro... y estuvimos charlando de cosas intranscendentes. Sin embargo, debo decirle que era una persona muy recta, muy equilibrada, y con enormes ganas de triunfar. Aquí se le apreciaba, créame. Quizás, por eso, precisamente. Porque para nuestro pueblo era un orgullo poder contar, el día de mañana, con un intelectual más.
-- ¿Qué tipo de amistades frecuentaba, doctor Núñez?.
-- Pues no sabría decirle, querido Castro... Recuerdo que alguien me había comentado, en una oportunidad, que lo habían visto en Ferrol con una chavalita impresionante, y que caminaban muy acaramelados. Creo que se trataba de una miss España, o algo así. No recuerdo bien.
-- Sin embargo, yo creo que no lo conocía.
-- Bueno, no sé. Él viajaba mucho... y usted lleva poco tiempo, entre nosotros.
-- ¿Viajaba, dice?.
-- Sí, si... Que si a Madrid, a Barcelona, a Roma, a París...
-- ¿Entonces, tenía dinero?.
-- Tampoco lo sé.
-- Gracias, por todo, doctor Núñez. Y discúlpeme por robarle su tiempo.
-- Siempre a su entera disposición, amigo Castro.
Una vez que los policías de guardia despidieron al doctor Núñez de las Cuevas, Castro y Juan se pusieron a ver los álbumes de fotos. En ellos había de todo: horrios, catedrales, ríos, árboles... y muchas mujeres. En uno de ellos (parecía el más reciente) se repetía mucho el mismo paisaje y la misma joven. Sacaron las fotos del álbum, y observaron que al dorso de las mismas estaba escrito el lugar y el nombre de ambos: “en las islas Cíes, May y yo. 25 de agosto de 1.975.”
-- Juan, saca todas las fotos dónde esté este bombón, que vamos a ver las fechas. Creo que tengo una idea.
Dicho, y hecho.
Finalizada la cronología, el señor Castro levantó el teléfono y llamó a su colega de Vigo.
-- ¿Tenreiro?... Hola, ¿cómo estás?... Mira una cosa... Esta mañana tuve aquí un suicidio... Sí, sí, ya está confirmado... Resulta que este chalao no tiene familia, aparentemente. Pero, Juan... Sí, está conmigo... Sí, sí, Juan López... El mismo... Lo tengo de ayudante mío... Es una ladilla, por cierto. Pero estoy contento con él... Bien. Cómo te decía, tengo sobre la mesa una serie de fotografías sacadas en las Cíes, a finales de agosto... No, no son de este año, son del año pasado... Estas fotos le fueron sacadas a una joven llamada May... May, sí... Eme, a, igriega... Eso es... Y como el nombre no es común, mira a ver si puedes echarnos una mano, y me la localizas... Es una chavala, ¡que está buenísima, por cierto!, de mediana estatura, de pelo castaño oscuro, creo... Lleva una cadena con un corazón de plata... En agosto, sí... Coño, no me digas... ¿No te estarás cachondeando de mí?... Sería una casualidad, ¿no te parece?... No, no, las fotos no engañan. La chavala está para comérsela... ¿Me llamarás?... No sabes cuanto te agradeceré esta colaboración... ¡Joder, sería fantástico!... Gracias, Tenreiro.
En la ciudad de Vigo, el señor Tenreiro llamó a uno de sus subordinados.
-- Rafa, acabo de recibir una llamada de Betanzos, del amigo Castro. Hay un suicidio allá, y debemos localizar a Roberto.
-- A estas horas debe estar en el Goya.- Dijo, después de consultar el reloj.
-- Pues, llámalo. Dile que venga de inmediato, que es urgente.
No pasaran quince minutos, cuando Roberto entró en Comisaría.
-- Pasa.
-- ¿Qué pasa?.
-- ¿La novia de tu primo, cómo se llama?.
-- Carolina, ¿por qué?.
-- ¿No me comentaste un día que tu primo se había cabreado, el año pasado, y que estuviera a punto de dejarla, porque su novia se había ido sola a las Cíes?.
-- Sí. Y este año volvió, también.
-- ¿Por qué no lo localizas y lo traes hasta aquí?.
-- ¿Cuál es el problema?.
-- De momento, ningún problema. Aunque no sé por qué, tengo el presentimiento de que la novia de tu primo tiene algo que ver con el suicidio de Betanzos.
-- ¿Qué estás diciendo?. ¡No me jodas!.
-- Espera un momento. Yo no estoy acusando a nadie, ni estoy dudando de nadie. Sólo tengo un presentimiento. Así que localízalo, y tráelo. Pero, no le digas nada, de momento. ¿De acuerdo?.
-- ¡Joder, como sea cierto, se va a armar una... que no te quiero contar!.
-- Macho, eso es lo que hay.
A las ocho de la tarde, Roberto y su primo entraban en el despacho del señor Tenreiro.
-- ¿Se puede?.
-- Pasar... Encantado de conocerte... Sé que te extrañará que te hayamos llamado, pero tengo un problema en Betanzos, que quiero esclarecer. Y no sé por qué, pero tengo la impresión de que tu novia puede ayudarnos.
-- No entiendo nada. ¿Qué pasa con mi novia?.
-- Vamos a ver... Si no estoy mal informado, tu novia estuvo el año pasado pasando unas vacaciones en las Cíes. ¿Sí o no?.
-- Sí. Y este año, también.
-- Bien. Quiero que intentes recordar las del año pasado.
-- ¿Pero, qué coño hizo, el año pasado?.
-- Espera, no te cabrées. ¿Estuvo haciendo camping?.
-- No. Estuvo en el hotel del camping. Alquila siempre una habitación.
-- ¿Por qué no me haces un favor?. Llámala por teléfono y dile que necesito hablar con ella. Que si puede acercarse, se lo agradeceré. O de lo contrario, que vamos a buscarla, si ella quiere.
-- No hace falta. Ella tiene coche.
-- Venga, llámala, por favor.
Sin mas dilación, llamó a Carolina, y ésta llegó media hora mas tarde.
Carolina vestía un traje chaqueta de color salmón, zapatos amarillos y un bolso, negro. ¡Estaba elegantísima!. ¡Que increíble la personalidad de aquella joven!.
-- Pasa, por favor.
El señor Tenreiro se levantó de la butaca y estrechó su mano, al entrar.
-- Perdóname que te moleste, pero quiero ayudar a un gran amigo mío que tiene un problema, entre las manos.
-- Usted dirá.
-- Estuviste en las Cíes, en el mes de agosto del año pasado, ¿no es cierto?.
-- Sí, ¿por qué?.
-- ¿Conociste a alguien llamado Luís?.
Carolina no pudo evitar un escalofrío por todo el cuerpo, al oír el nombre de Luís.
-- Creo que sí.- Respondió, con frialdad.
-- ¿Usaste otro nombre, no?.
-- No.
-- ¿Te dice algo el nombre de ... espera un momento... dónde diablos lo puse.... ¡ah, sí!... el nombre de May?.
Carolina palideció, en el acto.
-- ¿Qué sucedió?.
-- No lo sé, en tanto en cuanto no respondas a mis preguntas... ¿Ese nombre de May te dice algo?.
-- Así me llamaba Luís. ¿Por qué?.

En Betanzos, el oficial de Policía leyó aquel escrito, con dificultad, ya que no estaba pasado a máquina. Su título: “El más bello recuerdo”. Y el texto:
Monté la pistola
para usarla contra mí
y poder sentir la hora
de mi muerte, sin ti.
Las lágrimas de mi suerte
iban resbalando por el alma
de mi pecho de merced,
salando la rígida culata.
Quería levantar la tapa
de mis sesos para contarte,
cara a cara, el porqué de tanta
y tanta tristeza, al no dejar de amarte.
Desmonté la pistola
con mucho miedo:
el que dan las olas
cuando golpean el puerto.
Quería dejar de amarte
aquí, para seguir escribiendo
en el mar, lo grande
que eres, cuando te siento.
... Perdóname, mi amada,
por dejarte sin mis besos;
dejando, en mi alma,
el más bello recuerdo.
-- ¡Joder, si escriben jilipolladas estos intelectuales.- Exclamó, Castro, en voz alta.
-- ¡Menuda chavala se gastaba el cabrón éste, jefe!.
-- Y que lo digas, Juan. ¡Que polvo tiene esta muñeca, joder!. Me la cojo durante una semana, y me muero.
-- ¿Y de las piernas, qué me dice?.
-- ¡El coño es lo que importa!. Las piernas... se separan.
-- ¡La madre que lo parió!. ¡Que chavalitas se tiran estos hijos de puta!.
-- Y nosotros no nos comemos ni una rosca.
-- Bueno, jefe, tampoco exagere, que a usted, con llevar poco tiempo aquí, no le van mal las cosas, ¿eh?.
-- ¡Hombre, no me quejo!. Pero, ya quisiera yo una chavalita, como ésta.
-- ¿No estará usted pidiendo demasiado?.
-- Anda, deja las fotos, que terminaremos haciéndonos una paja.
En vista de que era la hora de marcharse y Tenreiro no daba señales de vida, Castro levantó el teléfono y llamó a Vigo.
-- Soy Castro, ¿tienes alguna novedad?... Pues, claro... Sí... ¡Eres cojonudo!... ¿Por qué no me dejas hablar con ella?... Gracias, Tenreiro... ¡Buenas noches, señorita!. Aquí el oficial primero de investigaciones, de la jefatura de Betanzos... Encantado... ¿Conoció usted, durante su estancia en las Cíes, a un caballero llamado Luís?... Vamos a ver, si es que estamos hablando de la misma persona... Sobre la mesa tengo una serie de fotografías, que bien pudieran ser suyas, ya que no tengo el gusto de conocerla. En una de ellas está usted subida a un pedestal de piedra, con un vestido de color ceniza, o azulado, no lo sé... Ah, ya... Efectivamente... O sea, que es usted... Supongo que el señor Tenreiro ya le habrá explicado... ¡Cómo, no!. En lo que yo pueda, cuente usted conmigo... Délo por hecho... Sí, sí... Quería preguntarle, y perdóneme la indiscreción, pero... hasta que cantidad... Cuente conmigo. En cuanto salga de aquí, me voy directamente a la fábrica... Haré todo lo posible, se lo prometo... ¡Caramba, nos haría usted un gran favor!... Con su declaración, podré archivar el expediente... ¿Entonces, cuento con usted, mañana?... Pues, hasta mañana, señorita Carolina... ¡Lo siento, de verdad, créame!.
En la casa “do cacheno”, en la rua Traviesa, Castro encargó y eligió el ataúd, por orden de Carolina. El propio Pepe lo atendió y se comprometió a arreglarlo todo, a prepararlo todo. Eso, para él, para “Pepe do cacheno”, no era nada del otro mundo, debido a tantos y tantos años de experiencia. Pepe era capaz, si se lo propusiera, de convencer a la Iglesia de que aquel funeral debía celebrarse a las tres de la madrugada. Claro que éste no era el caso. Llevaba muchos años de oficio y sabía, mejor que nadie, los pasos que tenía que dar, para que todo saliese a las mil maravillas. Así que, y sin dudarlo, le confirmó a Castro que el entierro se llevaría a cabo a mediodía.
-- ¡A las doce, entonces!.- Le confirmó.

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A las diez de la mañana llegaba a la comisaría de Policía, Carolina. Su rostro estaba desencajado, y pálido. Y sin embargo, su radiante belleza se veía fresca y atractiva. En su mirada había una avidez por saber el porqué de todo aquello. Saber que había pasado, exactamente, ya que el señor Tenreiro no fuera muy conciso.
Motivados por las fotos, prácticamente salió todo el personal de la Comisaría a recibirla.
“¡Joooderrr!”.- Exclamaron, a coro, como si fuera un susurro.
Carolina vestía un elegante traje blanco de lana, y de una sola pieza. Su abrigo, de color negro, marcaba su talle con un ancho cinturón del mismo paño. Sus zapatos y sus guantes, también blancos. Y anudando su cuello, un pañuelo de seda, en color crema.
-- ¡Bienvenida, señorita Carolina!. Entremos un momento, por favor... Y tome asiento.
Con gran parsimonia, ella se sacó los guantes... y buscó su bolso.
-- Estoy tan aturdida, que me dejé el bolso en el coche.
Al hacer el ademán de levantarse, Castro se brindó para hacérselo llegar.
-- Deme las llaves de su coche, por favor.
-- Es igual. Sólo buscaba mis cigarrillos.
-- Yo la invito, si usted me lo permite.
-- Muchas gracias.
Ambos encendieron sus cigarrillos, sin dejar de estudiarse.
-- Quiero expresarle nuevamente mi sentir... y mi agradecimiento, por haber venido hasta aquí... ¿Conocía usted Betanzos?.
-- No. Pero no quisiera volver, jamás.
-- Bueno... Lamentablemente, me veo en la obligación de tener que hacerle una serie de preguntas. ¿Usted me entiende, verdad?.
Carolina hizo un pequeño movimiento de cabeza, en señal de aprobación.
-- Gracias... Vamos a ver... En primer lugar, su nombre, apellidos y domicilio, por favor.
-- Carolina Cortés Cienfuegos. Y vivo en Vigo, en el número 86 de la Gran Vía.
-- ¿Edad?.
-- Diecinueve años.
-- ¿Profesión... o estudios?.
-- Estoy cursando Filosofía y Letras.
-- Como ya nos conocemos, no tengo la menor duda de que estas fotos son de usted. Pero, la pregunta es obligada... ¿Han sido hechas con su autorización?.
-- Con mi total autorización, señor Castro.
-- Perdóneme, una vez mas... ¿Era usted su amante?.
-- No, exactamente.
-- El estaba casado, ¿lo sabía?.
-- Eso es lo que dice ese documento nacional de identidad... Su esposa y sus dos hijos residen en Venezuela. Era un hombre libre, Oficial. Aunque no creo que lo comprenda.
-- Yo entiendo todo aquello que esté dentro de la ley. Pero, usted no contestó a mi pregunta, señorita Cortés.
-- Luís era... era y es... es y será ¡el gran amor de mi vida!. Pero, eso tampoco lo entiende usted, ¿verdad, señor Castro?.
-- Yo tengo que entenderlo todo, aunque no entienda nada. ¿No sé si me explico?.
-- Continúe, por favor. Quiero salir de aquí, cuanto antes. Y usted me está poniendo muy nerviosa y enfadada... Entiéndame... Quiero salir de esta maldita comisaría, y ver a Luís, ¡ya!.
-- Le aconsejaría que no hiciese eso último. Mejor será que guarde el recuerdo que usted tiene de él... La muerte, y lo que ésta nos muestra, no es nada agradable, que digamos. Y mucho menos, en circunstancias tan desagradables, como ésta.
-- Ese es mi problema... y no, el suyo, señor Castro.
-- ¿Desde cuando ustedes dos se... ¿cómo decirlo?... se amaban?.
-- Lo conocí en el mes de agosto del año pasado... Y desde el siete de septiembre, no volví a verlo.
-- ¿Por qué?... Acaba usted de decirme que él es el amor de su vida.
-- Sería muy largo de explicar, y muy difícil de entender.
-- ¿Por qué no lo intenta?.
Carolina, y de manera muy resumida, relató las semanas que pasaron juntos en las islas Cíes.
-- Parece ser, según me han informado desde Vigo, que usted tiene novio formal. ¿Es ello cierto?.
-- Sí.
-- ¡Ah, ya!. Ahora empiezo a entender.
-- Perdone mi franqueza, pero usted, por su profesión, nunca podrá entender los sentimientos humanos.
-- Tiene usted un carácter muy fuerte, Carolina. ¿Me permite que la llame Carolina o debo seguir llamándola señorita Cortés?.
-- Me da igual. Como usted prefiera.
-- Gracias.
-- Me molesta un montón este tipo de interrogatorios, en momentos como éste. Y mucho mas, cuando he sido yo la que se ha ofrecido a venir hasta esta comisaría. Porque, por ley, ya que habló de ella hace un momento, usted no tiene ningún derecho a interrogarme. ¿O sí?.
-- Tiene usted razón. Todavía no tengo ese derecho. Pero, también le recuerdo que le advertí que no sería agradable.
-- Entonces, y se lo digo por segunda vez, acabe usted cuanto antes, por favor.
-- ¿Quiere tranquilizarse?.
-- Jamás olvidaré este día, este lugar... ni a usted.
-- Señorita Cortés. Soy esposo y padre de familia. Y no quisiera que mañana mi hija se viese en una situación parecida a ésta. Lo que pasa es que la mayoría de ustedes nos ven a nosotros como irracionales, como máquinas de opresión, como seres sin sentimientos. Y están ustedes muy equivocados, porque nuestra misión, como la de la Guardia Civil, es la de protegerlos, la de ayudarlos, la de orientarlos... y las menos de las veces, reprenderlos. Pero somos, a pesar de lo que digan por ahí ciertos revoltosos, hombres con dignidad y honor. Pensamos y sentimos, igual que ustedes. Lo que sucede, para que nos entendamos mejor, es que a nosotros nos toca siempre lo más desagradable. Como son los robos, los asesinatos, las violaciones, los suicidios, etc. Y me paro aquí, porque la lista es muy larga, demasiado larga.
-- Eso es lo que nos tienen que decir, y lo comprendo. Pero la fama que tienen ustedes, no creo que se la hayan regalado gratuitamente. ¡Se la ganaron!. Lo que no sé, es si se la ganaron injustamente. Aunque, si le soy sincera, tampoco me preocupa. Y por favor, no tome este comentario mío como una rebeldía, puesto que soy una defensora del derecho y de la justicia.
-- Sigamos con lo nuestro. ¿Le parece?... ¿Por qué cree usted que se suicidó, el señor Luís?.
-- Ojalá lo supiese.
-- ¿Sabía usted que escribía poesías?.
-- A mí, por ejemplo, me escribió varias.
-- ¿Leyó usted ésta?.- Le preguntó, mientras le entregaba el folio.
Carolina, a medida que iba leyendo aquel crudo poema, no pudo evitar que las lágrimas resbalasen sobre las mejillas. Inspiró, lo más hondo que pudo, y después de respirar, se las enjugó, al tiempo que se mordía el labio inferior.
-- ¿Puedo quedármelo, señor Castro?... Por favor.
El encargado de las averiguaciones policiales la miró durante un buen rato. Intentó adivinar el enorme sufrimiento que estaba sintiendo aquella joven, pero no le fue posible. Pensaba, una y otra vez, que aquella señorita podía ser una de sus hijas, y esa idea lo desarmaba. E inmediatamente cambió su papel de hombre duro, frío y condenatorio, por el de simple padre de familia. Él, como tantos de sus compañeros, sabía mejor que nadie qué época nos tocaba vivir. Estaban en las calles, día y noche, y en ellas se aprende todo aquello que no nos enseñan en las universidades. Sentía, sin dejar de pensar en sus hijas, el mismo miedo que siente el tiburón, ante el delfín. Vivían las miserias cotidianas, como las ruedas, el camino. Respiraba la descomposición humana, como los árboles, la polución. Y sobre sus cabezas pendía la espada de Damocles, como las aceitunas, en los olivares. Vivían con la muerte y la soledad, como el mendigo, con el hambre.
-- Le prometo entregárselo, después de las exequias. Déme tiempo a hacerle una fotocopia. ¿De acuerdo?.
-- Es usted muy amable... ahora.
-- ¿Dónde estábamos?... ¡Ah, sí!... ¿Cree que él pudo haberse suicidado por usted?.
-- Después de haber leído este poema... después de haber leído esta confesión, no existe la menor duda... Pero, ¿por qué, Dios mío, por qué?.
-- ¿Se sintió usted alguna vez coaccionada o presionada por él?.
-- ¡En absoluto!... Puede estar seguro de ello, pues, por no saber, no llegó a saber ni mi nombre, ni en qué calle vivía... Recuerdo que a poco de conocerme, y vio esta sortija, con esta “C”, soltó una larga lista de nombres que comienzan por esta consonante. Y en vista de mi negativa de revelarle mi nombre, fue cuando tuvo la idea de llamarme May: el posesivo “mi, mía”, en inglés.
-- Claro, porque usted no se llama May... Y eso era lo que nos despistaba a todos. La coincidencia quiso que su primo trabaje con nosotros.
-- Tampoco es así... Él es el primo de mi novio.
-- Ah, ya.
-- Pero, ¿sabe una cosa, señor Castro?. Que desde hoy me haré llamar May, por el resto de mis días.
-- ¿En algún momento sintió usted, durante las semanas que pasaron juntos, síntomas de agresividad, o... ¿cómo diría?... algún tipo de desequilibrio emocional?.
-- ¡Jamás!... Luís era muy correcto, muy educado y muy estable. Todo un caballero, como dicen ustedes.
-- ¿Bebía o tomaba algún tipo de estimulantes, o algo parecido?.
-- ¿Adónde quiere usted llegar, por el amor de Dios?.- Dijo, May, poniéndose en pie.
-- Caramba, señorita, no me lo ponga difícil. Y siéntese, por favor... ¿Cómo le diría?... Y por favor no se me enfurezca, ¿eh?... Usted es una joven muy bonita, muy atractiva, me parece inteligente, pero... ¿y él?... Él no era ningún niño, debe reconocerlo. ¿No sé si me entiende?.
-- Para usted, señor Castro, un hombre de cuarenta años es un...
-- No quería decir eso.
-- Pues, me lo pareció. ¿Qué quiere que le diga?. De todas formas, y para sacarlo de dudas, le diré que su sensibilidad y su amor por mí, le eran mas que suficientes.
-- Y se acostó con él, claro.
La señorita Castro, ante aquella falta de tacto, por parte del comisario, recordó el relato que le había hecho Luís, cuando aquel personaje de Petra se arrodillaba, ante el confesionario, y le hacía saber al sacerdote todas sus miserias... para ponerlo cachondo. Y llegó a la conclusión, que en aquella comisaría, al señor Castro le estaba pasando otro tanto.
“¡Qué mierda de hombre!”.- pensó.
-- ¿Es necesario que le responda a esa grosería?.
-- No, precisamente... Aunque debo decirle que usted me ha mal interpretado... Vamos a ir concluyendo... O sea, que el señor Luís no bebía en exceso, no tomaba ningún tipo de estimulantes, no era agresivo, no tenía mal carácter, ni era una persona desequilibrada.
-- El único defecto que tenía, si es que puede llamársele defecto, era el de fumar demasiado. Sólo le faltaba hacerlo bajo la ducha o cuando dormía. ¡Parecía una locomotora!.
Sorpresivamente, se hizo un largo silencio. Y ambos no dejaron de mirarse, de estudiarse.
-- Si usted me lo permite, quisiera acompañarla hasta el cementerio.
-- Ya le dije que quiero verlo, por favor.
-- Está en el depósito, concretamente.
-- Cómo si fuese un perro, claro.
-- Carolina, entienda...
-- May, por favor.
-- De acuerdo, como usted prefiera... May, entienda que yo no puedo tomar ninguna decisión, ajena a mi departamento.
-- Pero, yo le dije a usted, anoche, que... Mejor dicho, yo le pedí a usted que se encargara de todo. Y usted me prometió que lo haría.
-- ¡Lo hice!. Encargué el ataúd y la cruz de flores. Y luego, le dije al señor Pepe, el fabricante, que me organizase todo.
-- Vámonos, por favor... ¡Ah!. Se me olvidaba... Quiero pedirle otro favor.
-- Usted, dirá.
-- Quiero conocer la vivienda de Luís. ¿Me lleva hasta ella?.
-- Tengo el piso precintado, por orden del juez. Lamentablemente, no puede ser.
-- ¿Quiere decirme qué delito puedo cometer, si entro en ella?. Déjese de tanta legalidad y sea un poco más humano, si es que puede serlo.
-- Entiéndalo, May, por favor.
-- ¡Entiéndame usted a mí!.- Le atajó, casi chillando.
-- Usted no es nada de él, oficialmente hablando, claro.
-- Señor Castro, es usted un ser abominable, créame.
Cuales dos viejos guerreros, a punto de iniciar la contienda, se mantuvieron frente a frente, estudiándose. Los nervios de la señorita Cortés estaban a flor de piel. Y la responsabilidad de aquel oficial de policía se estaba volviendo menos intransigente. Al fin y al cabo, la violación de la vivienda, en tales circunstancias, no suponía una falta grave. Era sólo cuestión de comprenderla.
En la mirada de ella podía leerse que no estaba dispuesta a soportar aquella impotencia, ante la ley. Y que de seguir golpeándose ante los muros invisibles de la burocracia, podría desencadenar una situación inesperada. Y eso no lo sabía el señor Castro, ya que no la conocía de nada. Lo que sí intuía, por falta de sangre fría, o de flema inglesa, era que la señorita Cortés, llevada por sus pocos años, no estaba dispuesta a dejarse convencer.
-- Bajo mi responsabilidad, haré una excepción con usted y la llevaré hasta allí... Así que deje su coche aquí, y vayamos en el mío. Será mucho más discreto. ¿No le parece?.
-- Gracias, de verdad... Otra cosa.
-- ¿Otra, mas?.
-- ¿Me permite los negativos de esas fotos?.
-- Aquí los tiene. Tenga.
Una moto precedía al coche oficial. Estacionaron al lado del quiosco de la música, frente a la casa de Luís.
Al bajar del coche, ella miró a derecha e izquierda, como si buscase algo o a alguien. El Cantón estaba vacío. Nadie la esperaba y nada anormal había en el ambiente. Aquel pueblo, cargado de historia, había vuelto a la normalidad: por sus empedradas calles, el pasado ya dejara constancia de que la muerte violenta (en los incendios, en las guerras y las pestes) es algo tan natural, como la conquista de un reino. Todo estaba olvidado. Betanzos, la Ciudad de los Caballeros, la capital de una de las siete provincias en que se dividía Galicia seguía siendo la misma: señorial.
Carolina Cortés Cienfuegos (perdón, May) se detuvo ante el dintel de la puerta... que Luís traspasara durante años abrumado por el paso del tiempo, cargando con el peso de los recuerdos y de sus vivencias: desencantos y nostalgias. Bajo aquella especie de “arco del triunfo”, Luís pasara triunfante y pletórico de alegría, cuando en su maletín portaba nuevos contratos, o invitaciones internacionales, o la imprenta le comunicaba la salida al mercado de su último título. Pero, otras veces; quizás, las mas, entraba en su hogar, vencido, vacío y muerto: igual que ayer. ¡Muerto, sí!. Pero, con una variante: ayer lo había traspasado por última vez, y por su propio pie.
¡La noria, por fin, se había detenido!.
Aquella mujer enamorada volvió a mirar, a izquierda y derecha, como si todavía sintiese la esperanza de reencontrarse con él. Subió las crujientes escaleras de madera, como el condenado, al patíbulo: sin esperanza.
-- Pase, May, por favor.
Al entrar en el dormitorio, y vio la almohada y la cabecera de la cama ensangrentadas, no pudo reprimir tanto dolor, y estalló en llanto.
“¿Por qué lo has hecho, mi vida, por qué?... Yo no sabría hacerte feliz, y tú lo tenías que saber... ¡Oh, Dios!... ¿Por qué?... Si hubiese imaginado que me amabas tanto, me hubiese venido contigo... Pero, no te creí, compréndelo. Pensé que se trataba de un simple capricho de verano, y que con el paso del tiempo, me olvidarías... Pero, me equivoqué. Te juro, que me equivoqué. ¡Y te lo juro, ante Dios, que esa es la verdad!”.- Confesó, en voz alta, como si Luís pudiera escucharla.
Castro, sin saber qué hacer, se quedó en la entrada, fumando un cigarrillo.
Ya era tarde para los lamentos, pero que muy tarde. Ya era tarde para hablar de amor, cuando el amor, en su más pura esencia, había quedado tallado sobre una hoja de papel blanco. Ya era tarde para invocar a Dios o para subir al tren de la vida. Ya era tarde para reclamar aquello que rechazara en las Islas Cíes. Ya era tarde para lavar las sábanas, teñidas de dolor. Ya era tarde para jugar con las palabras. Y muy tarde, para llorar el llanto. La decisión final se había consumado. Y a ella tan sólo le tocaba soportarla. ¡Ya nada tenía valor; ni nada, sentido!.
“¿Por qué, joder, por qué!”.- Chilló, al abandonar el dormitorio.
-- Vámonos, Castro. Y muchas gracias.
-- ¿Quiere esperar un momento?. Todavía tenemos tiempo.- Dijo, consultando el reloj.
Entró de nuevo en el coche. La comitiva descendió la bajada de la Fuente de Unta. Doblaron a la izquierda y entraron en el Puente Viejo. Al atravesarlo, pudo ver el río Mandeo convertido en fango: la marea estaba baja. Y desde allí, ascendieron al cementerio.
En el moderno local, y sobre dos taburetes, estaba el ataúd. Sin dudarlo, pidió que destapasen el féretro y que la dejaran a solas con la muerte.
-- ¿Está segura, señorita May?.- Le preguntó, Castro, después de observarla.
El rostro que recorriera apasionadamente su piel estaba vendado. Aquellos ojos que le infundieran amor, no podían verla. Aquellos labios carnosos, que tantas y tantas veces la habían besado, no podía verlos. Todo estaba oculto en el más frío rincón de la muerte.
Desesperada, hincó las rodillas en el gélido suelo. Y abrazada al silencio, inició un crudo monólogo:
“Luís, ¿por qué?... ¡Coño!. ¿Porqué?... Te has vuelto loco. Te he vuelto loco, ¿verdad?... ¿Por qué pensaste en mí; y no, en tu hija?... ¿No me habías dicho que si tomabas esta decisión, tu muy amada hija iba a sufrir una gran decepción... cuando lo supiese?... No lo pensaste, ¿verdad?. ¿Y ahora, qué?... ¿Quién coño va a decírselo, si nadie sabemos dónde está?... Tú que la amabas tanto, que la sublimabas tanto, que lo era todo, para ti, ¿qué me puedes decir ahora, eh?. Cómo has podido ser tan insensato, tan irresponsable, al olvidarla a ella... por mí. Ella, y tú me lo has dicho mil veces, era tu luz, tu guía, tus desvelos, tu orgullo, tu razón de vivir. ¿Es ésta, tu razón de vivir?... ¿En qué mundo?. ¿En qué vida?... Todo eso has olvidado por un capricho de verano, por una mujer que nunca mereció ser tuya, por una bella aventura, por unos sueños incontrolados, por una demencia pasajera y por querer abandonar tu soledad. ¿Y ahora, qué?... Ahora, si pudieras verte, te darías cuenta de que vas a estar más solo que la una. Ahora, que ya no tiene remedio, no podrás descansar en paz, Luís. Porque, ahora, dentro de unos minutos, quedarás abandonado en un asqueroso y oscuro nicho, como el estiércol, en la huerta, aunque seco, muy seco, para no manchar a nadie, como tu decías... ¿De qué sirve, ahora, cuanto has escrito?. ¿De qué te sirve, ahora, la felicidad que vivimos en las Cíes?... Perdóname, pero has sido muy egoísta, Luís. ¡Y un cabrón!. Sí, un cabrón; porque sólo has pensado en ti; y no, en los demás... Ahora, ya no podrás oír a los grandes Maestros. Ahora, ya no podrás ver las maravillosas obras de tus pintores, de tus escultores favoritos... Te has ido como los cobardes, manchando tu propio honor. Y eso nunca lo hubiese creído de ti, Luís... Y si tanto me amabas, como me juraste miles de veces, ¿por qué dejas sobre mi propia conciencia esta responsabilidad, cuando yo no soy culpable de nada, absolutamente de nada?... ¡Eres un perfecto hijo de puta!. ¡Eres una mierda!. ¿Por qué me has hecho esto?. Ahora, seguro que te importa tres cojones, ¿no?... Claro, ¿para qué seguir, cuando todo está perdido?. ¡Que se joda, May!... ¡Cabrón, más que cabrón!... Sin embargo, quiero decirte algo, antes de que nos despidamos. Quiero decirte... ¡que yo también te amé!... y que te quedaré eternamente agradecida, por haberme enseñado el camino del amor y de la felicidad. Ah, y por haberme regalado tantas horas maravillosas, convirtiéndome en tu musa. Una joven musa, a la que has dejado viuda, sin haber conocido el matrimonio. Una desconsolada e indigna viuda, de un desconocido poeta, a la que la sociedad y las leyes no reconocen, como tal. Pero, no importa... Lo importante, para mí, es que sí has existido. Con eso, creo que me basta... ¡Adiós, amor mío!. Descansa en paz, si es que puedes... Y aunque dudo que lo hayas sabido, ¡te amo!”.
Carolina Cortés Cienfuegos reapareció ante aquel pequeño grupo. Un grupo, conformado por el Oficial de Investigaciones de la Policía, su ayudante, el motorista de escolta, el doctor Núñez de las Cuevas (que le fue presentado), el representante del Juzgado de Instrucción, la señora del segundo y su esposo, el enterrador y sus cuatro ayudantes.
A una señal del enterrador, se mandó llamar al Cura de la Iglesia de Nuestra Señora de los Remedios, que está justo enfrente.
Oficiada la misa, sacaron el ataúd, a hombros de los cuatro portadores, y se dirigieron hacia el cementerio antiguo, dónde le darían sepultura. Cuando los componentes de la pequeña comitiva dieron el frente a la puerta principal del cementerio, May levantó la vista y pudo leer la lápida existente. Y en aquella lápida reza lo que un anónimo escribió, algún día:
“Mansión de la verdad es la que miras.
No desoigas la voz que te advierte
que todo es ilusión, menos la muerte”.

















Epílogo.





He escrito esta serie de relatos en la ciudad de Maracaibo (Venezuela), durante el segundo semestre de mil novecientos setenta y siete, para dejar constancia de la morriña que sentimos los gallegos cuando estamos lejos de nuestros lares; ya que lo más importante, para muchos emigrantes, no está en los personajes, sino en los escenarios.
Sin embargo, para mí, una vez leídas las cuartillas, lo verdaderamente hermoso está escondido en los sentimientos de quienes, en momentos muy significativos, se han sentido inmersos en el despertar de cada día: cuando iniciamos el camino hacia la esperanza, cuando esperamos que el nuevo amanecer nos done todo aquello que hemos soñado.
Y si a usted le he llevado, en algún pasaje, a destapar el baúl de sus recuerdos más entrañables e íntimos, créame que me sentiré satisfecho de ello. Porque lo mínimo que podemos hacer en este mundo es reconocer y respetar a quienes nos han dado lo mas bello de ellos mismos.
Recordarán, y con esto termino, que durante los monólogos (yo les llamaría exámenes de conciencia) he querido dejar patente dos grandes virtudes.
Una, la de saber comprender las diferencias generacionales y culturales de dos naciones. Y la otra, y no menos importante, la de no caer jamás en una obsesión incontrolada; ya que ella puede arrastrarnos a cometer el más grave de todos los errores: el suicidio.

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